sábado, 21 de enero de 2012

Gemelos

Eran como dos gotas de agua. Desde que nacieron, sus padres les pusieron la misma ropa y les dio igual si llamaban a uno o a otro si al final cualquiera de los dos ponía la mesa. Después fueron creciendo y los gemelos se dejaron uno el pelo más largo que el otro. Y resultó que el hermano de pelo corto alcanzó un gran éxito con las mujeres en su paso por la universidad. Su gemelo, sin embargo, veía pasar el tren del amor y la lujuria desde la grada. Incluso su hermano sacaba mejores notas, el pelo le crecía más fuerte, ganaba en los juegos de habilidad y era infinitamente mejor que él jugando a fútbol. Una vez, para probar, cogió el móvil de su hermano y quedó con la que por aquel entonces era su novia. Y cuando el truco había funcionado, sentados en un parque, sacó la lengua para besarla. Ella le apartó. “¡Parece que no has besado en tu vida!”, le dijo, y se marchó por donde había venido. Su hermano era, a todas luces, el hijo favorito del Creador. A él le tocaba ser la pieza en stock, la segunda bolsa que se queda atrapada en la máquina expendedora, la versión no actualizada del sistema, el doble para las escenas de acción, el suplente, el borrador, la cara oculta de la Luna, la oferta de regalo al comprar dos latas de atún. Y nadie le había conseguido explicar nunca la razón. El motivo por el que su hermano gemelo era infinitamente más afortunado que él. Hasta que un día su madre, que le había escuchado llorar desde el pasillo, entró a su cuarto y se sentó junto a su lado. Las manos sobre el delantal. Y le explicó, con el mayor tacto del mundo, que era adoptado.

lunes, 16 de enero de 2012

Los contras

Le abrió la puerta al salir. Le dio besos al llegar a casa. Le hizo la cena. Fregó los platos. Condujo durante más de seis horas hasta Barcelona. Intentó no pisar los baches para que no se despertara. La llevó a conciertos de grupos que no conocía. Le dijo que su arroz estaba muy bueno. Que el vestido le quedaba muy bien. Le subió en brazos por las escaleras. Dejó de ver el fútbol los fines de semana. Vio series de mujeres desesperadas. Le colgó para llamarle él. Le dio la razón en varias discusiones. Le dijo que le seguiría al fin del mundo. Le prometió que bebería menos. Le dijo que se lo había pasado bien con sus amigas. Pagó las entradas del cine. Se fue a casa antes de tiempo. Le acompañó hasta la puerta. Vio cómo ella se quedaba dormida con su película favorita. Le dio igual contagiarse con un beso. Le dio su abrigo en una noche heladora. Le dijo que aquella chica no era para nada atractiva. Le contó cosas que nadie sabía. Votó a un partido diferente. Le dio suaves y prolongados masajes. Nunca gritó. Aceptó nombres ficticios horribles para sus hijos. Puso en Facebook que tenía una relación sentimental con ella. Le escribió poesía. Se gastó dinero en un candado. Le dejó toda la manta para ella. Aceptó un día malo. Le llevó a cenar. Le escuchó con paciencia. Le cogió de la mano. Le dijo que dejarle había sido la decisión más difícil de su vida.

miércoles, 11 de enero de 2012

El silencio

Ella estaba en el balcón mientras la música sonaba. El resto lanzaba dardos contra una pared repleta de globos y tres tíos bebían chupitos boca abajo tumbados sobre una cama. Él la vio con una bolsa llena de trozos de pan. Los tiraba a la calle. “¿No se acerca ninguna paloma?”, le preguntó mientras se subía los cuellos y resoplaba con el frío callejero. Ella se encogió de hombros. No dijo ni una palabra. Después le acercó un vaso lleno de whisky. “¿No estará envenenado?”, le preguntó. Ella arqueó con intriga una ceja, mientras él se llevaba el vaso a la boca. Dio un trago. Se pasó la lengua por los labios. La miró fijamente. Y comenzó a toser. Se agarró la garganta con las manos. Luego se dio golpes contra el pecho. Se agachó. Se puso de rodillas. Y se quedó tendido sobre el suelo. Ella no dijo ni una palabra. Hasta que él abrió un ojo. Y le sacó la lengua. Los dos rompieron a reír.

