Un día antes de llegar a la ciudad, la mujer del gobernador llamó a la peluquería de Joaquina para saber si sería posible que ella, la jefa, le peinara dos horas antes de la cena de final de año. Una cena con altos mandatarios, hijos vestidos de militar y mujeres empolvadas. Claro, ella dijo que sí. Colgó temblando el teléfono y se quedó mirando al suelo durante varios minutos. Luego reaccionó, tuvo un escalofrío y sólo dijo una cosa: "El día 31, aquí no se coge fiesta ni el tato".
Cerró la peluquería a las ocho de la tarde. Estuvo mirando la fecha de caducidad de los botes de champú del escaparate, pasó la escobilla al váter y puso un par de calendarios del 2011 sobre el mostrador. Luego llamó a Herminia para que al día siguiente, por la mañana, no olvidara limpiar los espejos después de pasar el aspirador a todo el suelo. "El aspirador, que no la escoba, que siempre se quedan pelos".
Cuando llegó a casa, Casimiro estaba destrozado. Algunos días, cuando no le apetecía deambular por las calles con su taxi, solía irse al aeropuerto para cazar algún guiri despistado. La espera era larga hasta que llegaba su turno entre tanto caza-cliente. Puede que casi de una hora. Pero el destino del recién aterrizado solía ser tan suculento que la espera merecía le pena. Aquel día, sin embargo, la viajera que se montó resultó ser de la ciudad y no viajó más de unas pocas manzanas. El resultado fue un tiempo y un dinero perdidos.
Joaquina dio su buena nueva nada más entrar por la puerta. "Casimiro, que viene la mujer del gobernador, que viene. ¡Que ha llamado a la peluquería, que quiere que la peine yo!". "¿Y esa quién es?", le dijo él. "¿Pero tú no lees las revistas? La rubia alta, la de los caballos y los perros". "¿Y qué tal paga?". "Le haré un precio especial, a ver si después vienen sus amigas". "Ya me pasaré por allí, que vea lo que es un buen claxon".
Casimiro tenía una afición extraña. Se aburría, se aburría soberanamente en el taxi. Pero una cosa le alegraba los días. Cuando salía de casa después de comer, se calzaba la gorra y después de darle un beso a Joaquina siempre le decía: "A las ocho, cariño, paso por la peluquería y te toco la bocina. Para que sepas que estoy bien".
Joaquina casi nunca oía la bocina de su marido. Entre secadores y tertulias del corazón nunca se podía oír lo que pasaba ahí fuera. Una vez un gato se suicidó desde un quinto piso y cayó sobre el cristal de un coche, que justo en ese momento se encontraba ocupado por un hombre y una mujer. El felino resultó tener tal sobrepeso que rompió la luna del vehículo y ambos pasajeros quedaron gravemente asustados. Dentro, Joaquina se enteró de lo ocurrido al día siguiente. Nunca escuchaba el bocinazo de Casimiro. Y siempre, al volver, le daba un beso a su marido y le decía que sí, "cariño", que le había oído al pasar, “como siempre”.
Aquel día, cuando la peluquera llegó a casa y dio la noticia de la mujer del gobernador a su marido, lo primero en lo que pensó fue en el claxon. En un prologando y estruendoso bocinazo elegido para la ocasión que aquel día sí, por fin, se escucharía dentro de la peluquería y alteraría el orden de quien peinaba y sobre todo, de quien iba a ser peinada. "De verdad, cariño, es mejor que el día 31 no pases por la puerta. Ve por otros sitios, termina antes, ve a casa y espérame a que llegue yo para cenar y tomamos juntos las uvas".
Casimiro enfiló con terquedad el pasillo de su casa el último día del año y cerró la puerta sin decir adiós. Sin decir que a las ocho, "cariño", pasaría por la peluquería para tocar la bocina. Para que no se preocupara. Limpió el coche por dentro, también los cristales y usó un pequeño aspirador para quitar los pelos del asiento. Luego se fue al aeropuerto y leyó el AS durante casi una hora con la calefacción puesta.
"A la Calle del Olvido", le dijo un hombre con acento de la ciudad mientras se metía en el coche. Casimiro miró por el retrovisor y cerró la última página del periódico después de comprobar qué daban por televisión aquella noche. El destino no estaba a más de 10 minutos. Con suerte, alguien se montaría en la siguiente parada con un destino más rentable. Y si no, ya estaba cansado, se iría a casa, pondría la tele y esperaría a Joaquina para cenar y tomar las uvas juntos.
Aquel hombre con acento de la ciudad se bajó en su parada y mientras Casimiro le devolvía el cambio, un hombre a lo lejos levantó la mano mientras a su paso dejaba una nube de vapor que le salía por la nariz y la boca. Iba de negro, traje, gabardina y llevaba unos guantes. "Muy buenas tardes, a la Calle Mayor, por favor". El hombre se sentó detrás y como el taxista había estacionado en doble fila delante de un coche, los faros le deslumbraron y no acertó a ver la cara de su cliente. Casimiro se puso en marcha y enfiló la avenida principal. Parecía un buen botín.
