sábado, 27 de febrero de 2010

Las bolsas verdes y los dedos negros

Desde hace unos cuantos años, se nos está machacando sobre el peligro del cambio climático y la importancia de un comportamiento ecológico razonable y sostenible. Está ya establecido que cualquier novedad debe ser “verde”, que los ciudadanos debemos arremangarnos para mejorar la situación del medio ambiente y que las empresas se deben reformar hacia una producción ecológica.

La teoría y los principios siempre son bonitos y es verdad, creo que hay un peligro real, pero me gustaría relativizar esta sensación que nos acecha en cada momento en el que llueve más que el año pasado, que parece que el mar va a llegar a las faldas de la cuenca de Pamplona en dos días, o si no cae tanta agua como en el anterior invierno, se piensa que pronto el sol nos inundará con sus rayos dejándonos como en el desierto de Texas o de Almería.

Mi cerebro se queja cada vez que desde arriba, con su gran dedo, nos acusan a los ciudadanos de contribuir a la contaminación. Por ejemplo, estas navidades fui a un hipermercado que había en las afueras de una gran ciudad y en el parquin había, a ojo avizor, unos quinientos coches. ¿Cuánta gasolina gastaron para llegar hasta allí? ¿Cuánta cantidad de humo expulsaron a la capa de ozono? ¿Cuánta energía se necesita para iluminar aquella gran nave?

Este mismo híper, te cobraba unos céntimos si necesitabas usar una bolsa para llevar sus compras hasta casa. Ellos, que se ahorran habilitar varias instalaciones en el centro de la ciudad, a las que se pueda llegar andando o en transporte público, para poder ganar el triple de dinero y engrosar sus ampulosas arcas; ellos, que contribuyen con este sistema a la contaminación y al continuo desplazamiento; ellos, que deshumanizan la compra y se aprovechan de sus proveedores, son los que nos señalan como los culpables del cambio climático.

Y lo peor es que lo hacen veladamente, con sutileza. Que nos hagan gastar unos cuantos centimillos de más a la hora de pagar, no importa. Pero lo grave es la hipocresía que muestran con su actitud. No creo que su interés sea el beneficio del planeta, sino el de sus cuentas, y el interés ecológico es una excusa. Al hacernos pagar por las bolsas, nos apuntan a los consumidores de a pie, a los que necesitamos estas bolsas, como graves actores en esta situación.

No sólo los hipermercados actúan de esta forma: la industria de coches, de electrodomésticos, incluso los gobiernos también se suman a este juego y cambian de máscara en público. A los ciudadanos nos tirotean día sí día también con anuncios en los medios sobre civismo ecológico, las empresas nos quieren enseñar a portarnos bien y a no contaminar más de la cuenta y la sociedad se mortifica con la pasión por lo verde.

Es primordial saber valorar las cosas y poner un poco de distancia entre lo que se oye y lo que se piensa. El futuro de nuestra tierra, de nuestra casa, es importante, ¿pero acaso hay que dejarlo en manos de los que de verdad la están matando?

martes, 23 de febrero de 2010

Equis


Nos encantan los polos opuestos, las decisiones tomadas a cara o cruz. Decantarse por algo sea como sea. Elegir un bando o una bandera bajo la cual se cubren con pasión millones de personas que, desde sus trincheras, observan y critican las actitudes del bando contrario. Sin importar quién haya en medio: civiles, indecisos o mujeres que van a comprar el pan.

¿Eres de izquierdas o de derechas? ¿Te gusta el Nesquik o el Colacao? ¿Real Madrid o Barça? ¿El monte o la playa? ¿Nacionalismo español o vasco? Responde, responde, responde. Posiciónate. Elige el símbolo de la quiniela donde no se admite las equis. ¿Crees en Dios? Sí o no.

¿Y las personas que se encuentran en tierra de nadie? Esas personas no cuentan, no importan. Y no hablamos de relativismo. No se trata de eso. Hablamos de puntos de vista diferentes, personas que se decantan por alternativas distintas. ¿Qué pasa con aquellos que en política no perciben grandes diferencias entre la izquierda y la derecha? ¿Qué pasa con aquellos que no toman Colacao ni Nesquik sino que prefieren café? ¿Y aquellos que son de Osasuna y no les importa lo que haga Cristiano Ronaldo? ¿Qué pasa con aquellos que en verano pasan un mes en la playa y otro en la montaña? Tú responde a las grandes cuestiones, y ya vale de preguntas.