El móvil estaba en su bolsillo derecho. Lo sacó desde el suelo, sin moverse. Tecleó unas cuantas palabras. Después se oyó algo vibrar. Ella se llevó la mano a su bolso y sacó un móvil. Se le iluminó la cara. Literalmente. Le miró a él, tendido en el suelo, haciéndose el muerto. “Estoy muerto. Has sido tú”, ponía en la pantalla. “¿Me perdonas? Estabas asustando a las palomas”, contestó ella. “Todos sabrán que has sido tú”. “Lo negaré”. “El FBI puede ver lo que escribimos”. “Tiraré el móvil al río”. “Pero encontrarán tu ADN”. “¿Mi ADN?”. “Por todo mi cuerpo”.

Entonces, ella entró dentro y él se quedó allí tumbado.

viernes, 6 de enero de 2012

Una llamada perdida

—¿Sí?

—¿Pablo?

—¿Qué pasa?

—¿Estás dormido?

—No, claro que no. Hablo en sueños.

—Perdona que te llame a estas horas.

—¿Qué pasa?

—Escucha, yo...

—¿Qué demonios pasa?

—He besado a un chico.

—¿Y para eso me llamas?

—¿Qué?

—¿Me despiertas para eso?

—Joder, Pablo, he besado a un tipo.

—¿Y por qué no me llamas mañana?

—Porque lo he besado hace 10 minutos. Lo siento mucho yo iba a...

—No, yo lo siento por ti.

—¿Qué?

—Que yo lo siento por ti. Lo mío tiene fácil solución.

—¿No te vas a enfadar?

—¿Enfadarme? ¿Por qué?

—Tú me quieres.

—Claro que te quiero. Pero has sido tú la que lo ha cagado. No es mi problema.

—¿No me vas a gritar?

—Es eso lo que más te preocupa, ¿que te grite?

—No quiero que me grites.

—No te gritaré. Quiero dormirme.

—Yo...

—Verás. No importa. Se te pasará con el tiempo. Descubrirás que no eres una zorra.

—No lo soy.

—Lo sé.

—No te volveré a llamar a estas horas.

—No me volverás a llamar.

—¿Qué?

—No me volverás a llamar.

—¿Nunca?

—No. No lo harás. Sé que estás arrepentida. Pero, joder, ¿a quién se le ocurre
despertar a su novio para decirle que le ha puesto los cuernos?

—Lo sé, yo...

—¿Era guapo?

—¿Qué?

—El tipo. ¿Era guapo?

—Sí. No sé. Creo que sí.

—¿Más guapo que yo?

—¡No, nunca!

—Qué imbécil.

—No me trates así.

—Yo te habría puesto los cuernos con una mujer mucho más guapa que tú. Joder, lo habría hecho. Te habría tenido respeto.

—No era feo.

—Eso espero. Joder, si pasa el tiempo y descubro quién era ese tipo... Si descubro que era rematadamente feo voy a volverme loco.

—No es feo. Te lo prometo.

—Júralo.

—Juro que no es feo.

—¿Está alguna amiga tuya por ahí?

—Sí. Sara. ¿Para qué?

—Dile que se ponga.

—¿Qué?

—¡Dile que se ponga! ¿Sara? ¿Sara? ¿Sara?

—Sí.

—¿Sara?

—Sí.

—Escucha.

—Dime.

—Aquel tipo. ¿Era más feo que yo?

—Bueno...

—No me mientas, ¿era más feo que yo?

—No, era más guapo.

—¡No me mientas! No le mires a ella a los ojos. Escucha. Era más feo, ¿verdad?

—Sí.

—¡Lo sabía!

—Escucha, Pablo. Tú eres rematadamente guapo.

—Espero serlo más que ese tipo.

—Por supuesto. Lo superarás, Pablo.

—Claro que lo superaré.

—Tendrás que salir adelante.

—Claro que lo haré. Me habéis despertado, ¿sabes?

—Lo siento. Fue idea mía.

—¿Que se liara con aquel tipo?

—¡No! Llamarte.

—Peor todavía.

—Perdona por haberte despertado para esto. De verdad que lo siento.

—No importa.

—Lo siento.

—Oye.

—Qué.

—¿De verdad crees que soy rematadamente guapo?

—Claro que sí.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y qué haces mañana?