"¿Cómo le va con el taxi en un día como éste?", dijo la voz de atrás rompiendo el silencio. "Pues tirando, tirando, como siempre", contestó él, "ya sabe". Casimiro miró primero los guantes por el retrovisor y después fue subiendo por la corbata hasta llegar a la barbilla. Eran unos ojos comunes. El gobernador se había montado en su taxi. "Tengo a mi esposa en la peluquería. Ya sabe, a nosotros nos basta con un peine y ellas necesitan estar arregladas". Casimiro no dijo nada. Sonrió y paró en todos los semáforos para comprobar si los niños que se sentaban en los asientos traseros de los coches de al lado señalaban al suyo.
Cuando llegó a la peluquería de su mujer eran las nueve de la noche. Aparcó detrás de un coche negro con los cristales tintados y se quedó hablando con el gobernador durante varios minutos. "Siempre hay que esperarlas, ¿verdad? Viene en el contrato. Siempre nos gusta que estén guapas. Me dijo que estaría lista en... unos cinco minutos. No entraré a molestarla. ¿Le importa que me quedé aquí con usted?".
"Ni mucho menos", respondió Casimiro, "quédese el tiempo que quiera". Fueron 10 minutos. La mujer del gobernador salió dándole dos besos a Joaquina mientras le apretaba efusivamente las dos manos. El político pagó religiosamente y fue a coger a su mujer del brazo. Le ayudó a meterse dentro del coche negro y el bólido salió pitando en dirección contraria. Joaquina se quedó con el brazo levantado, moviendo la mano de un lado para otro, despidiendo a su mejor clienta.
Casimiro esperaba dentro del taxi mientras lo veía todo. Como un agente secreto. Observó a Joaquina, miró al reloj y después la volvió a mirar a ella. Luego no hizo nada más. Ella apagó las luces, las peluqueras se fueron con sus familias y Joaquina se quedó recogiendo los secadores, los rulos y los peines. A las 10 de la noche todo se había acabado, sacó del bolsillo las llaves y cerró. Entonces Casimiro salió del taxi.
"¿Qué tal, cariño? ¿Cómo ha ido? ¿Qué tal el día? Pensaba que querrías que viniera a buscarte". Las luces de emergencia del taxi parpadeaban en doble fila. "Estoy molida, agotada, la verdad. Pero ha sido el mejor día de mi vida. La hemos dejado guapísima. ¿Y a que no sabes qué?". "¿Qué?", le preguntó él. "El gobernador, agárrate, ha venido a buscarle a la peluquería". Casimiro le cogió de la mano y le ayudó a bajar el escalón. “¿De verdad? Vamos, me lo cuentas por el camino".
Imagen: Eugenio Swett
Cerró la peluquería a las ocho de la tarde. Estuvo mirando la fecha de caducidad de los botes de champú del escaparate, pasó la escobilla al váter y puso un par de calendarios del 2011 sobre el mostrador. Luego llamó a Herminia para que al día siguiente, por la mañana, no olvidara limpiar los espejos después de pasar el aspirador a todo el suelo. "El aspirador, que no la escoba, que siempre se quedan pelos".
Cuando llegó a casa, Casimiro estaba destrozado. Algunos días, cuando no le apetecía deambular por las calles con su taxi, solía irse al aeropuerto para cazar algún guiri despistado. La espera era larga hasta que llegaba su turno entre tanto caza-cliente. Puede que casi de una hora. Pero el destino del recién aterrizado solía ser tan suculento que la espera merecía le pena. Aquel día, sin embargo, la viajera que se montó resultó ser de la ciudad y no viajó más de unas pocas manzanas. El resultado fue un tiempo y un dinero perdidos.
Joaquina dio su buena nueva nada más entrar por la puerta. "Casimiro, que viene la mujer del gobernador, que viene. ¡Que ha llamado a la peluquería, que quiere que la peine yo!". "¿Y esa quién es?", le dijo él. "¿Pero tú no lees las revistas? La rubia alta, la de los caballos y los perros". "¿Y qué tal paga?". "Le haré un precio especial, a ver si después vienen sus amigas". "Ya me pasaré por allí, que vea lo que es un buen claxon".
Casimiro tenía una afición extraña. Se aburría, se aburría soberanamente en el taxi. Pero una cosa le alegraba los días. Cuando salía de casa después de comer, se calzaba la gorra y después de darle un beso a Joaquina siempre le decía: "A las ocho, cariño, paso por la peluquería y te toco la bocina. Para que sepas que estoy bien".
Joaquina casi nunca oía la bocina de su marido. Entre secadores y tertulias del corazón nunca se podía oír lo que pasaba ahí fuera. Una vez un gato se suicidó desde un quinto piso y cayó sobre el cristal de un coche, que justo en ese momento se encontraba ocupado por un hombre y una mujer. El felino resultó tener tal sobrepeso que rompió la luna del vehículo y ambos pasajeros quedaron gravemente asustados. Dentro, Joaquina se enteró de lo ocurrido al día siguiente. Nunca escuchaba el bocinazo de Casimiro. Y siempre, al volver, le daba un beso a su marido y le decía que sí, "cariño", que le había oído al pasar, “como siempre”.