Porque al final acabarás tomando partido. Difícil es encontrar a aquellas personas que sepan apreciar tu término medio. Aquellas que, por ejemplo, sepan distinguir que la defensa del euskera no significa ser abertzale, sino que defender un idioma es algo que ayuda a mantener una cultura excepcional. El euskera no es el culpable de haber sido utilizado como un arma política. Reducirlo todo a intereses partidista no ayudará nunca.

Tampoco uno es españolista si le gusta ver los partidos de la selección y vibrar como nadie si Cesc Fábregas mete un gol que nos lleva a las semifinales. Lo que pasa es que este país está lleno de prejuicios que no nos dejan avanzar y nos detienen en un punto muerto sin sentido que deja sin voz a aquellas personas que no toman partido en los grandes debates nacionales. Este país necesita consenso y gente capaz de encontrar lugares comunes. Gente que aprecie el término medio. Personas que miren con responsabilidad global los intereses de quienes les rodean. Porque no todo el mundo está dispuesto a elegir entre la cara y la cruz. Hay muchas personas que a veces prefieren marcar una equis.



Imagen: 06flickr06

viernes, 19 de febrero de 2010

En el Olimpo del arte

Mirándonos nos espera, tumbada pacientemente en su diván cubierto por sábanas incólumes, brillando con luz penetrante. El aire es gélido, casi fantasmal. En segundo plano una negra ofrece unas flores abiertas, frescas, de primaveral alegría y, a su lado, a los pies de la cama, a un gato negro se le eriza la cola, como en una sugerente metáfora.

Junto al felino, una elegante zapatilla caída como por descuido marca el principio de unas piernas lechales, jóvenes, turgentes que se alargan hasta su mano izquierda, que se aferra como una inexpugnable cerradura en su más tierno secreto.

El torso al aire y el pelo recogido. Nos espera vestida solo por joyas y maquillaje, ese maquillaje ostentador en las obras de arte que destaca Baudelaire. La cabellera tocada por una orquídea rosa y dos perlas, una blanca en el cuello, atada con una tira negra de cuero, y una negra que cuelga de un brazalete dorado en su muñeca derecha.

La sala es pequeña, con las paredes oscuras y cálidas y unas cortinas de terciopelo verde que enmarcan la escena. Simple y sencilla, esta obra de arte reposa colgada en la pared de una antigua estación y se muestra generosa a los millones de visitantes del museo. Olympia, se llama. Encantados, igualmente. ¿Su padre? Édouard Manet.

Ahora es casi una institución, la encontramos en todos lados: en tazas, pósters, imanes, puzles, camisetas...Pero hubo un momento en que causó una revolución en los cánones del arte. Nunca ningún desnudo se había presentado con aquella brutal sinceridad a los espectadores. La modelo era una prostituta y eso no se esconde en el cuadro, aunque tampoco hacía falta, en el París de la época no eran necesarias las presentaciones.

Rompió los esquemas pictóricos y las normas académicas, no sólo impactó al hipócrita burgués, sino que su realismo descarado y elementos hasta aquel momento prohibidos, como poner a una negra delante de un fondo negro, pusieron los pelos de punta a más de un decente profesor de pintura.

Ahora se enseña en las academias y se la honra como a un ídolo pagano, pero en su día fue vituperada e incluso víctima de ataques físicos. La calificaron de “mujer gorila” o “la mujer de picos saliendo del baño”, hasta que monstruos de la talla del citado Baudelaire o el escritor Émile Zola la defendieron a muerte y le dieron la talla que se merece.

No es nada raro en la historia esta ascensión de los infiernos hasta los cielos de la cultura de masas, por algo los dadaístas le pintaron el bigote a la Mona Lisa. Primero se critica lo más nuevo, el genio desbordante e intuitivo; luego se le aplaude, se le venera y se copia.

Pero quedémonos con ella, que por eso está allí aposentada, jugando con el tiempo, que para nosotros pasa pero que para ella queda. Sincera, directa, limpia. Así es Olympia y así nos espera.


miércoles, 17 de febrero de 2010

Dos por uno



— Mira esa chica.

