martes, 21 de octubre de 2008

Té Helado II

-Escucha, estamos colgados cabeza abajo al borde del aburrimiento, ¿lo entiendes? ¿Sabes lo pálida y aterradora que es la muerte en la desconocida hora?

-No, no puede ser, ¿quién te ha vendido eso si no me he separado ni un segundo de ti? – le habría dado algo para que se calmase, pero sólo se me ocurrían medios tan absurdos como el cloroformo o el bicarbonato. Uno necesitaba un pañuelo, o eso decían las películas, y el otro habría llenado aquello de espuma, contaminando el río que nos perseguía siempre a nuestra izquierda.

-¡Espera! No es mi juego de muerte adolescente, lo que intento explicarte es real, no vamos a Robinsonville, vamos a Three Corners, donde el maestro Johnson cogió el último tren, y tocaremos Cross Road Blues, entonces seremos grandes, y ningún niger pondrá el flash para reírse de nosotros – entonces recordé que hablaba de MR. Johnson… todos le odiaron por vender su alma al Diablo; siempre pensé que era un absurdo cuento de negras que mientras retenían líquidos fantaseaban con engatusar a jóvenes como nosotros, para después desplumarnos y meter lo que quedase en la turbina de algún barco.

-Está bien, te acompañaré, no me importa, llenarás Carnegie Hall, y yo te sostendré colgado en el telón como si fueras una marioneta… para entonces estarás muerto, terminarás en algún carguero… ¿Crees que esto es como planear un asesinato o inventar una religión?

Gruño, se desnudó, y se reclinó en el capó. Su pelo se rizaba con la humedad y ya era una alambrada cuando cansado de esperar a que volviera a la realidad pegué un acelerón. Sobrio, ya loco, se puso a bailar encima del coche y mientras los camiones hacían eses tras doblarnos en su camino a los Grandes Lagos, quemábamos los neumáticos por el asfalto derretido. Eran ya las 5 de la tarde y decidí parar, sin reparar en dónde estábamos. Un enorme carguero remontaba el río, debíamos estar ya muy al sur, lo menos en Mississippi o Lousiana. Recordé a Twain cuando hablaba de sus sueños de juventud. Decía que cuando un circo visitaba su aldea, perdida en la orilla oeste de algún monstruoso afluente del gigantesco río, quería ser payaso. Si algún coro de negros hacía una parada en su pueblo, quería ser músico. Si oía en alguna taberna un relato de bucaneros, quería ser pirata. Pero todos esos sueños pasaban en pocas noches, y sólo un pensamiento seguía cercándole. Él quería ser marinero de un barco de vapor, aún cuando se ganaba la vida escribiendo, dormía vestido de pulcro blanco, con bigote de puntas caídas, gemelos y un pequeño gorro. Entonces supe que si Jeff había decidido entregar su alma al Diablo, aún a sabiendas de que no había más demonios que una banda de ladrones negros y charlatanas del vudú, yo no era quién para detenerle.

-¿Te das cuenta de dónde estamos? – chocaba contra su pecho dos lagartijas. De su ojo izquierdo había surgido una catarata, señal de posesión africana según él, abuso de la cocaína en mi opinión muda.

-No lo sé, apenas podía ver la carretera contigo haciendo equilibrios sobre el motor del coche – estaba ya cansado del viaje, nos habíamos perdido y tenía que cuidar de un nudista colocado que parecía huido de una juerga de los Steppenwolf, por mucho que me jurase a mí mismo ser su ángel de la guarda, se notaba mi sarcasmo en cada uno de mis murmullos.

-Esto es Three Corners amigo mío, esta es su niebla y estos son sus cuervos…

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