viernes, 23 de septiembre de 2011

COBARDE

La primera vez que la vio fue en el centro comercial, cuando se acercó a comprar uno de esos estúpidos cargadores de pilas. Anclado al resto de cargadores como al suero de un hospital, aquella cámara de fotos (o cámara fotográfica, como a él le gustaba llamarla para que pareciera de coleccionista) todavía seguía utilizándolas. Ella caminaba entre las secciones ajustando los precios, manejando la caja y respondiendo a preguntas. Habitualmente se le solía ver por la zona de los ventiladores y aires acondicionados, por lo que todo su pelo flotaba como en un anuncio de champú. “¿Puedo ayudarle?”, le dijo la primera vez, mientras hacía como si miraba a un televisor de plasma.

Después del cargador de pilas vinieron el trípode, la bolsa de viaje, más pilas recargables, carretes y cuando ya lo tuvo todo comprado en cámaras fotográficas se pasó a los clásicos de cine, las series y la televisión, la sección más cercana a los complementos de ventilación. Un día, condujo hasta allí entre la nieve cuajada y compacta para verla unos minutos. Desde aquel, “¿Puedo ayudarle?”, nunca habían intercambiado ninguna otra palabra. Aquello le mortificaba, ya que normalmente en las películas crucifican al cobarde. Pero no era tan fácil. ¿Qué conversación estúpida tendrían que mantener? ¿Qué pasaría si quisiera venderle el artículo más caro? ¿Qué pasaría si en un desliz se tropezara con las básculas, cayera sobre las maquinillas de afeitar y finalmente los ventiladores le aplastaran como de forma habitual suele ocurrir en la primera conversación con la persona a quien amas? De ninguna manera. Aquel día helado compraría un par de peleas de Bruce Lee y unos cuantos tiros de Henry Fonda en cualquiera de sus 113 películas.

Cuando fue a pagar, simplemente echó un vistazo a su ondulante pelo de trigo. Pero no pudo escaparse. “¿Puedo ayudarle?”, le preguntó ella, repitiéndole con obviedad la misma frase que la primera vez, como recordándole que aquel día él huyó en solitario en su caballo y la dejó a ella allí, sola entre el viento. Él se había vuelto a quedar obnubilado. “Eh, sí, sí. Me llevaré uno de estos”, dijo, atrapando el primer ventilador que tuvo a mano. “Me llevaré este”. Sólo pudo mirarla durante unos segundos. Después se encendieron unos grandes carteles fosforescentes sobre los que se podía leer iluminada la palabra COBARDE, COBARDE, COBARDE. Tiró su mirada al suelo, pagó y salió corriendo de la tienda, películas y ventilador en mano. Para entonces ya no podía respirar y se había metido en el coche. Tan cerca y tan lejos. Tan guapa y tan cara. Él tan cobarde. Tan estúpido y tan gallina. En su cabeza repasaba la escena mientras regresaba a casa, la rebobinaba una y otra vez mientras cambiaba de canción. Tan estúpido... ¿Qué había hecho mal? ¿Qué iba a hacer él con un ventilador en invierno? ¿Cómo se explica todo eso? ¿Cómo se lo iba a explicar a su mujer?

lunes, 19 de septiembre de 2011

John Wayne

El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara. Una sangre densa y roja como el magma le bajaba desde la ceja a los labios y había manchado el ascensor, el rellano, el felpudo y también parte de la entrada de la casa de aquella chica. Le habían dado con los nudillos. “Ahora no sonríes tanto, ¿verdad? Ahora ya no eres el más listo del sitio. Aquí afuera ya no eres tan ingenioso”. Aunque sí que lo fue. Tanto que le abrieron la cara como a un saco de maíz rajado. Estaba inspirado. Un par de whiskys, el anhelo de convertirse aquella noche en un chico de palabras de amarre y una buena resaca. Pero acabó mirando cómo se encendía primero el uno, luego el dos, después el tres y más tarde el cuatro. 500 kilos para seis personas.

