miércoles, 28 de diciembre de 2011

Inocentada

—Ignacio, ¿puede venir un segundo a mi despacho?

—Sí, claro. Ya voy.

….

—Verá. Es duro comunicarle esto.

—¿De qué se trata?

—En la empresa estamos descontentos con su trabajo.

—¿Descontentos? ¿Por qué? ¿Porque no sonrío?

—No. Su trabajo se ha vuelto ineficiente en los últimos años. Le produce usted a la empresa un coste inasumible.

—Venga ya.

—Ignacio, le estoy hablando completamente en serio.

—Si, ya, claro. ¿Y qué día es hoy?

—¿Cómo?

—¡Hoy es 28 de diciembre! ¡Día de los Inocentes!

—Es verdad, pero...

—Ya, ya. Que os he pillado, ¡cachondos!

—Ignacio, yo estaba hablando completamente en serio. No se lo tome usted a broma.

—Sí... ya, ya, claro, claro. Mire como me levanto de la silla. ¿La ve? ¡Pues ahora la voy a lanzar contra el cristal!

—¡No!

—Si usted fuera en serio me dejaría hacerlo. ¡Cazado!

—¡No se lo dejaríamos hacer!

—¿Y esto? ¿Mear sobre su escritorio? Fernández lo hizo.

—Claro. Antes de ser despedido.

—¿Y si lo hago de broma? Por el día de los Inocentes.

—Verá, Ignacio. A esto es a lo que nos referimos.

—¿A mear sobre el escritorio?

—¡No! A que usted nunca se toma nada en serio.

—Pero hombre, es que hoy...

—Hoy es miércoles, Ignacio. Nada más. Un día cualquiera.

—¿Y estoy despedido?

—Sí. Me temo que sí.

—Ja ja ja.

—No se ría.

—¿Por qué?

—Nadie suele reírse.

—Verá (y le estoy siguiendo el juego), si me despide hoy, no cobraré la extra.

—Sí la cobrará. De eso no se preocupe.

—Es usted un pillo.

—¿Qué?

—Vale, le sigo el juego.

—No tiene usted que seguirme el juego.

—De acuerdo, entonces, ¿qué quiere que haga?

—Que salga. Llévese sus cosas. Y no vuelva mañana.

—Muy bien, señor (nadie puede ver que le estoy guiñando el ojo).

—No me guiñe el ojo. Váyase, no vuelva mañana.

—¡Chavales, escuchadme, me han dado fiesta mañana! ¡Imbéciles!

lunes, 26 de diciembre de 2011

La mantequilla

Los dos cadáveres uno encima del otro. Un charco de sangre saliendo del reguero de sus brazos y navajazos como grietas en el hielo por todo su pecho. Una secuencia de movimientos desesperados en los últimos minutos antes de desplomarse. En el depósito, el cuerpo tenía un aspecto pálido. El hombre no lo había logrado. Ahora estaba ahí, sobre un cajón de metal envuelto en un saco negro etiquetado con números y letras mayúsculas. Él lo veía ahí, inmóvil, inerte, tranquilo. Seguramente antes de que todo sucediera, pensaba él, el hombre, de aspecto judío, caminaría por la calle ordenando sus pensamientos. Ocupando sus preciados y últimos minutos de vida en ocurrencias banales. En el susurrar de una canción absurda en el autobús y en un leve recuerdo de la noche de sexo del día anterior. Ahora estaba ahí, muerto. Por la mañana desayunando tostadas sin mantequilla para no engordar. Y sólo unas horas más tarde, acuchillado. Él lo miraba sin conseguir acostumbrarse a la muerte. Obsesionado por si sus últimos minutos de vida serían igual e ignorantemente desperdiciados. Como les pasaba a todos. En eso pensaba durante semanas. Casi no había dormido cuando terminó sus ocho horas de trabajo aquel día. Se puso la ropa de calle y continuó pensando en aquel hombre. En las cuchilladas. En el rostro inexpresivo. Ordenaba sus pensamientos sin levantar la cabeza. Sin prestar atención. Sin mirar a un lado y a otro. Sin reaccionar antes de que un coche se lo llevara por delante.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Oportunidades

—Qué tal

—Hola

—¿Va a venir tu amiga?

—¿Qué amiga?

—Aquella... aquella morena.

—¿Claudia?

—Sí, eso. Claudia. Claudia Romero Escobar, ¿verdad?

—Woau.

—Facebook.

—Claro, Facebook.

—¿Va a venir?

—Creo que sí.

—Qué bien.

—¿Quieres que venga?

—No. Sin más, sin más, preguntaba.

—Supongo que vendrá con su novio.

—¿Su novio?¿Tiene novio?

—¿Qué más te da, no?

—Eso es, qué más me da. Simplemente preguntaba.

—Creo que lo dejaron hace no mucho.

—Ah.

—Así que no sé si vendrá con él o lo habrán dejado definitivamente.

—Ya.

—¿Quieres que le diga algo de ti?

—¿Qué?¿Algo de mí? No, no, no.

—No soy tonta. Sé que te gusta.

—No me gusta. Sin más. Me parece una chica maja.

—¿Maja? Anda ya. Te parece algo más que maja.

—No lo sé. Es que no la conozco.

—Ya, claro. Por eso te sabes todos sus apellidos.

—Es por Facebook, ya te lo he dicho.

—¿Tus amigos saben quién es?

—¿Mis amigos?

—Sí.

—Algunos.

—Osea que les has hablado de ella. Y ni siquiera la conoces.

—Un día lo comenté. Me llamó la atención. Simplemente eso.

—Yo creo que a ella le gustarías.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Por qué?

—No te lo puedo decir.

—¿Cómo que no me lo puedes decir?

—Primero conócela y luego ya hablaremos.

—¿Te ha dicho algo de mí?

—Qué va.

—¿Entonces por qué crees que le gustaría?

—No lo sé. Ni siquiera sé si tiene novio.

—Ya.

—Mírala.

—¿Qué?

