lunes, 18 de octubre de 2010

Historias de un viaje a Marruecos


Capítulo 2
Mear en el polvo de las carreteras



Aquel conductor tenía pinta de haber recibido un encargo pesado. Un engorro de última hora que le haría llegar tarde a casa a la hora de cenar. El último mono al que le toca pringar en el día con más viento del año. Hacer un viaje de casi cuatro horas de ida y vuelta desde Tánger a Chefchaouen. Todo por 45 euros (450 dirham).

La caja de cambios se atragantaba cuando el taxista tenía que meter primera. Primera para subir las cuestas más empinadas con su Mercedes de los años 80. Para levantar el vuelo con seis personas a bordo. Un camino peculiar hacia el sur entre las ciudades de El Fenderk y Umeras.

La carretera hasta la ciudad azul de Chefchaouen está mucho mejor asfaltada que algunas de las vías de Extremadura o Andalucía. Apenas hay limitadores de velocidad, pero tampoco los tiene Alemania. Con la visita del rey Mohamed VI a la ciudad en 2009, todas las vías de comunicación se vistieron de gala para la ocasión. Se pusieron parches, se dio un poco de abrillantador y cera al asfalto y la cosa funcionó.

Cuando los coches del rey se marcharon, levantaron una polvareda que descubrió el maquillaje del sábado noche. La cara de un domingo recién levantado. El camino entre Tánger y Chefchaouen es una ruta de obras, polvo y ladrillo deshecho. Parecen pueblos fantasmas. Desde el taxi, uno parece estar dentro de una atracción de bromas pesadas. Con las ventanillas subidas. Fuera, los carniceros se sientan en las terrazas de sus locales con corderos abiertos en canal. Pollos despellejados encima del mostrador, al aire libre. Occidentales sorprendidos por chorradas como esas.

Los niños vuelven de la escuela. Juegan con un rebaño de 20 cabras y se montan en las carretillas de obra. Algunos se sientan en ningún lado y cuando pasas te preguntan con los ojos si es necesario tener algo que hacer. Observan el paso de los coches y te cruzan la mirada. Como en los safaris.

El Fenderk y Umeras parecen pueblos de western. Localidades para tipos que sólo están de paso. Con ganaderos, agricultores y ancianas que cargan leña. Tipos envueltos en chilabas de un lado para otro. Quizás los que luego venden sus tomates en España. Quizá no.

El taxista no era amante de la gesticulación. Prestaba atención a la carretera y cambiaba de emisora cada quince minutos. Con el viento y las ventanillas bajadas casi no se podía escuchar. "¿Quiere una galleta?". Le acercamos. "Uhm", gruñó. Alargó sus dedos de embutido y se los metió en la boca. Luego cogió otra y se limpió las manos en su jersey de lana. Como en los safaris.

Detrás, la pareja de enamorados que había pagado 150 dh por el viaje no paraba de tirarse fotos. Fotos de Facebook e inventos occidentales. El chico era de Tánger y ella española. Habían venido para pasar unos días de vacaciones. Él llevaba unas gafas de sol y no prestó demasiada atención a los niños y cabras.

El Mercedes seguía rugiendo en cada una de las cuestas. Compartiendo carretera con automóviles BMW's y Volkswagen's de último modelo. La pura excepción. Uno se pregunta a qué se dedican aquellos que conducen ese tipo de coches. Qué es lo que harán para subir en tercera.

El que mueve el volante de nuestro coche mira por el retrovisor y se hace a un lado de la carretera. Para el contacto y abre el maletero. De espaldas, mea sobre la gravilla después de una hora y cuarto de viaje. Vuelve, cierra el maletero y enciende el motor. En el copiloto dos personas y otras tres detrás. Aguardando para llegar antes de que anochezca en la ciudad azul.

Media hora más tardaría en llegar el Mercedes. Se lo tomaría con calma para subir las empinadas cuestas que llevan a Chefchaouen. Ya no hay polvo ni cabras ni niños sin nada que hacer. Hay una puerta simbólica de entrada a un pueblo edificado sobre una elevación que se defendió de los portugueses, las tribus rebeldes bereberes y los españoles. Un pueblo especial donde puede que al bajar del taxi, uno inicie su primera conversación. "Bienvenidos. ¿Españoles? ¿Vascos? Sabemos castellano. La frontera... a 14 kilómetros". Su nombre es Alin.


Imagen: Ana P. Bosque

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