— ¿Cuál?

— Esa de allí.

— ¿Qué le pasa?

— Es guapísima.

— No está mal.

— Se parece a tu novia.

— ¿Qué?

— Se le da un aire.

— Si tú lo dices…

— ¿Puedo ir a hablarle?

— ¿Que si puedes?

— Sí.

— ¿Por qué me pides permiso?

— No sé. Ya sabes, se parece a tu novia.

— Puedes ir si te apetece.

— ¿Seguro que no te molesta? Quiero decir, es tu novia.

— No, no es mi novia.

— Pero como si lo fuera.

— ¿Como si lo fuera?

— Sí. Ya sabes… ¿cuál es la diferencia?

— Que no es mi novia.

— ¿Entonces, puedo ir a hablarle?

— Claro.

— ¿Seguro?

— Joder, ahora ya no lo sé. ¿Es que te gusta mi novia?

— Nunca me lo he planteado. Ya sabes, es tu novia.

— Pero si pudieras besarla la besarías, ¿verdad?

— No, hombre. Yo creo que cada persona es diferente.

— Acabas de decir que sería como besarla.

— Ya lo sé, pero…

— Cállate, aquí viene.

— …

— ¿Sandra? No te había reconocido. ¿Qué tal cariño?



Imagen: PTGreg

Mirar tapa


Si te enfrascas acabarás encerrado en un bote de cristal. Y los botes de cristal son siempre transparentes. En muchas ocasiones, suelen ir acompañados por una etiqueta y en algún lugar, llevan escrita la fecha de caducidad. Así que no te enfrasques. Abre el bote y deja que todos prueben de él.



Imagen: Karinregina

domingo, 14 de febrero de 2010

Supervivientes - Cíclico


— ¿No tienes la sensación de que hay decisiones fundamentales que no pueden esperar? Como si una decisión simple trajera siempre consecuencias complejas.

— Sí. La vida es eso, fundamentalmente.

— Quiero decir. Tú y yo, estamos aquí… pero no lo hemos elegido. Y sin embargo un día decidimos salir a faenar en estas fechas.

— Lo decidimos en su momento y decidido queda. Sabíamos a lo que nos ateníamos. Fuimos unos imprudentes. Sí. Nos apeteció hacerlo y lo hicimos, pero no lo pensamos con cabeza.

— Quizás nos faltó tiempo y perspectiva.

— Siempre es cuestión de perspectiva. La gente cree que el futuro sucederá dentro de diez años, pero se trata del día siguiente.

— No deberíamos haber salido…

— No, no deberíamos haberlo hecho. Pero no podemos martirizarnos por ello. No podemos pensar en lo tranquilos que estaríamos en nuestras casas. Porque tampoco eso sería cierto. En su momento creímos que marcharnos era lo mejor, aunque no lo era.

— Ojalá se pudiera dar marcha atrás en la vida. Rebobinar.

— Y sin embargo no se puede.

— No, no se puede.

— Es difícil saber lo que uno quiere. En aquel momento nos apeteció echarnos a la mar. Y nos apeteció mal. Siempre hay que dejarse llevar por lo que uno siente y descubrir después si es aquello que se necesita.

— Necesitábamos huir por un tiempo. Eso lo recuerdo bien.

— Exacto. Y ahora lo que necesitamos son cosas distintas.

— He llegado al punto en que ni siquiera echo de menos a mi mujer ¿Significa eso que no estaba enamorado?

— No. Significa que en estos momentos no es en tu mujer en quien tienes que ocupar la mente, sino en ti.

— ¿Crees que si un día volvemos, seguiremos enamorados de nuestras mujeres y que ellas sentirán lo mismo?

— No quiero pensar en ello. Ahora estamos aquí. Nuestra vida es la supervivencia.

— Nunca olvidaré a mi mujer.

— Pues deberías hacerlo. Eres otra persona.

— Pero ella me quería tanto...

— Vale ya. No te quería. Precisamente por eso te viniste conmigo.

— No bromees.

— No lo hago.

— …

— Lo siento.