—Que ahí está. Acaba de entrar. Y viene sola.

—Aham.

—Osea que...

—Ya.

—Adelante.

—No, no. No pienso ir a decirle nada. Prefiero que sea ella...

—Déjate de estupideces. Nosotras nunca vamos a ser las primeras.

—¿Qué le digo?

—No lo sé.

—¿El tiempo?

—Si le hablas del tiempo no duras ni el primer asalto.

—Qué hago.

—Sé tu mismo.

—Si soy yo mismo se marchará corriendo.

—No. Te conozco bien. Le gustarás.

—No sé...

—Vamos hombre.

—Déjame. Ya voy solo.

—Espera.

—¿Qué?

—Espera.

—¿Qué pasa?

—¿Ves a ese de allí?

—Sí.

—Pues es su novio.

—Ah.

—Osea que...

—Ya.

—¿Qué quieres tomar?

martes, 20 de diciembre de 2011

Colacao

—¿Te encuentras bien?

—No.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Quieres hablar?

—No me apetece. En serio.

—¿Quieres que te prepare un Colacao caliente como a ti te gusta?

—No. Tengo sueño.

—Vale. ¿Una manzanilla? ¿Algo?

—No, en serio. No quiero nada.

—Vale.

—Me voy a la cama.

—Que descanses.

—¿No vienes?

—¿Eh?

—¿No vienes? Te he dicho que no estoy bien.

—Pero es que son las diez de la noche.

—Vale vale, tú verás.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No, ahora no. Ahora ya no hace falta. Ahora que te lo he preguntado...

—No sé. No sé que puedo hacer.

—No puedes hacer nada. ¡Nunca puedes!

—Es eso es a lo que me refiero.

—¿A qué?

—Cuando yo estoy enfermo no necesito que me hagas nada.

—Porque los hombres sois así de simples.

—No. Simplemente estamos enfermos, y ya. No necesitamos activar una bomba atómica. Seguro que Jesucristo tenía un catarro cuando fue crucificado y no dijo nada. No era relevante.

—¿Yo soy una bomba atómica?

—No me refería a ti.

—Claro que te referías a mí.

—Bueno, sí, me refería a ti. Es que no entiendo qué necesitas de mí cuando estás mal. ¿Quieres destrozarme una silla en la espalda? Toma, hazlo.

—Deja la silla en su sitio. Nos la regaló mi madre.

—Claro.

—¿Qué?

—Nada.

—¿Es por mi madre?

—¡Yo no he dicho nada!

—¡Nunca dices nada!

—¡No he dicho nada!

—Pues que sepas que mi madre te quiere mucho.

—Lo siento, yo también la quiero. Pero tuve que casarme contigo.

—Eres imbécil.

—Es cierto. Soy un imbécil. Iba a prepararte un Colacao. Pienso quedarme aquí viendo la tele mientras tú te vas a dormir. Y, mira por donde, echan el resumen del Barcelona.

—Haz lo que quieras. No me gusta que discutamos así.

—A mí tampoco.

—Parecemos críos de cinco años.

—Yo era mucho mejor crío con cinco años.

—Cállate. ¿Me perdonas?

—Perdonada.

—Es que hay días...

—Estás enferma. No pasa nada.

—¿Vamos a la cama?

—¿VAMOS A LA CAMA? ¡Sí! Después de discutir siempre...

—No me equivocaba, eres imbécil.

martes, 13 de diciembre de 2011

El futuro

Se acercó al espejo para descubrir qué iba a ser de él dentro de 25 años. Si continuaría siendo tan feliz. Y se reconoció solo, sin la persona con la que por aquel entonces compartía los desayunos desde hacía tres años. Luego se lo pensó dos veces, y la dejó. Le contó que lo suyo no tenía futuro.

Desde aquel suceso pasaron después 25 años y se sucedieron 9.125 desayunos más. Efectivamente, el espejo tenía razón: ahora estaba solo. Desesperado. Removiendo un tazón de cereales. Preguntándose si las cosas habrían sido iguales de no haber mirado en aquel pozo sin futuro.

domingo, 16 de octubre de 2011

La mosca

Cuando llegó a su casa ella estaba en su cuarto, encerrada, con un periódico enrollado en la mano y tratando de matar a una mosca que llevaba ya dos horas escapándose de su golpe mortal. Lo había intentado con el insecto apoyado en el cristal, en el aire, tirando una sábana por encima o quedándose quieta en mitad de la habitación, escuchando la trayectoria de sus alas. Nada. La lucha contra una mosca puede volverse desesperante. Si la batalla se hace larga, crece la admiración por el adversario, y por eso su muerte resulta más admirable. Pero también más trágica. La ventana estaba abierta de par en par, pero tampoco la mosca hizo siquiera intención de volver a la calle. Cuando él se marchó de allí, la dejó a ella rendida, resignada a dejar la captura de esa mosca para el día siguiente. Él no la había ayudado. Sabía que si lo hacía ella le iba a recordar que no era una inútil y que podía matar a esa mosca tantas veces como quisiera. Aunque las moscas sólo puedan morir una vez. Al día siguiente él la fue a visitar, también con la intriga de saber qué había pasado. Ella, como él había sospechado, no había podido matarla y durmió con la mosca toda la noche. Con el insecto mirándole a través de sus ojos saltones. Mientras ella dormía. Y eso a él le pareció muy sospechoso. Porque tampoco ella había puesto mucho empeño en matar a la mosca. Así que la dejó minutos más tarde.