La cara no le paraba de sangrar. Mirándose al espejo del ascensor sentía lástima y un poco de fascinación. Se apretaba la brecha de su ceja izquierda para ver cómo salía más sangre. Subía una ceja, bajaba la cabeza y se imaginaba en la última escena de un western en el que John Wayne pasaba de ser el hombre bueno al tipo malo. Aunque todo aquello no había sido muy buena idea. La última vez que la vio, aunque también fue la única y la primera, por mucho que él se empeñara en contar que ella no paraba de llamarle, acabó con fuego cruzado. La chica lo había hecho todo bien. Ni siquiera le había dado un excusa para enfadarse. Tenía aquel gesto de las personas que no pueden ser atacadas. Y sin embargo él la había insultado en la puerta de casa. No solía ir por ahí insultando a la gente, pero aquella vez había tenido uno de esos días en los que sin saber por qué tenía más sueño que el día anterior aun habiendo dormido dos horas más.

El caso es que la noche en que le reventaron la cara sintió una necesidad sedienta y hambrienta de disculpa. Aunque mancharle el ascensor de sangre sólo empeorara las cosas. Mientras los numeritos iban iluminándose y se miraba al espejo iba pensando qué decir cuando abriera la puerta después de haberla despertado. Aunque resultó más fácil de lo previsto. No tuvo que decir nada. Ella se llevó las manos a la cara y le hizo pasar por delante antes de mirar a uno y otro lado del rellano, porque eso es lo que hacen en las películas. “Me imagino cómo habría sido tu cara si en lugar de haberme presentado aquí sangrando lo hubiera hecho desnudo bajo una gabardina”. Él se quedó sentando en una silla del salón y ella se fue a buscar hielo. Lo partió en un bol y el ruido le pareció insoportable. Después lo enrolló en un trapo mientras trataba de equilibrar sus ganas de clavarle un puñetazo con los deseos de saber qué había pasado. “Me han pegado dos tipos”. Ella empezaba a hacerle presión con los hielos en la cabeza. “Ufffff. Aaaaah. No soy de los que se pegan, ¿sabes? Te lo digo de verdad. Y tampoco voy por ahí insultado a la gente. Me habría gustado llamarte. Pero no habría sido justo”. Él mismo se sujetó los hielos con una mano y ella abrió la puerta de casa para fregar las gotas de sangre que él se había ido dejando desde el ascensor hasta la silla. Malherido, notaba como si se pudiera tomar las pulsaciones solamente con el bum-bum que le retumbaba en la cabeza. El trapo se estaba llenando de sangre y por eso ella decidió que lo mejor sería que metiera la cabeza bajo el grifo. Mientras, fue a buscar una toalla y después le secó el pelo. Conservaba el rostro por el que algunas personas no pueden recibir gestos hostiles. Pasó la mano por su cabeza y lo hizo con suavidad, como si estuviera tocando el caparazón de una tortuga. Luego él se quedó dormido en el sofá con un vendaje ridículo.

El bum-bum y una serpiente de luz entre las cortinas le despertó. Ufffff. Aaaaah. Luego se levantó y se quedó esperando algún ruido. Silencio. Buscó un trozo de papel donde dejar una nota pero no se atrevió a caminar por el resto de la casa. Abrió la puerta y se fue. Primero se encendió el cuatro, luego el tres, después el dos y más tarde el uno. Se miró al espejo. Se lo quedó mirando un buen rato. No recordaba que John Wayne hubiera llevado nunca un vendaje. Bum-bum. Luego echó un vistazo a su móvil. La cabeza le iba a estallar. El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Alguien se lo perdió