Imagen:
Linda Cronin

jueves, 11 de febrero de 2010

Electrical Morning


Saldrás ahí fuera y te recordaré sobre la cama. Curioseando los libros entre la habitación después de haber ido a comprar algunos discos. Mirando al techo. Hinchando el pecho. Dibujando sobre la piel carreteras de arena invisibles. De esas que quitan el estrés con un rastrillo. De las que dejan la palabra en la boca. Buscándome la mano cuando me atreva a subir el volumen. Rozando, tocando, con tacto. Como si el resto de personas no tuvieran dos manos. Mirándote a los ojos después de haber mirado al suelo y volviéndote a mirar mientras ojeas un vaso. “¿A que no te atreves?”. “¿A que sí?”. Y todo se transforma. Gira y gira la ruleta. Y sale par. Rojo. Rojo pasión. Como tus medias. Y tus labios. Como las luces de feria y autopistas llenas de coches. Van y vienen, van y vienen. “¿Dónde has estado todo este tiempo?”. “En este lugar, en este”. Y se hace de día y ya no te recuerdan. Y te imaginarán después, ahí afuera. Sobre la cama. Desnuda. Mirando al techo. Hasta que pueda verte. Hasta que pueda verte de nuevo.


Imagen: Sentidodesacorde

Supervivientes - Relativismo


— Me duelen las piernas. Necesito beber agua y siento como si viviera en un mundo sin gravedad. Llevo días sin comer. Me rugen las tripas y el corte que me hice la semana pasada no termina de cerrarse. Por las noches tengo frío y me dan miedo las serpientes. Nunca he sabido cómo armar un buen fuego. Hace ya varios días que nuestras conversaciones se traducen en monosílabos inexpresivos y que las tormentas monzónicas acaban con el campamento. Necesito afeitarme y darme una ducha. Tengo salitre por todo el cuerpo y ya no sé cómo limpiarme los dientes. La ropa se me desgarra y tengo miedo de que pronto tengamos que andar por aquí desnudos. No veo el modo de salir de esta isla. No veo el modo de acabar con todo esto.

— Pero por lo demás bien, ¿no?

— Sí, sí. Por lo demás bien.



Imagen: Reflejos.it

lunes, 8 de febrero de 2010

Cinturón blanco



De pequeño me apunté a clases de judo. No era violento ni robaba el bocata de mis amigos, pero supongo que lo eché a suertes y salió eso. Ni siquiera sabía qué era eso del “judo”. La gente decía que allí uno aprendía a defenderse. Pero yo era un niño angelical que nunca se metía en problemas, no quería “defenderme”. Veía Heidi y me gustaba el Rey León.

Recuerdo el primer día y el olor del gimnasio. Olía a pies y a tatami. Yo iba enrollado en una especie de pijama-bata completamente blanca. Y un cinturón, también blanco, que viene a ser como la “L” en los coches: “ese es el tonto, a por él”.

Aquel cinturón no sujetaba nada de la parte de arriba. Se soltaba y desataba a cada paso que daba y nunca supe si había que hacerle un nudo o atarlo con un lazo. Un nudo era más masculino, supuse. Pero, realmente, el cinturón no servía para nada más que dar pellizcos a los compañeros. O que ellos me dieran a mí.

Mi grupo era un grupo de jóvenes macarras. De esos que sí roban bocadillos, te piden “100 pesetas” si te ven por la calle y llevan la chaqueta medio puesta medio caída a la altura de los hombros. De esos tipos que acojonan cuando eres chaval porque te sacan dos cabezas. Y cuando entré el primer día y vi lo que me tocaba, miré el cinturón blanco y recé.

Yo, un niño al que le faltaba una pala, al que le gustaba el lenguado sin espinas y jugaba con micromachines, tenía que enfrentarme, en mi primer día y con mi cinturón blanco, a lo mejor de cada casa de todo mi pueblo. Una especie de héroe cinematográfico blando y con sentimientos que acabaría con el crimen organizado de la zona.

Pero me dieron por todas partes. Volteretas laterales, invertidas, de cabeza, patadas, llaves, golpes, zancadillas… realmente se “defendían” muy bien de mis ataques. Yo me dejaba llevar y solté mi cuerpo muerto a merced de la violencia, como la persona que desiste en la plaza del Ayuntamiento el día del chupinazo y se deja arrastrar. O como Di Caprio en Titanic en esa tabla en medio del mar.