sábado, 1 de octubre de 2011

Un zapato

La noche en que la conoció era un 6 de enero. Día de Reyes. La vio buscando un zapato debajo de un coche, se agachó y le preguntó si le podía ayudar, antes incluso de saber si la cabeza que se ocultaba bajo el coche era la de una chica atractiva. Tuvo suerte. "Parece que los Reyes se han adelantado conmigo y me han traído mi primer regalo", dijo ella, sacando de los infiernos el zapato. "¿No me vas a felicitar?", le preguntó después. "Sí, claro, claro, felicidades. Os encantan los zapatos, ¿verdad?". "No, hombre. Es que hoy es mi cumpleaños". "Ah. Oh. ¡Felicidades!", atajó él, intentando abrazarla en la felicitación, estableciendo la primera toma de contacto, oliendo, besando con ruido en la mejilla derecha. Después ella se le quedó mirando. Era el principio de una escena romántica. Lo había visto en las películas. La primera vez de algo. Un aniversario. Algo así. Pero él no hizo nada. Se despidió, le deseó de nuevo un feliz cumpleaños y pidió que los Reyes tuvieran benevolencia con ella. Luego se fue. No tenía tanto dinero. Se agobió con la idea de pensar en un aniversario que coincidiera con el día de Reyes.

viernes, 23 de septiembre de 2011

COBARDE

La primera vez que la vio fue en el centro comercial, cuando se acercó a comprar uno de esos estúpidos cargadores de pilas. Anclado al resto de cargadores como al suero de un hospital, aquella cámara de fotos (o cámara fotográfica, como a él le gustaba llamarla para que pareciera de coleccionista) todavía seguía utilizándolas. Ella caminaba entre las secciones ajustando los precios, manejando la caja y respondiendo a preguntas. Habitualmente se le solía ver por la zona de los ventiladores y aires acondicionados, por lo que todo su pelo flotaba como en un anuncio de champú. “¿Puedo ayudarle?”, le dijo la primera vez, mientras hacía como si miraba a un televisor de plasma.

Después del cargador de pilas vinieron el trípode, la bolsa de viaje, más pilas recargables, carretes y cuando ya lo tuvo todo comprado en cámaras fotográficas se pasó a los clásicos de cine, las series y la televisión, la sección más cercana a los complementos de ventilación. Un día, condujo hasta allí entre la nieve cuajada y compacta para verla unos minutos. Desde aquel, “¿Puedo ayudarle?”, nunca habían intercambiado ninguna otra palabra. Aquello le mortificaba, ya que normalmente en las películas crucifican al cobarde. Pero no era tan fácil. ¿Qué conversación estúpida tendrían que mantener? ¿Qué pasaría si quisiera venderle el artículo más caro? ¿Qué pasaría si en un desliz se tropezara con las básculas, cayera sobre las maquinillas de afeitar y finalmente los ventiladores le aplastaran como de forma habitual suele ocurrir en la primera conversación con la persona a quien amas? De ninguna manera. Aquel día helado compraría un par de peleas de Bruce Lee y unos cuantos tiros de Henry Fonda en cualquiera de sus 113 películas.

Cuando fue a pagar, simplemente echó un vistazo a su ondulante pelo de trigo. Pero no pudo escaparse. “¿Puedo ayudarle?”, le preguntó ella, repitiéndole con obviedad la misma frase que la primera vez, como recordándole que aquel día él huyó en solitario en su caballo y la dejó a ella allí, sola entre el viento. Él se había vuelto a quedar obnubilado. “Eh, sí, sí. Me llevaré uno de estos”, dijo, atrapando el primer ventilador que tuvo a mano. “Me llevaré este”. Sólo pudo mirarla durante unos segundos. Después se encendieron unos grandes carteles fosforescentes sobre los que se podía leer iluminada la palabra COBARDE, COBARDE, COBARDE. Tiró su mirada al suelo, pagó y salió corriendo de la tienda, películas y ventilador en mano. Para entonces ya no podía respirar y se había metido en el coche. Tan cerca y tan lejos. Tan guapa y tan cara. Él tan cobarde. Tan estúpido y tan gallina. En su cabeza repasaba la escena mientras regresaba a casa, la rebobinaba una y otra vez mientras cambiaba de canción. Tan estúpido... ¿Qué había hecho mal? ¿Qué iba a hacer él con un ventilador en invierno? ¿Cómo se explica todo eso? ¿Cómo se lo iba a explicar a su mujer?

lunes, 19 de septiembre de 2011

John Wayne

El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara. Una sangre densa y roja como el magma le bajaba desde la ceja a los labios y había manchado el ascensor, el rellano, el felpudo y también parte de la entrada de la casa de aquella chica. Le habían dado con los nudillos. “Ahora no sonríes tanto, ¿verdad? Ahora ya no eres el más listo del sitio. Aquí afuera ya no eres tan ingenioso”. Aunque sí que lo fue. Tanto que le abrieron la cara como a un saco de maíz rajado. Estaba inspirado. Un par de whiskys, el anhelo de convertirse aquella noche en un chico de palabras de amarre y una buena resaca. Pero acabó mirando cómo se encendía primero el uno, luego el dos, después el tres y más tarde el cuatro. 500 kilos para seis personas.

La cara no le paraba de sangrar. Mirándose al espejo del ascensor sentía lástima y un poco de fascinación. Se apretaba la brecha de su ceja izquierda para ver cómo salía más sangre. Subía una ceja, bajaba la cabeza y se imaginaba en la última escena de un western en el que John Wayne pasaba de ser el hombre bueno al tipo malo. Aunque todo aquello no había sido muy buena idea. La última vez que la vio, aunque también fue la única y la primera, por mucho que él se empeñara en contar que ella no paraba de llamarle, acabó con fuego cruzado. La chica lo había hecho todo bien. Ni siquiera le había dado un excusa para enfadarse. Tenía aquel gesto de las personas que no pueden ser atacadas. Y sin embargo él la había insultado en la puerta de casa. No solía ir por ahí insultando a la gente, pero aquella vez había tenido uno de esos días en los que sin saber por qué tenía más sueño que el día anterior aun habiendo dormido dos horas más.

