sábado, 29 de mayo de 2010

Inmunodeficiencia



— ¿Puedo decirte algo?

— ¿Qué pasa?

— Verás...

— ¿Qué?

— Resulta...

— ¡Suéltalo!

— Resulta que tengo un poco de SIDA.

— ¿Cómo que un poco de SIDA?

— Sí, no sé... Alguien me ha debido contagiar. O el polen, sí, el polen, ya sabes...

— ¿Cómo que el polen? ¿SIDA?

— Sí. Quedé con esa enfermera y...

— ¿La de los disfraces?

— Sí, aquella.

— Le quedaba bien aquel bigote. Era sexy.

— Lo que sea. Resulta que debió verme algo. Ya sabes, los médicos siempre intentan buscarte cualquier cosa.

— Matasanos.

— Sí. Pero acojonan. Así que me hice las pruebas y...

— Te mueres.

— Sí, me muero.

— Dios... ¿Y qué tal lo llevas?

— No sé... ya sabes. Es la primera vez que muero. Tengo miedo de no estar a la altura.

— Entiendo.

— Comprendo que siempre tiene que haber una primera vez para todo. Pero en ningún sitio te preparan para la muerte.

— Ni siquiera en la autoescuela.

— No, ni siquiera ahí. Te enseñan cómo, pero no te preparan.

— La vida es dura.

— Sí.

— Entonces, escucha, ¿qué vas a hacer con ese tubo de escape?

— No sé, lo venderé. O se lo daré a alguien ¿Qué más da? Hace meses que no logro escuchar la música por culpa de ese trasto.

— ¿Y cuánto te queda?

— Un año, quizás dos.

— Vaya... Bueno, piensa que no te perderás el mundial.

— Fue lo primero que me vino a la cabeza.

— Siempre hay que pensar en los pros.

— Siempre.

— Eso es.

— Entonces, ¿me ayudarás con todo esto?

— Claro. Lo veremos en mi casa. Sé que no tienes televisión por cable.

— Me refería a ESTO.

— ¡Ah! Claro tío. Lo conseguiremos.

— ¿Hablas del mundial?

— ¡No, no! Ahora hablo en serio. Me tendrás a tu lado. Ya sabes.

— Gracias tío.

— Saldremos de esta. Lo verás. Saldremos.

— Es una simple enfermedad, ¿no? Una vez que se pasa ya no se vuelve a coger.

— Eso te lo aseguro.


Imagen: Orrin

miércoles, 26 de mayo de 2010

Pizza



— Oye, ¿sabes aquella teoría de la mariposa que agita sus alas y cambia el mundo?

— Me suena.

— Pues yo soy esa mariposa.

— ¿Te sientes mariposa?

— Sí, algo así.

— Yo siempre te respetaré.

— ¿Qué? Me refiero a que... cualquier cosa que haga, puede tener una gran repercusión en los sentimientos de otra persona.

— ¿A quién has matado?

— No he matado a nadie, imbécil. Digo que mis pequeños actos a veces "condenan" a mucha gente.

— ¿Eres juez? ¿Pero tú no vendías pizzas?

— Estoy harto de ti, tío. No me refiero a eso. Me refiero al amor. A lo que hay entre una persona y otra.

— ¿Y ahora me hablas del amor?

— Sí, tío. Escúchame. Llevo varias semanas pensándolo.

— Dispara.

— He llegado a la conclusión de que el amor es un bien sobrevalorado por la especulación romántica.

— ¡La leche! No entiendo eso.

— Tú qué vas a entender...

— Yo sé mucho sobre el amor.

— No, no sabes. Ni siquiera sabes hacer un huevo frito.

— Qué más da. Como otras cosas.

— ¿Pero te das cuenta de que nunca sigues mis conversaciones?

— Tío. Has empezado hablando de no sé qué de una mariposa. ¿Cómo leches quieres que te siga? Si me vas a decir que eres gay, pues dilo.

— ¿Que soy gay? ¿De dónde has sacado tú eso?

— Esas cosas se saben.

