viernes, 27 de julio de 2012

La historia de su vida

Se armó de papel y bolígrafo. Se encerró en una habitación y solamente dejó encendida una lámpara. En un mes, tuvo lista la historia de su vida. Su alegre infancia. Su dura adolescencia. Sus desamores. Sus fracasos. Sus victorias. Un volumen de 200 páginas que encuadernó, numeró, corrigió durante un mes y dio nombre. 'Cuidado'.

En la empresa en la que trabajaba anteriormente, un lunes, el gerente le llamó a su despachó y le dejó que abriera él mismo un sobre que llevaba su nombre. Lo miró sobre la mesa, se lo llevó a las manos y lo abrió. “Desafortunadamente, la empresa ha decidido...”, comenzaba la carta, que anunciaba su despido.

Dos meses habían pasado desde entonces. Ahora, con su vida bajo el brazo, golpeó con los nudillos puertas de editores que no llegaron a abrirse y otras que sí lo hicieron. Le invitaron a pasar, le dijeron que dejara el libro en recepción y después ya no sabía nada más. Le habían llamado de un par de lugares, pequeñas editoras en busca de nuevos talentos. “Siéntese en la silla, por favor”, le habían sugerido en un par de ocasiones, a lo que continuaba, de nuevo, un “desafortunadamente”.

Una vez, un hombre de gafas, pero sin un meñique en su mano izquierda, le dio un consejo. “Amigo, trate de convertir esa historia que quiere transmitir en algo grande. Haga que la chica de las uñas azules regrese. Dele al lector un respiro. No convierta todo en un profundo agujero de mierda”. Se apretaron las manos, y se marchó.

Lo del libro no funcionaba. Ya no quedaban copias de las treinta que había imprimido. Y se marchó a un bar, donde una noche consiguió olvidar por completo la habitación sin ventilar en la que se había convertido su vida. Todos los borrachos de la barra lo pudieron escuchar. “No voy a seguir. Lo dejo. ¿Me estáis escuchando? A la mierda”.

Por la mañana, compró el periódico, zumo para la resaca y un rotulador. Y llamó al taller donde necesitaban “una mano con los envíos”. Hecho. Empezaba la semana que viene. Impoluto, se presentó a tiempo en su primer día y condujo el coche por toda la ciudad. “¿Eres el nuevo?”, le preguntaron después de que las puertas se abrieran. Ocho horas, y llegó el segundo día.

Conoció a Van Gogh. Su compañero, no el pintor. Él no era pelirrojo. Un perro le arrancó la oreja de pequeño y sus compañeros de instituto hicieron el resto con el apodo. “Verás, yo casi no recuerdo nada de aquel día. Me toqué la oreja y la mano se llenó de sangre. Vi cómo el perro se la comía”. Se señaló a la oreja, que ya no estaba. “Y tú, ¿cuál es la historia de tu vida?”, le preguntó. Aquella noche, imprimió una copia más, y al día siguiente se la llevó grapada.

Dos semanas después, coincidieron de nuevo en un envío.Tras una hora de silencio, se atrevió.

-¿Qué te pareció?
-¿Eh?
-El libro.
-Ah. Me gustó.
-Pero.
-Pero... le falta una historia de amor.
-Joder.

Fueron los últimos en abandonar el taller. Lo cerraron todo, apagaron las luces y se fueron al bar de la esquina. Allí estaba la hermana de Van Gogh. Su compañero, no el pintor. Pelirroja. “¿Cómo puede ser que tú seas pelirroja y él no?”, le dijo después de las presentaciones. En una esquina, los tres bebieron whisky y cerveza. Jugaron a dardos. Y pidieron otra ronda. Hasta que el hermano mayor tuvo que salir fuera a coger aire. “¿Van Gogh era alcohólico?”, soltó él, agotando la broma. “Déjalo”, le contestó ella, antes de ser interrumpida por su hermano, que asomó la cabeza por la puerta. “Os dejo, la cena no me ha sentado muy bien”.