El caso es que la noche en que le reventaron la cara sintió una necesidad sedienta y hambrienta de disculpa. Aunque mancharle el ascensor de sangre sólo empeorara las cosas. Mientras los numeritos iban iluminándose y se miraba al espejo iba pensando qué decir cuando abriera la puerta después de haberla despertado. Aunque resultó más fácil de lo previsto. No tuvo que decir nada. Ella se llevó las manos a la cara y le hizo pasar por delante antes de mirar a uno y otro lado del rellano, porque eso es lo que hacen en las películas. “Me imagino cómo habría sido tu cara si en lugar de haberme presentado aquí sangrando lo hubiera hecho desnudo bajo una gabardina”. Él se quedó sentando en una silla del salón y ella se fue a buscar hielo. Lo partió en un bol y el ruido le pareció insoportable. Después lo enrolló en un trapo mientras trataba de equilibrar sus ganas de clavarle un puñetazo con los deseos de saber qué había pasado. “Me han pegado dos tipos”. Ella empezaba a hacerle presión con los hielos en la cabeza. “Ufffff. Aaaaah. No soy de los que se pegan, ¿sabes? Te lo digo de verdad. Y tampoco voy por ahí insultado a la gente. Me habría gustado llamarte. Pero no habría sido justo”. Él mismo se sujetó los hielos con una mano y ella abrió la puerta de casa para fregar las gotas de sangre que él se había ido dejando desde el ascensor hasta la silla. Malherido, notaba como si se pudiera tomar las pulsaciones solamente con el bum-bum que le retumbaba en la cabeza. El trapo se estaba llenando de sangre y por eso ella decidió que lo mejor sería que metiera la cabeza bajo el grifo. Mientras, fue a buscar una toalla y después le secó el pelo. Conservaba el rostro por el que algunas personas no pueden recibir gestos hostiles. Pasó la mano por su cabeza y lo hizo con suavidad, como si estuviera tocando el caparazón de una tortuga. Luego él se quedó dormido en el sofá con un vendaje ridículo.

El bum-bum y una serpiente de luz entre las cortinas le despertó. Ufffff. Aaaaah. Luego se levantó y se quedó esperando algún ruido. Silencio. Buscó un trozo de papel donde dejar una nota pero no se atrevió a caminar por el resto de la casa. Abrió la puerta y se fue. Primero se encendió el cuatro, luego el tres, después el dos y más tarde el uno. Se miró al espejo. Se lo quedó mirando un buen rato. No recordaba que John Wayne hubiera llevado nunca un vendaje. Bum-bum. Luego echó un vistazo a su móvil. La cabeza le iba a estallar. El día anterior, aunque en realidad era el mismo día, un par de tipos le habían reventado la cara.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Alguien se lo perdió


Seguro que aquel día alguien se lo perdió. Alguien que estuviera trabajando. Absorto. Algún trabajador en un peaje de autopista sin radio. En alguna refinería o bajo la montaña, encerrado a cientos de metros de la superficie, en un mina. Seguro que aquel día alguien se lo perdió. Dos aviones explotando contra las torres gemelas en la hora de la siesta. Seguro que alguien estaba viendo Saber y Ganar y después vinieron las gacelas y después el bostezo y después la siesta. Mientras todo se desmoronaba, entraba el caballo de Troya y "el mundo dejaba de ser lo que hasta entonces habíamos conocido". Y resulta que nadie se lo perdió. O no lo dice. Como el gol de Messi repetido en la moviola. A las 14.45 hora española. Tan fácil como llegar a casa. Preguntar, "qué tal cariño" y quedarse alucinado. Seguro que no le gustó perdérselo. Encerrado en medio de la autopista. Manchado de carbón y con falta de oxígeno. Un espectáculo cinematográfico. Sin muerte. Como en las películas de Disney. Aviones entrando y saliendo. Fuegos artificiales. Y el mundo entero mirando a través de la televisión. Como la pelea en un bar en la que sólo puedes quedarte mirando. No para ver qué está ocurriendo, sino para contemplar qué es lo que va a suceder. 11 de septiembre de 2001. Todos lo vimos, pero seguramente aquel día alguien se lo perdió.

martes, 6 de septiembre de 2011

Cadena Perpetua

— Oye, la verdad es que no tengo ningún plan esta noche. Me apetece llegar a casa y tumbarme en el sofá. Ya sabes, una de esas noches. ¿Conoces alguna película? Una de las buenas, ya sabes.

— ¡Claro! ¿Has visto Cadena Perpetua? Es la leche.

— ¿Cadena Perpetua? ¿No es la que dirigió Frank Darabont?

— ¡Sí! Exacto. Dios... me encanta esa película. ¿Un pequeño martillito para excavar un túnel? Es una idea de locos.

— Muy buen desarrollo de la trama, tienes razón.

— Y ese poster... El de la piedrecita, ¿sabes? Dios, me encanta esa escena.

— Raquel Welch, ¿verdad?

— ¿Cómo?

— La actriz del póster, era Raquel Welch. Aquella mujer era increíble, inolvidable.

— Sí, no sé. La del póster. Cómo se les pudo ocurrir toda esa historia, ¿verdad?

— En verdad la película está inspirada en un relato de Stephen King, con algunas pequeñas modificaciones.

— Ya, sí. Claro. Pero la relación entre los personajes. Hay una frase... Una frase sobre los pájaros que no pueden ser enjaulados, porque sus plumas son demasiado hermosas. Esa escena me parte el corazón. Y aquel hombre anciano, Brooks, y su pájaro. Pobres. Ese tal Darabont es un gran director.

— ¿Te gusta? Yo no lo tengo tan claro, ¿cuáles crees que son sus mejores películas?

— ¿Las mejores? No sé... tiene muchas, me gustan todas.

— ¿Ninguna en especial?

— Sí, claro, Cadena Perpetua, ya te lo he dicho.

— Ya, no sé. La Niebla y The Majestic me dejaron bastante frío. Por no hablar de las cosas que le salen por la boca al preso de la Milla Verde. Y The Walking Dead, zombies... empiezo a creer que lo que hizo con el guión de Cadena Perpetua fue un golpe de gracia. Aunque sin embargo los críticos me dan la razón, aquel año no consiguió ningún Oscar. Se los llevó todos Forrest Gump.

