miércoles, 16 de julio de 2008

Primera etapa, de montaña


A veces es mejor no mirar hacia atrás. Otras veces, quizá, es mejor no mirar hacia abajo. Pero hoy me apetecía mirar hacia arriba, muy arriba.

Ayer no pude llegar a la salida. Problemas del directo. Salió Jurdan y como Kirchen, lo hizo sólo, sin su equipo. Hoy por la mañana, a eso de las 12:00, he empezado a verlo en una de esas curvas de un puerto de montaña, estrecha, sinuosa y pintada con nuestros nombres.

Me levantaba temprano, 6:00 de la mañana. Buen desayuno, fuera legañas, una ducha, mochila, botas, agua y dos bocadillos de chorizo y de jamón. Conmigo, mi hermano, su amada y mi amada (mi perra). Dirección: Mesa de los Tres Reyes. Toma ya.

Cuenta la historia que la Mesa de los Tres Reyes (pico más alto del pirineo navarro) sirvió como único punto de reunión entre los reyes de Aragón, Navarra y Francia. Al encontrarse justo en la frontera o muga de los tres territorios, era perfecto para que ninguno de los reyes tuviera que abandonar su reino. De ahí su nombre, la Mesa de los Tres Reyes. Curioso.

Yo nunca he sido muy de montaña. Ni tengo palos, ni ropa Trango, ni termo, ni una super mochila. Ni siquiera la marca de unas gafas en mi cara. Así que pensé "qué leches, el monte es de todos". Y miré hacia arriba.


El monte es un lugar mágico, misterioso, natural, deshabitado, virgen. La mano humana no siempre es tan larga ni puede tocarlo todo. Allí no. Allí tú eres el forastero, allí eres el invitado.

Cuando caminas y ves que arriba el cielo es azul, las nubes son blancas, los pastos son verdes y las rocas son blancas, recuerdas que el Mundo sabe pintar los mejores y más codiciados cuadros que existen. Y lo mejor de todo es que nadie puede comprarlos, nadie se puede apoderar de aquello, es tuyo, de todos.

Es una sensación rara. Parecida a haber encontrado un rincón en el que la intimidad fuera absoluta, toda para ti. Un viaje a otro planeta, una excursión lejos del asfalto. Casi no hay animales, sólo algún pájaro despistado y algunas moscas, que están por todas partes. Más arriba de los 2000 metros, los árboles empiezan a hacer las maletas y se mudan al piso de abajo, fresco en verano y caliente en invierno. Ya sólo quedan rocas y alguna intrépida flor.

Y las praderas son como campos de fútbol, pero sin líneas de cal. Hierba corta y suave. Más cómoda después de la piedra, que reflecta los rayos del sol. Y el viento, que cabalga desbocado entre los riscos, vacila con tu pelo y te despeina. Pero da igual, eso allí no importa.

Porque en ese reencuentro casi místico entre tú y ese familiar lejano, eres feliz. Y la poca gente que como tú ha decidido irse hoy para allí, te saluda y te sonríe al pasar, como si todos estuviéramos en la casa de un amigo común o como si en el fondo, todos fuéramos amigos de una misma persona.


Mi perra también lo nota, se le ve feliz. Salta, corre, chapotea, se revuelca, ladra, observa... Para ella aquel lugar es como un parque de atracciones, un sueño que quizá alguna noche se le haya aparecido. No puede hablar, pero su cara lo dice todo: "¿Puedo?", "¿voy allí, vale?", "¿me das un poco?", "¡venga, no os paréis ahora!", "¡qué lentos sois!". Mi perra es genial.

Al llegar arriba, el momento de mirar hacia abajo. Ahora sí se podía. Y la sensación es única, irrepetible. Te sientes obligado a otear todo cuanto hay a tu alrededor: los picos, las nubes, el Sol, el viento. A hinchar los pulmones, llevarte las manos a la cadera y mirar a tus compañeros con cara de: "lo hemos conseguido".

Una experiencia inigualable. Aunque mis piernas maltrechas y mi cuerpo quemado, no opinen lo mismo.


Bienvenidos y buena suerte.

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