— ¿Se saben?

— Sí.

— Vale, es verdad. ¿Pero cómo...?

— Porque se nota. ¿Pizzero? ¿En serio? No cuadra. Tenías que ser gay.

— ¿Pero qué tiene que ver eso con las pizzas? Escucha. Es un paso muy importante. Y tú eres la primera persona a la que se lo digo.

— No me lo has dicho, te lo he dicho yo. Pero vale.

— Confío en ti.

— Entonces... ¿los románticos no tienen ni idea?

— ¿Qué?

— Lo de los románticos y todo eso que has dicho antes.

— Ah, me refería a Becquer y toda esa gente.

— ¿A quién?

— Da igual. Ya te lo contaré otro día.

— No me importa que seas gay, si eso es lo que quieres saber.

— No era eso, pero gracias.

— ¿Soy tu amigo, no? Me da igual la manera en que seas feliz. De eso se trata. Pero eso sí, tráeme una pizza, anda.

— Vale. ¿Con pimientos?

— Sí.

— Vale.



Imagen:
Françoise Hogue

lunes, 17 de mayo de 2010

Protagonismo



— Me voy a suicidar

— ¿A suicidar?

— Sí, mañana.

— ¿Tan pronto?

— Sí, mañana me viene perfecto. Al día siguiente tengo todo ocupado.

— ¿Y vas a madrugar?

— No lo sé.

— Tiene que ser imposible madrugar para suicidarse. A mí se me pegarían las sábanas.

— Todavía no lo tengo claro.

— ¿El qué, el suicidarte?

— No, la hora.

— ¿Y qué tal por la noche?

— No, tampoco quiero acostarme muy tarde. Ya te he dicho que al día siguiente tengo cosas que hacer.

— ¿Quizás a media tarde?

— Parece mentira que no me conozcas. Sabes que por la tarde siempre me echo la siesta.

— ¿Entonces cuándo?

— Pues no lo sé. No me agobies. Ya iré viendo. Quiero vivir mi vida.

— Pero digo yo que estas cosas se deciden antes de suicidarse. Ya sabes. Como el testamento.

— Me levantaré tranquilo, desayunaré, daré una vuelta y me dejaré caer por la estación de tren.

— La que vas a liar... Mira que son ganas de llamar la atención.

— Ya me conoces.

— ¿Entonces, qué? ¿Mañana al mediodía?

— Puede ser una buena hora, sí.

— Puedo ir a buscarte después si quieres.

— No, déjalo. Ya cogeré un taxi.

— Para cualquier cosa, ya sabes, tienes mi número. Suicidarse a veces puede ser peligroso.

— No si se hace bien.

— Claro, pero para eso hay que ser un maestro.

— No es la primera vez que me suicido.

— Me acuerdo de la última vez.

— Bueno, aquello no fue para tanto. Esta vez pretendo montar una buena.

— Allá tú. Ya sabes que nunca te he apoyado en estas cosas.

— Lo sé. Pero no me importa.

— En fin, cuando eso llámame y me cuentas qué tal.

— Vale. Qué ganas tengo.

— ¿Se lo has contado a tu mujer?

— No, si se entera me mata. Quiero que sea una sorpresa. Ya lo verá en las noticias.


Imagen: Axel

Un hombre y el blues

Esta es la historia de un chiquillo de Luisiana. Nació en el 36, en plena época de la segregación, y creció en las calles de un pequeño pueblo de aquel estado sureño. Se llamaba Buddy Guy y su nombre a entrado por la puerta grande en la historia de la negra.

Con trece años, Buddy se construyó su guitarra con lo que tenía más a mano y lo único que se podía permitir: un palo de madera y unas cuerdas de una tela mosquitera que encontró cerca de su casa. No perseguía ninguna vocación musical ni económica, simplemente, pasárselo bien y emular a sus ídolos: Muddy Waters, John Lee Hooker y compañía.