— Pero son Tim Robbins y Morgan Freeman, tío. En su mejor estado de forma.

— Ya... no sé. La película me gusta, de verdad. Pero no, no sé... no es mi favorita.

— ¿No?

— No. La verdad es que cuando empiezas a saber algo de cine ves las películas... no sé, con otro ojo.

— ¿Otro ojo? ¿Cuál?

— Otro. Es como graduarse la vista. Te mejora. Te fijas en los detalles. Pero respeto a la gente que no está tan interesada.

— ¿Como yo?

— No. No. Sí. No. No sé.

— Adoro esa película, ¿vale? Quizás no sé mucho sobre cine. Pero sé que es una película alucinante.

— Y yo lo respeto.

— Pues déjalo ya, ¿vale? Es mi maldita película favorita. Así que cállate. Y si pudiera hacerlo, la volvería a ver esta noche. Una y mil veces más. Y eso es algo insustituible para mí.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Tortuguita


— Tú eres mi cielo.

— Y tú mi vida.

— Una estrella en medio de una noche oscura.

— El amor que alumbra mi vida.

— Mi media naranja.

— La niña de mis ojos.

— La persona con la que quiero que me entierren.

— Mi trocito de pan.

— Mi vida.

— Mi amor.

— La cosa más bonita del mundo.

— Lo único que quiero besar.

— Mi tortuguita.

— ¿Tu tortuguita?

— Sí.

— ¿Qué dices?

— ¿Qué pasa?

— ¿Tortuguita? ¿A qué viene eso?

— No sé...

— Lo hemos dejado.



Imagen: Ibai Acevedo

lunes, 22 de agosto de 2011

Pequeños sacrificios

— Cariño, ¿podrías cortarte una pierna por mí?

— ¿Una pierna?

— Sí.

— ¡No!

— ¿Por qué? ¿No me quieres?

— ¡Es una pierna!

— Siempre piensas sólo en ti.

— ¡Claro que pienso en mí! Joder, ¡es una pierna!

— Pero tienes dos.

— ¿Y qué?

— Ven. Toma, ya verás, sujeta esto.

— ¿Eso? ¿Para qué? ¿Qué haces?

— Tú sujeta.

— ¿Vas en serio?

— Claro.

— No me divierto.

— No se trata de uno de esos fines de semana en los que hay que divertirse.

— Para qué ibas a querer tú una pierna, ¿eh?

— Eso a ti no te importa.

— Claro que me importa, es mi pierna. Así que ya vale. Para. ¿Qué haces? ¡Déjame!

— Nunca me demuestras cuánto me quieres. ¿No es cierto? Nunca me lo dices. Nada. Simplemente te acuestas conmigo y luego... Nada más. Así que muerde esto, no grites.

— ¡Pero qué haces! ¡Suéltame! ¡Que me sueltes, te he dicho! ¡Te quiero! Si eso es lo que quieres oir,¡te quiero! ¿Vale?

— Ahora ya no vale. Ahora es muy fácil para ti, ¿verdad?

— ¿Esto te parece fácil? Dios mío, estás loca. Para. Para ya antes de que nos hagamos daño.

— No nos vamos a hacer daño.

— Antes de que tú me hagas daño.

— No te dolerá. Después de esto sabré que me quieres.

— ¡No te querré! Joder, es una pierna.

— ¿Te aprieta esto?

— ¿Que si me aprieta? ¡Sí, claro que me aprieta!

— Bien.

— ¿Bien qué?

— Que durante todo este rato no has hecho nada por evitar que te corte la pierna. Por eso creo que realmente quieres que te la corte. Realmente te sientes culpable. Pero ya es tarde.

— ¿Tarde? Por favor... sé que no tengo mucha fuerza. Eres más alta que yo. Lo sabes. Nunca me como el segundo plato. Pero te quiero, de verdad que te quiero.

— ¿Cuánto me quieres?

— Mucho.

— ¿Mucho? No te creo.

— ¡Pues deberías creerme!

— ¿Y cuánto es mucho?

— No sé, lo suficiente. Mucho. Muchísimo. ¡Tanto que daría una pierna por ti!

— ¿Y para qué iba yo a querer una pierna?

viernes, 12 de agosto de 2011

Esperando

Al llegar a casa estaba tumbada sobre el sofá. Con la cara llena de marcas del cojín. Con todos los músculos desactivados. Como si la hubieran apagado. Con un brazo colgando. Con la boca abierta. Indefensa. Y sin mirada. Como si la hubieran puesto ahí para ti. Como si el suelo entero estuviera lleno de alarmas. Como si al guardar silencio estuvieras robando. Como si ella fuera capaz de apreciar el calor de una manta. Como si el mundo se hubiera detenido en ese momento con la televisión encendida. En ese instante. En el que ella tiene la boca abierta y un brazo colgando. Y está indefensa. Sin mirada. Esperando.

lunes, 25 de julio de 2011

Palabras

— Oye, ¿es malo que no solamos decirnos te quiero?

— ¿Quién te ha dicho eso?

— Una amiga.

— ¿Y por qué piensa eso?

— No sé. Ella suele decírselo mucho a su pareja. Dice que lo necesita.

— ¿Y tú lo necesitas?

— No, yo no. No sé. ¿Tú?

— No, no lo necesito. Porque... tú lo sabes, ¿verdad?

— Sí, lo sé. Claro que lo sé.

— Ves. Pues ya lo estamos diciendo.

— Solo que con otras palabras.

— Eso es, con otras palabras.

lunes, 18 de julio de 2011

Se nota

Prueba a decirlo sin que nadie te oiga. Prueba a enseñarlo. Prueba a que todo el mundo sepa lo que te ha pasado. No se lo cuentes. Lo saben. Lo saben porque se nota. Se nota porque no te han escuchado decirlo. Se nota porque nunca se lo has dicho a ella. Se nota. Se nota porque cuando no lo dices, suele ser que lo estabas pensando. Porque al decirlo, nadie te estaba escuchando. Se nota. Lo sabe.

domingo, 3 de julio de 2011

Enamorados

— Oye.

