viernes, 24 de octubre de 2008

El lago de las cerezas


El sol corre la piedra del acantilado marchitando el alma de la mujer paseante. Medio raída, comienza a balancearse también una flor sin que la empuje el aire. Y un árbol, de los que pare la Tierra, se desploma sobre las muñecas de un arbusto, que yace atrapado.

Las nubes se hacen enemigas de la claridad, y lloran con el empuje de las cuchilladas de un psicópata. Es un mundo sin cura. Y la mujer está temiblemente herida. Su corazón sangra. Su burbuja explota. El paraíso queda teñido bajo un alud de culpabilidad, la inocencia muere y se ahoga en el mismo charco podrido en que desespera la naturaleza. Rojo sangre. Rojo negro, de luz huída.

Las verdes manzanas gotean color cereza. Los pájaros vuelan en picado sin poder remontar el peso de sus empapadas plumas.

Llega un hombre, con las botas puestas. De ellas emerge el fango que le impedirá avanzar. Se queda donde está. Ya solo es hueco y masa. Una escultura, pero ni obra ni arte.

El barro arrastra la mugre y bailan todos juntos con la sangre. Se meten en una fuente sin fondo, y de ella saldrán para siempre y sin parar.

El lago se hace. En su base queda la montaña, como un nimio nenúfar hundido que nadie recordará jamás.

Lago rojo, al que lidiará el azul de la libertad de expresión. Entonces dirán que alguien convirtió el agua en vino. Pero, ¿qué es libertad de expresión, sin inteligencia para expresarse?

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