¡Lo qué pude recibir aquel día! Yo, que lo máximo que había dado era una patada sin querer jugando a fútbol o una colleja sin que vieran quién había sido y que, por lo tanto, no me podían devolver. Lo que allí había era un grupo paramilitar adiestrado en las montañas del Tibet que dominaban las artes marciales y el kung-fu. Jóvenes entrenados para matar, o algo así.

Al terminar la clase, me miré en uno de los espejos laterales y me volví a atar el cinturón. Estaba despeinado y tenía la cara como un tomate. Respirando fuerte y bañado en sudor, me dije, “¿es eso todo lo que podéis hacer?”. Repito, diciéndomelo a mí mismo, no fuera a ser que me oyeran… Y así, el profesor dijo “nos vemos el próximo día a la misma hora”, y todo terminó.

Obviamente, el próximo día a la misma hora fue su tía. Yo quería acabar con la violencia juvenil en mi pueblo, claro, pero yendo allí con mi cinturón blanco, débil e indefenso, sólo podía fomentarla.

Con todo el dolor de mi corazón, tuve que dejarlo. Le estaba empezando a coger el tranquillo y ya había conseguido memorizar todos sus movimientos de ataque. Pero mi responsabilidad como ciudadano pesó más, y tuve que dejarlo. Regalé mi kimono a un insensato que acababa de empezar, y su madre me regaló un disco de las Spice Girls que todavía conservo. Discazo.

Hoy, soy el chico que sólo fue a una clase de judo y que no pasó del cinturón blanco. El chico que aprendió que si quieres evitar la violencia es mejor correr, huir o evitar a la persona que sabe hacerla. No meterse en problemas. Por ahora, no he tenido que "defenderme" ningún día.

Imagen: Judo Avilés

miércoles, 3 de febrero de 2010

Welcome


Date la vuelta y míralos a todos. ¿Ves? Están ahí, te estaban esperando. Hacía tiempo que te echaban de menos. Tus desastres y tus miedos. Todo lo que les llevó a llamarte aquella anoche. Lo que de repente un día se les vino a la cabeza cuando preguntaron por ti. Tus apellidos y tu nombre. Tu sonrisa y esa cara de felicidad. Da igual, en su casa no hace falta llevar zapatillas. ¿Una cuerda, un salvavidas, un destornillador? Lo que sea. Porque has vuelto. Has vuelto al mundo. Bienvenido. Bienvenido de nuevo. Te echaban de menos.


Imagen: Carlos Bravo

martes, 2 de febrero de 2010

400 grados


El amor es como la calefacción. Como la calefacción en otoño. Llega sin avisar y de repente un día estás ardiendo a 400 grados. Es una fila de personas acurrucadas en un rincón esperando a que alguien las saque a bailar. Es la vecina que viene a hacer una visita o el hombre que sube a entregar un paquete cuando tienes un aspecto asqueroso. Es una partida con muy malas cartas en la que no queda otra que marcarse un farol. Es llevar calcetines de colores distintos. Son dos personas intentando desentrañar el sentido de un cuadro abstracto que en verdad no tiene ningún puñetero sentido. Es un ladrón que con sinceridad te cuenta sus planes antes de apuñalarte una vez en el estómago y otra en el pulmón. Es convertirse en un cínico y evolucionar hacia lo escéptico. Una garantía de devolución caducada hace tres meses. Un boxeador acorralado en un ring y un atracador reincidente.


Y luego el amor se convierte en ese verso que no acabas de rimar. En esas fiestas sorpresa donde no pintas nada cuando has tenido un día de mierda. Sentirse extraño al extrañar a alguien como si fuera un extraño. Tener un coche que devora la gasolina a los 200 metros. Sacar al perro en mitad de la noche. Tener que pensar que el más valiente no es el que más veces lo intenta, sino aquel que sabe descubrir el momento en que hay que dejar de intentarlo. Es leer un libro cuando ya tenías otro empezado y cuando termina, es dormirse en mitad de una película que adorabas pero que ya no piensas volver a alquilar.



Imagen: K. Praslowicz