— Hmm...

— ¿Estás despierto?

— No.

— Una cosa.

— ¿Qué pasa?

— ¿Nosotros somos como el resto de parejas?

— ¿Como el resto?

— Sí, no sé, como el resto.

— ¿Enamorados?

— Sí. Todas esas cosas.

— Puede, aunque intentamos que no se nos note mucho.

— No creo que seamos como el resto de parejas. No estamos todo el día besándonos y esas cosas.

— Bueno, ellos tampoco. Simplemente llaman la atención cuando lo hacen.

— Pero yo no te llamo cari.

— No. Si lo hicieras dejaríamos de ser una pareja.

— ¿Por qué?

— Te dejaría.

— Me parece una decisión correcta.

— No hay que fijarse mucho en lo que hacen los demás. En eso consiste.

— Nosotros no somos como los demás. ¿Vale? No. Todas esas tonterías... No. Nosotros...

— Si fuéramos como los demás estaríamos con cualquier otro, ¿verdad?

— Verdad.

— Así que tranquila, cariño. Acuéstate.

— Oye, no me llames cariño.

— Es broma. Acuéstate. Mañana intentaré hacerte algo que no haga el resto de gente.

— ¿De verdad?

— Sí. Lo complicado será hacerlo durante los próximos 50 años.

domingo, 19 de junio de 2011

Complejidad



— Lo sé. Lo sé, soy complicada. ¿Vale? Muy complicada. Sí, ni yo misma me entiendo.

— ¿Complicada? ¿Pero qué chorradas dices?

— Sí, soy un desastre. Nadie me entiende, ni yo misma lo hago. ¿Y qué quieres que haga?

— Yo te entiendo. No eres demasiado compleja. Que no te peines y vayas con cara de recién levantada no te hace complicada. Ni poeta.

— No. Verás. Mi mundo... Mi mundo interior es... complicado. Pienso mucho las cosas, ¿sabes? Las pienso mucho. Y donde mucha gente ve, simplemente, lo que es, yo veo muchas más cosas. Centenares de cosas.

— Es por 'eso' que fumas. No porque tu mente sea compleja. Eres simple, como el resto de la gente. Tan simple como que eres capaz de etiquetarte entre los que no tienen etiqueta.

— Y tú qué sabes. No me conoces. Tú no me conoces para nada. O lo tomas o lo dejas. Yo soy así. Pierdo el tiempo contigo. Podría estar leyendo o haciendo otras mil cosas.

— No. No podrías hacer otras mil cosas. Y tampoco lees para tanto. Lo que compras suele ser literatura barata. Bien, vale, vas en bici. Pero ir en bici se ha convertido en una cosa de pijos. Pijos que conducen bicicletas de ciclismo pensando que así son “más complicados”, “más complejos”.

— No tienes ni idea. Para ti nadie está a la altura. Tú y todos los cínicos como tú sois los que al final no se mueven por nada.

— Y los que son como tú creéis estar todo el día en continuo movimiento. Vuestra complejidad y vuestro conocimiento aparente hacen que monopolicéis el discurso de la pedantería. Sois artistas surrealistas que pretenden vender la moto de un complejo mundo interior. Dalí no era más que un hombre con muchos problemas mentales.

— Y tú un gilipollas.

— Sólo los martes.



Imagen: Big Tigerbear

lunes, 25 de abril de 2011

Una explicación

Casi a las cinco. Casi a las cinco de la tarde se destrozó todo. "Bájate del coche", le dijo ella, "bájate". Y se bajó. Se quedó allí parado, como un autoestopista que no puede continuar el camino. "Bueno, tenía que pasar", pensó él. "Había sido así casi siempre".

Una hora atrás, ella había ido a buscarle. Él no se había duchado y ella conducía, con lo que todo ese asunto puede conllevar. "Siempre vas así, hecho un desastre". "Eh... Ten cuidado con esa rotonda, mete segunda". "Mis padres tienen razón con lo que dicen de ti, siempre pareces un escritor fracasado". "Si no aceleras vas a montar un buen atasco, acelera". "Y siempre vas con esa camiseta, ¿de verdad no tienes tiempo para comprarte otra?". "Cuidado, cuidado con el que te adelanta, ten cuidado, no te eches tan encima". "Y claro, seguro que ayer te volviste a emborrachar. Antes lo hacías para divertirte, ahora te diviertes haciéndolo". "Atenta, tienes que coger la segunda a la derecha. La segunda. Esta no. La siguiente. A la derecha. Derecha". "Y no es normal que me llames a estas horas, justo cuando había terminado de comer. Siempre tengo que venir cuando me llamas. No puedo vivir para ti".

Cogieron un desvío y se metieron por un camino de tierra. "¿Por dónde demonios quieres que me meta?", dijo ella. Había trigo y hierba seca. Él sujetaba una mochila roída, morada. Con las uñas negras y la barba de tres días. "Para, para aquí. ¿Me esperas? Serán cinco minutos. De verdad. Luego nos vamos". Se bajó. Cerca de lo que parecía un depósito de agua esperaba un hombre. Le dio la mochila. Se apretaron las manos y luego el tipo le señaló con el dedo índice. Luego al coche. Volvieron a apretarse las manos y el hombre se quedó allí. "Ya está, vámonos".