Seguro que aquel día alguien se lo perdió. Alguien que estuviera trabajando. Absorto. Algún trabajador en un peaje de autopista sin radio. En alguna refinería o bajo la montaña, encerrado a cientos de metros de la superficie, en un mina. Seguro que aquel día alguien se lo perdió. Dos aviones explotando contra las torres gemelas en la hora de la siesta. Seguro que alguien estaba viendo Saber y Ganar y después vinieron las gacelas y después el bostezo y después la siesta. Mientras todo se desmoronaba, entraba el caballo de Troya y "el mundo dejaba de ser lo que hasta entonces habíamos conocido". Y resulta que nadie se lo perdió. O no lo dice. Como el gol de Messi repetido en la moviola. A las 14.45 hora española. Tan fácil como llegar a casa. Preguntar, "qué tal cariño" y quedarse alucinado. Seguro que no le gustó perdérselo. Encerrado en medio de la autopista. Manchado de carbón y con falta de oxígeno. Un espectáculo cinematográfico. Sin muerte. Como en las películas de Disney. Aviones entrando y saliendo. Fuegos artificiales. Y el mundo entero mirando a través de la televisión. Como la pelea en un bar en la que sólo puedes quedarte mirando. No para ver qué está ocurriendo, sino para contemplar qué es lo que va a suceder. 11 de septiembre de 2001. Todos lo vimos, pero seguramente aquel día alguien se lo perdió.

martes, 6 de septiembre de 2011

Cadena Perpetua

— Oye, la verdad es que no tengo ningún plan esta noche. Me apetece llegar a casa y tumbarme en el sofá. Ya sabes, una de esas noches. ¿Conoces alguna película? Una de las buenas, ya sabes.

— ¡Claro! ¿Has visto Cadena Perpetua? Es la leche.

— ¿Cadena Perpetua? ¿No es la que dirigió Frank Darabont?

— ¡Sí! Exacto. Dios... me encanta esa película. ¿Un pequeño martillito para excavar un túnel? Es una idea de locos.

— Muy buen desarrollo de la trama, tienes razón.

— Y ese poster... El de la piedrecita, ¿sabes? Dios, me encanta esa escena.

— Raquel Welch, ¿verdad?

— ¿Cómo?

— La actriz del póster, era Raquel Welch. Aquella mujer era increíble, inolvidable.

— Sí, no sé. La del póster. Cómo se les pudo ocurrir toda esa historia, ¿verdad?

— En verdad la película está inspirada en un relato de Stephen King, con algunas pequeñas modificaciones.

— Ya, sí. Claro. Pero la relación entre los personajes. Hay una frase... Una frase sobre los pájaros que no pueden ser enjaulados, porque sus plumas son demasiado hermosas. Esa escena me parte el corazón. Y aquel hombre anciano, Brooks, y su pájaro. Pobres. Ese tal Darabont es un gran director.

— ¿Te gusta? Yo no lo tengo tan claro, ¿cuáles crees que son sus mejores películas?

— ¿Las mejores? No sé... tiene muchas, me gustan todas.

— ¿Ninguna en especial?

— Sí, claro, Cadena Perpetua, ya te lo he dicho.

— Ya, no sé. La Niebla y The Majestic me dejaron bastante frío. Por no hablar de las cosas que le salen por la boca al preso de la Milla Verde. Y The Walking Dead, zombies... empiezo a creer que lo que hizo con el guión de Cadena Perpetua fue un golpe de gracia. Aunque sin embargo los críticos me dan la razón, aquel año no consiguió ningún Oscar. Se los llevó todos Forrest Gump.

— Pero son Tim Robbins y Morgan Freeman, tío. En su mejor estado de forma.

— Ya... no sé. La película me gusta, de verdad. Pero no, no sé... no es mi favorita.

— ¿No?

— No. La verdad es que cuando empiezas a saber algo de cine ves las películas... no sé, con otro ojo.

— ¿Otro ojo? ¿Cuál?

— Otro. Es como graduarse la vista. Te mejora. Te fijas en los detalles. Pero respeto a la gente que no está tan interesada.

— ¿Como yo?

— No. No. Sí. No. No sé.

— Adoro esa película, ¿vale? Quizás no sé mucho sobre cine. Pero sé que es una película alucinante.

— Y yo lo respeto.

— Pues déjalo ya, ¿vale? Es mi maldita película favorita. Así que cállate. Y si pudiera hacerlo, la volvería a ver esta noche. Una y mil veces más. Y eso es algo insustituible para mí.