Tres años después su padre invirtió parte de sus ahorros en una guitarra acústica. El joven guitarrista siguió practicando hasta que en 1957 se trasladó al norte. El destino, Chicago, ciudad que acogía a las grandes manos del blues, donde se encontró con la bestia viviente más grande que haya practicado este género: B.B. King. Este sí que se merece ser el Rey, y no como otros.

Allí nació una leyenda que todavía colea hasta nuestros días. Ha colaborado con músicos como Eric Clapton, Jeff Beck, Mark Knopfler...Su intervención en el documental que Scorsese grabó de los Rolling Stones le volvió a meter en primera línea y aquel mismo año sacó un disco titulado Skin Deep.

Aquel chico que se fabricó su guitarra regenta ahora el club de blues más famoso de Chicago. Cuando no está de gira, se le puede encontrar apoyado en su barra, porque es allí donde se vive la auténtica música.


miércoles, 5 de mayo de 2010

Materia orgánica


— ¿Tampoco lo pasábamos tan mal, verdad cariño?

— No. Fueron otros tiempos, ya sabes. Tú todavía tenías aquel coche viejo y yo, mírame, mírame en estas fotos.

— Estabas preciosa. Lo primero que hacías al salir de casa siempre era ponerte aquella cosa en el pelo.

— Esa pequeña diadema roja te volvía loco.

— Sí, lo recuerdo bien. Aquella cosa eras... tú.

— Mi madre me decía que no tenía edad para llevar esas cosas. Pero si me viera ahora...

— Las cosas cambian.

— Todos cambiamos. Ya sabes, la casa, los amigos, el lugar donde compramos el periódico...

— Estuvo bien.

— Ya lo creo... Pero pasó.

— A veces me pongo a recordar todo aquello, y lo recuerdo como una noche de resaca. Ya sabes, como uno de esos sueños que no sabes si han sucedido realmente.

— Sucedió. Tú y yo estuvimos allí. Por eso siempre te recordaré, cariño, lo sabes. Sabes que siempre tendrás eso.

— Siempre he sabido que compartimos días inolvidables. También muchos cubos de basura. Pero la basura no existiría si no fuera el desecho de lo que disfrutamos, ¿verdad?

— Lo disfruté mucho, cariño. Lo disfruté de veras. Y ahora mírame vestida con toda esta ropa. Llevo una falda de rayas. ¡Una falda de rayas, joder!

— Te ves sexy con ella. Una mujer... importante.

— Eso es lo que dicen que soy. Importante.

— Siempre fuiste importante.

— Pero no de esta manera. Ya sabes. Importante.

— ¿Cómo te sientes?

— Como si hubiera alcanzado un éxito circunstancial.

— Entiendo.

— Pero qué digo, yo me lo busqué. Este ha sido mi objetivo. Aunque me haya dejado muchas cosas por el camino.

— Debes conducir con cuidado, cariño. Simplemente eso. Ten cuidado.

— Tengo tu número de teléfono, ¿no?

— Puedes llamarme cuando quieras. Cuando quieras.

— Bueno, es tarde. Las dos fieras deben de estar preguntándose dónde estará su madre. Espero que hoy no necesiten ningún maldito cuento. Simplemente...

— No te preocupes. Todo estará bien. Saldrás de esta. Los barcos salen a flote, siempre lo hacen. Aunque sea sobre una tabla de madera. Saldrás a flote. Todos lo hacemos. Y si no...

— Sé dónde encontrarte. Lo sé. Aunque haya pasado tanto tiempo. Aunque... no sé, aunque sólo seas una extraña resaca.

— Seguiré aquí. Seguiré aquí con todo esto. Aunque ya no lleves esa cosa en el pelo.




Imagen:
Keith Davis Young

lunes, 3 de mayo de 2010

Ratas



— Hay que ver cómo se puso cuando le dije que no tenía personalidad.

— ¿Y ella qué te dijo?

— Que no la conocía enfadada. Eso es lo que dicen todas. ¿Cómo voy a conocerla enfadada si hacía 5 minutos que la había conocido?

— ¿Pero se enfadó?

— Ya lo creo. Me dijo que ni las ratas querrían acostarse conmigo.