Nadie dijo nada. Los neumáticos crujieron aplastando las piedras del camino. Ella miraba por el retrovisor para no mirarle a él. Las dos manos sobre el volante. "Dime, ¿en qué lío te has metido ahora?". "En ninguno". "¿Y quién era ese?". "Un amigo". "¿De verdad?". "Claro que sí". Él miró por la ventanilla, luego escupió a la carretera. "Gracias por venir a buscarme". "De nada". "¿Ahora puedes llevarme a casa?". "Sí, claro". "¿Recuerdas dónde era?". "Sí". "Si quieres, puedes subir". "No gracias". "¿Sigues con el tipo ese?". "Sí. Seguimos. Y no es un tipo". Ella le miró y él ya lleva un rato mirándola. "¿Eres feliz?". "¿Qué?". "Si eres feliz". "Y tú, ¿eres feliz?". "No lo sé, nadie me lo había preguntado". "Yo estoy bien, de verdad". "Pero no pareces feliz". "Y tú qué sabes". "Se te nota. Has puesto el aire acondicionado en vez de bajar las ventanillas". "¿Qué? Ya te has encargado tú de bajarlas". "A eso es a lo que me refiero". "¿A las ventanillas? Pero tú qué sabes. Mírate". "¿Qué pasa?". "¿Por qué me preguntas si soy feliz? ¿A qué ha venido eso?". "Qué demonios quieres que te pregunte". "Pues sí, soy feliz, ¿vale? Y si he puesto el aire acondicionado es porque fuera hace un calor horrible". "Te echo de menos". "¿Qué?". "Que te echo de menos". "Bájate del coche, por favor, en serio, bájate". "Simplemente...". "Bájate ya". "De acuerdo, vale. Lo siento". "No vuelvas a hacerlo. No me vuelvas a llamar. ¿Vale?. No sé en qué andas metido, pero no me interesa. De verdad. Mi vida se ha vuelto normal, no la desclasifiques". "Perdón". "No me pidas perdón como si no supieras lo que estabas haciendo. Toda esta escena de película, el coche, la mochila, aquel tipo, todo eso, no va conmigo. No me va. Lo siento".

Y se bajó. Se quedó allí parado. Esperando y decidiendo qué hacer. Pensando. Tampoco él quería haberla llamado a esas horas. Pero qué podía hacer si era la única persona. Seguro que ella se había pensado que todo lo de la mochila era un asunto turbio. Pero en realidad era una tontería. ¿Y lo del coche? Bueno, una estupidez también. No se trataba de eso. Debería haberse afeitado. Siempre se le olvidaba explicar todas esas cosas. Tenían una explicación. Pero a ella le ponía muy nerviosa no saber lo que estaba pasando. Y él tampoco quiso aclarar el asunto.

miércoles, 16 de marzo de 2011

A las puertas



— ¡Hombre, el que faltaba! A ti te quería yo ver.

— Pues sí, aquí estoy, qué tal.

— ¿Cómo ha ido el viaje?

— Bien, bien. Y tú debes de ser...

— San Pedro. Mucho gusto.

— ¡Ah, San Pedro! Vale. Tú debes de ser el de la mansión en Roma, ¿verdad? Me han hablado bien de ti.

— Gracias. Pero no te pierdas en halagos. Por lo que veo aquí en los informes no has trabajado muy bien el tema religioso estos años, ¿verdad? ¿Y ahora qué hacemos, macho?

— Es que pensaba...

— Ni pensaba ni pensaba. Veamos... Por aquí pone un “no existe” hace cinco años, un “no creo en seres imaginarios como tampoco creo en los elfos” hace dos y una charla de sobremesa hace tres meses en la que te posicionaste a favor de la teoría de la evolución. Bien. Pues aquí estás macho, en el cielo. ¿Qué te parece?

— No sé, yo... yo nunca hubiera imaginado que toda esa gente tenía razón, ¿sabes? De verdad, la cosa no parecía muy lógica. Pero sí, ya veo, ¿vale? Ya veo que existe el cielo y todo eso, os ha quedado muy bonico.

— Espera, espera. No te vayas a confiar, muchacho. Que las cosas en la vida no son tan fáciles. Verás. Organizamos visitas guiadas, de vez en cuando, para los infieles. Por eso del regodeo. Es genial la cara que se os queda a todos los ateos. Así que tú, majo, te vas para abajo ya mismo.

— ¿Cómo? ¿De verdad? ¿En serio? Por favor. Me arrepiento de mis pecados. De verdad. Me arrepiento de todos ellos. Perdón por no poder evitar echarle un ojo a los anuncios eróticos de internet. Perdón por el tabaco y todo eso. Los vicios, las comidas copiosas, el sexo placentero, las borracheras y la literatura. Perdón por todo aquello.

— Pero hombre, no ardes por cosas así. Tú arderás por blasfemo. ¿No es una palabra genial? Blasfemo. Y por jurar en nombre de Dios, claro, por mentarlo y muchas cosas más.

— Pero no se ponga usted así, San Pedro. Que todo eso era de broma. Quiero decir, una vida es muy larga, ya sabe, y a veces uno no piensa y...

— Ya lo creo que usted no pensó. No pensó bien, en verdad. Tanto cine español, tanta ciencia, tanto Punset y tanto Nieztsche. Pues verás la vida que llevan todos esos allí abajo.

— ¿Les hacen cosas malas?

— Ya lo creo.

— ¿Y quienes se las hacen no incurren en pecado?

— Claro, pero allí abajo no hay ley. Solo brasas y calor.

— La verdad es que yo siempre lo he aguantado mejor que el frío. ¿Y quién más dice que hay por ahí?

— Pues... Hitler, Marx, Julio César, Maradona y todos esos.

— Vaya, siempre quise conocer a Julio César. Preguntarle cuál cree que es la mejor pizzeria de Roma o si comulga con el catenaccio. La cosa no pinta tan mal... Pero, espera. ¿Maradona?

— Chaval, hay gente esperando, ¿sabes? No eres el único ateo en el mundo. Corre, ponte ahí, donde esa rendija.

— ¿Por ahí me vas a tirar?

— Sí.

— ¿Y cuánto se tarda?

— Pues con los nuevos desarrollos hemos conseguido acortar las horas de trayecto. En cincuenta minutos estás descargando las maletas.

— ¿Y al llegar allí por quién pregunto?

— Por Jaime.

— ¿Jaime? Pues vaya nombre para un jefe del infierno.

— No es el jefe del infierno, es tu compañero de habitación.

— ¿Y sólo hay un Jaime en todo el infierno?