Aquel día, cuando la peluquera llegó a casa y dio la noticia de la mujer del gobernador a su marido, lo primero en lo que pensó fue en el claxon. En un prologando y estruendoso bocinazo elegido para la ocasión que aquel día sí, por fin, se escucharía dentro de la peluquería y alteraría el orden de quien peinaba y sobre todo, de quien iba a ser peinada. "De verdad, cariño, es mejor que el día 31 no pases por la puerta. Ve por otros sitios, termina antes, ve a casa y espérame a que llegue yo para cenar y tomamos juntos las uvas".
Casimiro enfiló con terquedad el pasillo de su casa el último día del año y cerró la puerta sin decir adiós. Sin decir que a las ocho, "cariño", pasaría por la peluquería para tocar la bocina. Para que no se preocupara. Limpió el coche por dentro, también los cristales y usó un pequeño aspirador para quitar los pelos del asiento. Luego se fue al aeropuerto y leyó el AS durante casi una hora con la calefacción puesta.
"A la Calle del Olvido", le dijo un hombre con acento de la ciudad mientras se metía en el coche. Casimiro miró por el retrovisor y cerró la última página del periódico después de comprobar qué daban por televisión aquella noche. El destino no estaba a más de 10 minutos. Con suerte, alguien se montaría en la siguiente parada con un destino más rentable. Y si no, ya estaba cansado, se iría a casa, pondría la tele y esperaría a Joaquina para cenar y tomar las uvas juntos.
Aquel hombre con acento de la ciudad se bajó en su parada y mientras Casimiro le devolvía el cambio, un hombre a lo lejos levantó la mano mientras a su paso dejaba una nube de vapor que le salía por la nariz y la boca. Iba de negro, traje, gabardina y llevaba unos guantes. "Muy buenas tardes, a la Calle Mayor, por favor". El hombre se sentó detrás y como el taxista había estacionado en doble fila delante de un coche, los faros le deslumbraron y no acertó a ver la cara de su cliente. Casimiro se puso en marcha y enfiló la avenida principal. Parecía un buen botín.
"¿Cómo le va con el taxi en un día como éste?", dijo la voz de atrás rompiendo el silencio. "Pues tirando, tirando, como siempre", contestó él, "ya sabe". Casimiro miró primero los guantes por el retrovisor y después fue subiendo por la corbata hasta llegar a la barbilla. Eran unos ojos comunes. El gobernador se había montado en su taxi. "Tengo a mi esposa en la peluquería. Ya sabe, a nosotros nos basta con un peine y ellas necesitan estar arregladas". Casimiro no dijo nada. Sonrió y paró en todos los semáforos para comprobar si los niños que se sentaban en los asientos traseros de los coches de al lado señalaban al suyo.
Cuando llegó a la peluquería de su mujer eran las nueve de la noche. Aparcó detrás de un coche negro con los cristales tintados y se quedó hablando con el gobernador durante varios minutos. "Siempre hay que esperarlas, ¿verdad? Viene en el contrato. Siempre nos gusta que estén guapas. Me dijo que estaría lista en... unos cinco minutos. No entraré a molestarla. ¿Le importa que me quedé aquí con usted?".
"Ni mucho menos", respondió Casimiro, "quédese el tiempo que quiera". Fueron 10 minutos. La mujer del gobernador salió dándole dos besos a Joaquina mientras le apretaba efusivamente las dos manos. El político pagó religiosamente y fue a coger a su mujer del brazo. Le ayudó a meterse dentro del coche negro y el bólido salió pitando en dirección contraria. Joaquina se quedó con el brazo levantado, moviendo la mano de un lado para otro, despidiendo a su mejor clienta.
Casimiro esperaba dentro del taxi mientras lo veía todo. Como un agente secreto. Observó a Joaquina, miró al reloj y después la volvió a mirar a ella. Luego no hizo nada más. Ella apagó las luces, las peluqueras se fueron con sus familias y Joaquina se quedó recogiendo los secadores, los rulos y los peines. A las 10 de la noche todo se había acabado, sacó del bolsillo las llaves y cerró. Entonces Casimiro salió del taxi.
"¿Qué tal, cariño? ¿Cómo ha ido? ¿Qué tal el día? Pensaba que querrías que viniera a buscarte". Las luces de emergencia del taxi parpadeaban en doble fila. "Estoy molida, agotada, la verdad. Pero ha sido el mejor día de mi vida. La hemos dejado guapísima. ¿Y a que no sabes qué?". "¿Qué?", le preguntó él. "El gobernador, agárrate, ha venido a buscarle a la peluquería". Casimiro le cogió de la mano y le ayudó a bajar el escalón. “¿De verdad? Vamos, me lo cuentas por el camino".
Imagen: Eugenio Swett
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(L)
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