— ¿Pero quién iba a querer acostarse con una rata?

— Eso es lo que yo le dije. "¿Para qué quiero acostarme yo con una rata? No lo entiendo".

— ¿Entonces? Sigue.

— El caso es que la tipa se ponía cada vez más y más nerviosa. Y todo eso lo había conseguido yo solo. Así que le dije que me iba, y me fui.

— ¿Así sin más?

— Sí, así sin más.

— ¿Entonces cómo conseguiste acostarte con ella?

— Porque justo cuando me iba me agarró del brazo y me dijo, atento a esto, que "no era tan feo".

— ¿En serio?

— Como lo oyes.

— Continúa.

— Yo le dije que no era feo en absoluto. Que simplemente no tuve suerte en el momento de la creación. Nada más. En esta vida todo es cuestión de suerte, ¿no crees?

— Y de estrategia.

— Y de estrategia, claro. Pero bueno, supongo que la mala suerte de ser un tipo corriente también te convierte en un tipo especial. Creo que aquel rollo de las ratas le resultó gracioso...

— Eres mi ídolo.

— Lo sé. El caso es que después salimos fuera y... bueno, el resto ya lo conoces.

— Ya lo creo, menudas marcas. Échate alcohol.

— ¿Alcohol en los arañazos?

— Sí.

— Eso tiene que doler, tío... Menuda resaca.



Imagen: Filmeweb

sábado, 1 de mayo de 2010

Lo que antes era la casa y ahora se llama house

Ser de pueblo es como ir en bici, no se olvida nunca. Ya te puedes ir a vivir al conglomerado urbanístico más grande del mundo que no perderás nunca aquellos rasgos que te delatan como pueblerino. Voy a especificar, que si no luego hay confusiones, yo soy de un pueblo de menos de 1000 habitantes, con lo que todo esto conlleva.


Significa, por ejemplo, que en mi clase de primaria éramos seis alumnos, y en todo el colegio 40. Hubo un año que nos estuvieron dando clase en el pasillo, que era a la vez la sala de ordenadores. Nos conocíamos entre todos y el régimen de edad estaba muy bien delimitado: en el autobús para ir de excursión (íbamos todos los colegiales, si no, no salía a cuenta) los mayores ocupaban los asientos de atrás y, de allí hacia delante, nos colocábamos en orden descendiente los demás.

En mi pueblo, la gente suele vivir en casas, no en pisos, que normalmente tienen su origen en los bisabuelos, o incluso más hacia atrás. Cuando llegué a Pamplona, la gente se exclamaba cuando les decía que vivía en una casa, ¡qué suerte! exclamaban. Pero es que no hay nada más. Antes se dejaba la puerta abierta todo el día, y cuando alguien entraba gritaba “aaa Maria” y por la voz ya sabías quién había entrado. El otro día llamaron al timbre de mi piso de estudiantes, y ¡descubrí que teníamos una mirilla en la puerta! Qué placer poder espiar tu rellano sin ser visto, ni la más cotilla de mi pueblo hubiese llegado a crear un invento tan adictivo: mirar sin ser mirado, con total impunidad.

Dicen del pueblo que es tranquilo y agradable, que te envuelve la naturaleza y que puedes oír el gorjeo de las golondrinas y el graznido de las gaviotas. Sí, dicen eso para no hablar del aburrimiento y el tedio, de no tener nada por hacer un domingo a la tarde, excepto ver un insulso partido de futbol. Y, sobre todo, quien dice eso es el urbanita que te invade todos los veranos esperando encontrar el paraíso a dos horas de su casa. Ellos se esperan encontrar un pueblo inmaculado, en el que las puertas de las casas sigan abiertas y que la gente les atienda con desmesurada entrega.

Qué sorpresa se llevan al descubrir que, si bien aún nos seguimos llevando asombros por la vida, como que existen las mirillas, en mi pueblo todos llevan móviles de última generación, tenemos internet, hablamos tres idiomas e incluso algunos conocen la diferencia entre la música house y el dance.