— Sí.

— Vaya, debería haberle dicho a mi madre que me llamara Jaime.

— No, eso sería estúpido.

— Ya. Bueno, va, dale.

— ¿Listo?

— Sí, qué remedio. A fin de cuentas no puede ser peor que la muerte. Ah, y me gustan tus llaves. De verdad. La cadena por fuera se lleva mucho.

— Gracias. Bueno, a más ver.

— Encantado.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Banzai



— Eh, tengo una idea.

— ¿Sólo una?

— Sí. Vacaciones gratis. Qué te parece. ¿Te apuntas?

— ¿Cómo es eso?

— Vamos a Valencia, dejamos que nos atropelle un coche y nos llevan al hospital.

— ¿Cómo?

— Sí, no te cobran nada por la estancia. Estado de bienestar.

— ¿Pero estás loco?

— Piénsalo. Piénsalo unos segundos. Pensión completa... ¿Vale? No podremos ir mucho a la playa, ¡pero la comida y el alojamiento son gratis!

— Háztelo mirar, en serio.

— Escúchame. ¿Tú has estado alguna vez en Valencia?

— No.

— Pues entonces te callas. ¿Qué pierdes? Vas allí por la patilla.

— Hombre...

— Piénsalo. He visto un hospital muy cerca de la playa. Con vistas al mar. ¡Al mar! Además, las enfermeras acaban de entrar a través de un curso MIR. Son jóvenes.

— Pero tú y yo ya estamos mayores para estas cosas. Y postrados, ya sabes, uno no funciona igual cuando está enfermo.

— Minucias. Si no lo hacemos ahora no lo haremos nunca.

— ¿Y si nos pasa algo grave?

— Qué nos va a pasar. Tendremos que tener cuidado y matarnos muy poco.

— Te lo digo en serio, a mí ahora me vendría muy mal morirme. En agosto tengo una boda y me he metido en una hipoteca.

— Tranquilo. Piensa lo que podrás ahorrarte en cervezas.

— Pero tendrán televisión, ¿no?

— Tienen de todo. Y fútbol. ¡Y el Madrid-Barça! Enfermeras guapas. Fresquito. ¿Qué más quieres?

— Bueno...

— Escucha. Mira, ¿ves ese coche? ¿Lo ves?

— Sí.

— ¡Pues a por él!

- ¡No! ¿Pero qué haces?

— ¡Banzaaaaaaaaaaai!


Imagen: Miguerae

viernes, 4 de febrero de 2011

Posesivo singular



— Cariño, ya lo sabes. Te lo he dicho muchas veces. Eres demasiado posesivo.

— ¿Yo? ¿Por qué? ¿Posesivo?

— Sí. Siempre, desde el día en que te conocí. ¿Yo no soy tú, sabes?

— Pues claro que no eres yo. Tú también te afeitas la barba, sí. Pero claro que no eres yo. No sé de dónde te sacas todo eso. Conmigo tienes total libertad.

— Es mentira, me controlas todo, hasta mis gustos.

— Que no, que no controlo tus gustos. Simplemente... los educo.

— Ves, siempre dices cosas así. Con ese tonito. Pues yo no soy tuya, ¿sabes? Y sí, eres demasiado posesivo.

— Es que... simplemente... el pack de El Señor de los Anillos es mío, ¿sabes? y no te lo dejo. Punto.


Imagen: El otro ilustrador

jueves, 27 de enero de 2011

El candado



— Ven, cariño, ven. ¡Corre, una foto!

— ¿Una foto? ¿Qué haces?

— Calla, ven, júntate a mí. Mira arriba.

— ¿Pero qué quieres hacer?

— Una foto, chico, una foto. Bésame.

— ¿Que te bese? ¿Pero no íbamos a hacernos una foto?

— Sí, una foto besándonos, leñe. No es tan difícil.

— Pero para qué queremos una foto besándonos. ¿Qué piensas hacer con ella? ¿La gente ve esas cosas por internet?

— Esto es para ti y para mí, hombre. Solo para nosotros. Y como mucho luego la cuelgo en Facebook.

— ¿Como mucho? ¿Y luego mis contactos me verán besándote?

— Pues claro, hombre. ¿O es que no quieres que te vean besándote conmigo?

— Hombre... pues que yo recuerde no les invitamos a que duerman también con nosotros. Es por respeto. Ahorrémoselo. Y eso que yo beso bien.

— ¿Me lo estás diciendo en serio?

— ¿Qué quieres, un beso? Si yo te lo doy, mujer. Sé que lo haces para romper la rutina, la monotonía... pero es que yo soy un clásico. Además ahora la gente en internet se masturba con unas cosas muy raras.

— ¿Tú eres tonto, o te lo haces? Todo el mundo se hace fotos con la persona a quien ama. Es una forma de demostrar a los demás lo que sentimos el uno por el otro.

— Pero si he traído comida china. Me he duchado. Te lo demuestro cada día. La gente ve que voy limpio y recién afeitado.

— A veces pienso que me tomas el pelo...

— No. Lo digo en serio.

— Pues la gente hace este tipo de cosas. Se compran flores, cierran candados con su nombre en un puente...

— ¿Candados?

— Sí, candados.

— ¿Y candados para qué?

— Para demostrarse su amor, la unión de las dos personas, la fusión inquebrantable... no te enteras.

— ¿Candados, de verdad?

— Vete por ahí. Si no quieres hacerte una foto conmigo no te la hagas. Pero luego no me pidas otras cosas.

— "Otras cosas". Por una foto...

— Sí, por una foto. No. Pero no, no es sólo por una foto. ¡No es una foto, leñe! No te enteras de nada.

— Anda, ven, no te pongas así.

— Me pongo como quiero. Vete por ahí. No me toques. No, no me abraces. Quita. En serio.

— Venga va, perdona. Entiéndeme. Es que seguro que pongo una cara muy tonta cuando te estoy besando. Tendrías que verte como te pones cuando yo abro los ojos.


Imagen: Rcoses