Se armó de papel y bolígrafo. Se
encerró en una habitación y solamente dejó encendida una lámpara.
En un mes, tuvo lista la historia de su vida. Su alegre infancia. Su
dura adolescencia. Sus desamores. Sus fracasos. Sus victorias. Un
volumen de 200 páginas que encuadernó, numeró, corrigió durante
un mes y dio nombre. 'Cuidado'.
En la empresa en la que trabajaba
anteriormente, un lunes, el gerente le llamó a su despachó y le
dejó que abriera él mismo un sobre que llevaba su nombre. Lo miró
sobre la mesa, se lo llevó a las manos y lo abrió.
“Desafortunadamente, la empresa ha decidido...”, comenzaba la
carta, que anunciaba su despido.
Dos meses habían pasado desde
entonces. Ahora, con su vida bajo el brazo, golpeó con los nudillos
puertas de editores que no llegaron a abrirse y otras que sí lo
hicieron. Le invitaron a pasar, le dijeron que dejara el libro en
recepción y después ya no sabía nada más. Le habían llamado de
un par de lugares, pequeñas editoras en busca de nuevos talentos.
“Siéntese en la silla, por favor”, le habían sugerido en un par
de ocasiones, a lo que continuaba, de nuevo, un “desafortunadamente”.
Una vez, un hombre de gafas, pero sin
un meñique en su mano izquierda, le dio un consejo. “Amigo, trate
de convertir esa historia que quiere transmitir en algo grande. Haga
que la chica de las uñas azules regrese. Dele al lector un respiro.
No convierta todo en un profundo agujero de mierda”. Se apretaron
las manos, y se marchó.
Lo del libro no funcionaba. Ya no
quedaban copias de las treinta que había imprimido. Y se marchó a
un bar, donde una noche consiguió olvidar por completo la habitación
sin ventilar en la que se había convertido su vida. Todos los
borrachos de la barra lo pudieron escuchar. “No voy a seguir. Lo
dejo. ¿Me estáis escuchando? A la mierda”.
Por la mañana, compró el periódico,
zumo para la resaca y un rotulador. Y llamó al taller donde
necesitaban “una mano con los envíos”. Hecho. Empezaba la semana
que viene. Impoluto, se presentó a tiempo en su primer día y
condujo el coche por toda la ciudad. “¿Eres el nuevo?”, le
preguntaron después de que las puertas se abrieran. Ocho horas, y
llegó el segundo día.
Conoció a Van Gogh. Su compañero, no
el pintor. Él no era pelirrojo. Un perro le arrancó la oreja de
pequeño y sus compañeros de instituto hicieron el resto con el
apodo. “Verás, yo casi no recuerdo nada de aquel día. Me toqué
la oreja y la mano se llenó de sangre. Vi cómo el perro se la
comía”. Se señaló a la oreja, que ya no estaba. “Y tú, ¿cuál
es la historia de tu vida?”, le preguntó. Aquella noche, imprimió
una copia más, y al día siguiente se la llevó grapada.
Dos semanas después, coincidieron de
nuevo en un envío.Tras una hora de silencio, se atrevió.
-¿Qué te pareció?
-¿Eh?
-El libro.
-Ah. Me gustó.
-Pero.
-Pero... le falta una historia de amor.
-Joder.
Fueron los últimos en abandonar el
taller. Lo cerraron todo, apagaron las luces y se fueron al bar de la
esquina. Allí estaba la hermana de Van Gogh. Su compañero, no el
pintor. Pelirroja. “¿Cómo puede ser que tú seas pelirroja y él
no?”, le dijo después de las presentaciones. En una esquina, los
tres bebieron whisky y cerveza. Jugaron a dardos. Y pidieron otra
ronda. Hasta que el hermano mayor tuvo que salir fuera a coger aire.
“¿Van Gogh era alcohólico?”, soltó él, agotando la broma.
“Déjalo”, le contestó ella, antes de ser interrumpida por su
hermano, que asomó la cabeza por la puerta. “Os dejo, la cena no
me ha sentado muy bien”.
Ebrios, cogieron de nuevo los dardos y
jugaron a disparar tapándose un ojo. Luego los dos. Hasta que el
tiro se fue desviado y uno de los camareros terminó sangrando por la
nariz. Fuera, con los abrigos en la mano, hablaron por primera vez de
sus vidas. Del miedo a la muerte. De la religión. Del sexo. Del
tabaco. Y de los dentistas.
Y de su libro.
La llevó a casa. Ella le obligó. Le
forzó a imprimirle una copia. “A tu hermano no le gustó nada”,
le advirtió en la puerta, mientras se marchaba con los folios bajo
el brazo. Un beso y la noche terminó ahí.
Un calor insoportable lo despertó al
día siguiente. Bajó a por zumo. Y mientras pagaba, recibió un
mensaje. “No puedes negarle una cita a una chica que ha pasado la
noche en vela leyendo tu libro”. Quedaron. Ella pidió café y él
un zumo de naranja.
-¿Ves mis ojeras? Son por tu culpa.
También el café es por tu culpa.
-¿No has dormido nada?
-No. Hace un calor horrible.
-Yo casi no he podido pegar ojo.
-Me ha encantado.
-¿Qué?
-El libro. Me ha encantado.
-Gracias.
-Es tu vida, ¿verdad?
-Sí.
-Es triste. Pero es real.
-Yo...
-Escucha, ¿puedo decirte una cosa?
-Claro.
-Me gustaría salir en tu libro.
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