lunes, 26 de diciembre de 2011

La mantequilla

Los dos cadáveres uno encima del otro. Un charco de sangre saliendo del reguero de sus brazos y navajazos como grietas en el hielo por todo su pecho. Una secuencia de movimientos desesperados en los últimos minutos antes de desplomarse. En el depósito, el cuerpo tenía un aspecto pálido. El hombre no lo había logrado. Ahora estaba ahí, sobre un cajón de metal envuelto en un saco negro etiquetado con números y letras mayúsculas. Él lo veía ahí, inmóvil, inerte, tranquilo. Seguramente antes de que todo sucediera, pensaba él, el hombre, de aspecto judío, caminaría por la calle ordenando sus pensamientos. Ocupando sus preciados y últimos minutos de vida en ocurrencias banales. En el susurrar de una canción absurda en el autobús y en un leve recuerdo de la noche de sexo del día anterior. Ahora estaba ahí, muerto. Por la mañana desayunando tostadas sin mantequilla para no engordar. Y sólo unas horas más tarde, acuchillado. Él lo miraba sin conseguir acostumbrarse a la muerte. Obsesionado por si sus últimos minutos de vida serían igual e ignorantemente desperdiciados. Como les pasaba a todos. En eso pensaba durante semanas. Casi no había dormido cuando terminó sus ocho horas de trabajo aquel día. Se puso la ropa de calle y continuó pensando en aquel hombre. En las cuchilladas. En el rostro inexpresivo. Ordenaba sus pensamientos sin levantar la cabeza. Sin prestar atención. Sin mirar a un lado y a otro. Sin reaccionar antes de que un coche se lo llevara por delante.

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