Ebrios, cogieron de nuevo los dardos y jugaron a disparar tapándose un ojo. Luego los dos. Hasta que el tiro se fue desviado y uno de los camareros terminó sangrando por la nariz. Fuera, con los abrigos en la mano, hablaron por primera vez de sus vidas. Del miedo a la muerte. De la religión. Del sexo. Del tabaco. Y de los dentistas.

Y de su libro.

La llevó a casa. Ella le obligó. Le forzó a imprimirle una copia. “A tu hermano no le gustó nada”, le advirtió en la puerta, mientras se marchaba con los folios bajo el brazo. Un beso y la noche terminó ahí.

Un calor insoportable lo despertó al día siguiente. Bajó a por zumo. Y mientras pagaba, recibió un mensaje. “No puedes negarle una cita a una chica que ha pasado la noche en vela leyendo tu libro”. Quedaron. Ella pidió café y él un zumo de naranja.

-¿Ves mis ojeras? Son por tu culpa. También el café es por tu culpa.

-¿No has dormido nada?

-No. Hace un calor horrible.

-Yo casi no he podido pegar ojo.

-Me ha encantado.

-¿Qué?

-El libro. Me ha encantado.

-Gracias.

-Es tu vida, ¿verdad?

-Sí.

-Es triste. Pero es real.

-Yo...

-Escucha, ¿puedo decirte una cosa?

-Claro.

-Me gustaría salir en tu libro.

lunes, 23 de julio de 2012

El reflejo

La veía siempre dos filas más allá, en el segundo asiento, justo detrás de la mujer del bolso y el hombre canoso. Con la camisa de flores, el pantalón roto por las rodillas y una pulsera africana. Todas las mañanas. En el reflejo la observaba durante minutos, hasta que le tocaba disimular que miraba a la calle a través del cristal. Cada uno de los días, imaginaba cómo sería su voz, su risa, si sería zurda o diestra y qué canción era la que escuchaba en su mp3.

Cuando pasaron los meses, su imaginación había creado una personalidad completa. Tanto es así que comenzó a soñar con ella. Primero los lunes. Luego los viernes. Y después los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Y algún sábado. Soñaba que la llevaba a tirar piedras al río. A hacer puenting. A comerse un pollo asado en un acantilado. Soñaba que le llenaba toda la cara de nata mientras se dormía. Que conversaban bajo los aspersores. Que compraban libros y fascículos religiosos en un mercadillo.

Lo creó todo su mente. Él ni siquiera tenía que pensar en ella antes de irse a dormir. De una forma inconsciente, alcanzó una relación de ocho horas al día. Sin discusiones. En lugares como Roma, Londres, Valladolid, la Luna o Teruel. Y al despertar, ningún problema de la vida en pareja le incomodaba. Hacía vida normal. Y al subirse al autobús, allí seguía ella, como si no se hubiera enterado de nada. Como el primer día. Escuchando música, con el pantalón roto y con sus camisas de flores.

Hasta que un día, el autobús subió de precio. Lo ponía en un cartel. DIEZ CÉNTIMOS. “¿Diez céntimos?”, preguntaron a la vez. “Sí, diez céntimos”, contestó el revisor. Pagaron, y siguieron. Caminando hasta los asientos. En una discusión acalorada en la que estaban de acuerdo. Indignados como se encontraban los dos. Hasta que el viaje siguió su curso. Y le escuchó hablar. Y le miró a la cara. Y le preguntó su nombre. Y le contestó que Marta. Y que estaba encantada.

Y entonces todo comenzó a complicarse.

martes, 3 de julio de 2012

La herida

Tiene algo de sacarse una bala del cuerpo. De pegarse un trago de whisky. De escupirse en la herida. De quedarse tocado. De haber perdido en un duelo, en el que el brazo ha sido más lento que los reflejos del adversario.