miércoles, 28 de diciembre de 2011

Inocentada

—Ignacio, ¿puede venir un segundo a mi despacho?

—Sí, claro. Ya voy.

….

—Verá. Es duro comunicarle esto.

—¿De qué se trata?

—En la empresa estamos descontentos con su trabajo.

—¿Descontentos? ¿Por qué? ¿Porque no sonrío?

—No. Su trabajo se ha vuelto ineficiente en los últimos años. Le produce usted a la empresa un coste inasumible.

—Venga ya.

—Ignacio, le estoy hablando completamente en serio.

—Si, ya, claro. ¿Y qué día es hoy?

—¿Cómo?

—¡Hoy es 28 de diciembre! ¡Día de los Inocentes!

—Es verdad, pero...

—Ya, ya. Que os he pillado, ¡cachondos!

—Ignacio, yo estaba hablando completamente en serio. No se lo tome usted a broma.

—Sí... ya, ya, claro, claro. Mire como me levanto de la silla. ¿La ve? ¡Pues ahora la voy a lanzar contra el cristal!

—¡No!

—Si usted fuera en serio me dejaría hacerlo. ¡Cazado!

—¡No se lo dejaríamos hacer!

—¿Y esto? ¿Mear sobre su escritorio? Fernández lo hizo.

—Claro. Antes de ser despedido.

—¿Y si lo hago de broma? Por el día de los Inocentes.

—Verá, Ignacio. A esto es a lo que nos referimos.

—¿A mear sobre el escritorio?

—¡No! A que usted nunca se toma nada en serio.

—Pero hombre, es que hoy...

—Hoy es miércoles, Ignacio. Nada más. Un día cualquiera.

—¿Y estoy despedido?

—Sí. Me temo que sí.

—Ja ja ja.

—No se ría.

—¿Por qué?

—Nadie suele reírse.

—Verá (y le estoy siguiendo el juego), si me despide hoy, no cobraré la extra.

—Sí la cobrará. De eso no se preocupe.

—Es usted un pillo.

—¿Qué?

—Vale, le sigo el juego.

—No tiene usted que seguirme el juego.

—De acuerdo, entonces, ¿qué quiere que haga?

—Que salga. Llévese sus cosas. Y no vuelva mañana.

—Muy bien, señor (nadie puede ver que le estoy guiñando el ojo).

—No me guiñe el ojo. Váyase, no vuelva mañana.

—¡Chavales, escuchadme, me han dado fiesta mañana! ¡Imbéciles!

lunes, 26 de diciembre de 2011

La mantequilla

Los dos cadáveres uno encima del otro. Un charco de sangre saliendo del reguero de sus brazos y navajazos como grietas en el hielo por todo su pecho. Una secuencia de movimientos desesperados en los últimos minutos antes de desplomarse. En el depósito, el cuerpo tenía un aspecto pálido. El hombre no lo había logrado. Ahora estaba ahí, sobre un cajón de metal envuelto en un saco negro etiquetado con números y letras mayúsculas. Él lo veía ahí, inmóvil, inerte, tranquilo. Seguramente antes de que todo sucediera, pensaba él, el hombre, de aspecto judío, caminaría por la calle ordenando sus pensamientos. Ocupando sus preciados y últimos minutos de vida en ocurrencias banales. En el susurrar de una canción absurda en el autobús y en un leve recuerdo de la noche de sexo del día anterior. Ahora estaba ahí, muerto. Por la mañana desayunando tostadas sin mantequilla para no engordar. Y sólo unas horas más tarde, acuchillado. Él lo miraba sin conseguir acostumbrarse a la muerte. Obsesionado por si sus últimos minutos de vida serían igual e ignorantemente desperdiciados. Como les pasaba a todos. En eso pensaba durante semanas. Casi no había dormido cuando terminó sus ocho horas de trabajo aquel día. Se puso la ropa de calle y continuó pensando en aquel hombre. En las cuchilladas. En el rostro inexpresivo. Ordenaba sus pensamientos sin levantar la cabeza. Sin prestar atención. Sin mirar a un lado y a otro. Sin reaccionar antes de que un coche se lo llevara por delante.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Oportunidades

—Qué tal

—Hola

—¿Va a venir tu amiga?

—¿Qué amiga?

—Aquella... aquella morena.

—¿Claudia?

—Sí, eso. Claudia. Claudia Romero Escobar, ¿verdad?

—Woau.

—Facebook.

—Claro, Facebook.

—¿Va a venir?

—Creo que sí.

—Qué bien.

—¿Quieres que venga?

—No. Sin más, sin más, preguntaba.

—Supongo que vendrá con su novio.

—¿Su novio?¿Tiene novio?

—¿Qué más te da, no?

—Eso es, qué más me da. Simplemente preguntaba.

—Creo que lo dejaron hace no mucho.

—Ah.

—Así que no sé si vendrá con él o lo habrán dejado definitivamente.

—Ya.

—¿Quieres que le diga algo de ti?

—¿Qué?¿Algo de mí? No, no, no.

—No soy tonta. Sé que te gusta.

—No me gusta. Sin más. Me parece una chica maja.

—¿Maja? Anda ya. Te parece algo más que maja.

—No lo sé. Es que no la conozco.

—Ya, claro. Por eso te sabes todos sus apellidos.

—Es por Facebook, ya te lo he dicho.

—¿Tus amigos saben quién es?

—¿Mis amigos?

—Sí.

—Algunos.

—Osea que les has hablado de ella. Y ni siquiera la conoces.

—Un día lo comenté. Me llamó la atención. Simplemente eso.

—Yo creo que a ella le gustarías.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Por qué?

—No te lo puedo decir.

—¿Cómo que no me lo puedes decir?

—Primero conócela y luego ya hablaremos.

—¿Te ha dicho algo de mí?

—Qué va.

—¿Entonces por qué crees que le gustaría?

—No lo sé. Ni siquiera sé si tiene novio.

—Ya.

—Mírala.

—¿Qué?

—Que ahí está. Acaba de entrar. Y viene sola.

—Aham.

—Osea que...

—Ya.

—Adelante.

—No, no. No pienso ir a decirle nada. Prefiero que sea ella...

—Déjate de estupideces. Nosotras nunca vamos a ser las primeras.

—¿Qué le digo?

—No lo sé.

—¿El tiempo?

—Si le hablas del tiempo no duras ni el primer asalto.

—Qué hago.

—Sé tu mismo.

—Si soy yo mismo se marchará corriendo.

—No. Te conozco bien. Le gustarás.

—No sé...

—Vamos hombre.

—Déjame. Ya voy solo.

—Espera.

—¿Qué?

—Espera.

—¿Qué pasa?

—¿Ves a ese de allí?

—Sí.

—Pues es su novio.

—Ah.

—Osea que...

—Ya.

—¿Qué quieres tomar?

martes, 20 de diciembre de 2011

Colacao

—¿Te encuentras bien?

—No.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Quieres hablar?

—No me apetece. En serio.

—¿Quieres que te prepare un Colacao caliente como a ti te gusta?

—No. Tengo sueño.

—Vale. ¿Una manzanilla? ¿Algo?

—No, en serio. No quiero nada.

—Vale.

—Me voy a la cama.

—Que descanses.

—¿No vienes?

—¿Eh?

—¿No vienes? Te he dicho que no estoy bien.

—Pero es que son las diez de la noche.

—Vale vale, tú verás.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No, ahora no. Ahora ya no hace falta. Ahora que te lo he preguntado...

—No sé. No sé que puedo hacer.

—No puedes hacer nada. ¡Nunca puedes!

—Es eso es a lo que me refiero.

—¿A qué?

—Cuando yo estoy enfermo no necesito que me hagas nada.

—Porque los hombres sois así de simples.

—No. Simplemente estamos enfermos, y ya. No necesitamos activar una bomba atómica. Seguro que Jesucristo tenía un catarro cuando fue crucificado y no dijo nada. No era relevante.

—¿Yo soy una bomba atómica?

—No me refería a ti.

—Claro que te referías a mí.

—Bueno, sí, me refería a ti. Es que no entiendo qué necesitas de mí cuando estás mal. ¿Quieres destrozarme una silla en la espalda? Toma, hazlo.

—Deja la silla en su sitio. Nos la regaló mi madre.

—Claro.

—¿Qué?

—Nada.

—¿Es por mi madre?

—¡Yo no he dicho nada!

—¡Nunca dices nada!

—¡No he dicho nada!

—Pues que sepas que mi madre te quiere mucho.

—Lo siento, yo también la quiero. Pero tuve que casarme contigo.

—Eres imbécil.

—Es cierto. Soy un imbécil. Iba a prepararte un Colacao. Pienso quedarme aquí viendo la tele mientras tú te vas a dormir. Y, mira por donde, echan el resumen del Barcelona.

—Haz lo que quieras. No me gusta que discutamos así.

—A mí tampoco.

—Parecemos críos de cinco años.

—Yo era mucho mejor crío con cinco años.

—Cállate. ¿Me perdonas?

—Perdonada.

—Es que hay días...

—Estás enferma. No pasa nada.

—¿Vamos a la cama?

—¿VAMOS A LA CAMA? ¡Sí! Después de discutir siempre...

—No me equivocaba, eres imbécil.

martes, 13 de diciembre de 2011

El futuro

Se acercó al espejo para descubrir qué iba a ser de él dentro de 25 años. Si continuaría siendo tan feliz. Y se reconoció solo, sin la persona con la que por aquel entonces compartía los desayunos desde hacía tres años. Luego se lo pensó dos veces, y la dejó. Le contó que lo suyo no tenía futuro.

Desde aquel suceso pasaron después 25 años y se sucedieron 9.125 desayunos más. Efectivamente, el espejo tenía razón: ahora estaba solo. Desesperado. Removiendo un tazón de cereales. Preguntándose si las cosas habrían sido iguales de no haber mirado en aquel pozo sin futuro.