lunes, 28 de junio de 2010

Espaguetis



— Ayer soñé con aquella chica. La de la nariz puntiaguda.

— Tío, eres un cerdo.

— No, no. Era un sueño puro. Hablábamos, discutíamos, después íbamos a cenar y al llegar a su casa nos besábamos.

— Qué bonito.

— Sí, fue bonito. Ya sabes, esas cosas nunca suelen pasar, pero es divertido imaginárselas soñando.

— Las obras siempre salen bien en los ensayos. El día de la actuación se improvisa. Hay fallos, silencios, palabras que no estaban escritas.

— Sí, claro. Digo que fue divertido porque es gracioso ver qué opina el cerebro sobre mis deseos. Aquel sueño fue la oportunidad de ver lo aburrido que sería la perfección. No recuerdo nada de lo que hablábamos en el sueño, tampoco sobre lo que cenamos y mucho menos del beso que le di antes de llegar a su casa.

— Normal, eso suena a aburrido.

— Sí, el cerebro tiene una idea extraña de lo que es la perfección.

— El cerebro es estúpido. Vale, es un buen narrador. Pero la verdad es que a veces la imaginación se le va de las manos. Y casi siempre, el pobre se equivoca.

— Claro. Claro que se equivoca. Primero porque no existe la perfección. Y segundo porque si alguna vez llego a quedar con esa chica, no quiero recordarla por lo que hicimos, sino por lo que pasó. Ya sabes.

— Sí.

— No sé. Que se manche la boca comiendo espaguetis y todo eso. Que tenga vergüenza cuando me mire a los ojos o que se disculpe por no haber tenido tiempo de peinarse. Esas cosas. Como reírse haciendo ruidos extraños.

— ¿Y por qué no se sueña con todo eso?

— No sé. Supongo que porque lo fácil es hacer un blockbuster. Las historias de culto son cosa nuestra.

— Siempre hay que tragarse cien películas malas antes de ver una buena, ¿no?.

— Exacto. Por eso digo que al final, nada es como lo imaginamos. Si alguna vez alguien te dice que algo no fue como se lo imaginaba, entonces tendrá un problema. Porque nunca debería ser como lo imaginamos.

— Y después de todo esto, ¿qué? ¿Le invitarás a cenar?

— Sí, puede que sí. No sé. Si ella quiere, me imagino que sí.


Imagen: Ruido Blanco

sábado, 26 de junio de 2010

La novia perfecta



— Verás, ahora resulta que a mi chica le gusta el fútbol.

— No fastidies.

— Como lo oyes. Ha entendido el fuera de juego. Y sabe quiénes son los suplentes.

— Ostrás. Entonces, ha evolucionado. Se ha convertido en la novia perfecta.

— Así es. Por eso me da miedo. ¿Sabes? Los extremos. Los extremos siempre dan miedo.

— ¿El juego por bandas?

— No, hombre. Me refiero a los extremos emocionales. Ahora que se ha vuelto una apasionada del fútbol, puede evolucionar y convertirse en una fanática.

— O lo que es lo mismo, en ti. Recuerda aquella borrachera en la fuente. Con los pantalones bajados y todo eso.

— Dios... qué buena fue aquella. Todavía me acuerdo del trompazo que me di al salir cuando llegó la policía. Lo de mear no fue buena idea.

— No, no lo fue.

— Como te iba diciendo. Ahora mi novia grita con los goles. También insulta al árbitro y adivina, adivina qué se compró el otro día.

— ¿El qué?

— La Play Station. El Pro. ¡Ahora resulta que también quiere ganarme al Pro!

— ¡Dios santo! No sé si envidiarte o compadecerte.

— Desde primera hora de la mañana me obliga a jugar amistosos. Todo el día. Con selecciones, combinados, clubes... Ya no puedo más.

— Pero... dime. ¿Te gana?

— Sí, joder. Sí. Me gana. Me humilla. Me gana incluso con Corea del Norte. Me da unas palizas increíbles.

— Entonces... ¿dices que ya es incluso más forofa que tú al fútbol y que además te gana al PRO?

— Como lo oyes...

— Dios mío... lo siento. De verdad que lo siento.

— Si mis amigos se enteran me matan. Esto era mi sueño. Soñaba con todo esto. Y ahora mira, mira. Las cosas se tuercen y...

— La vida es así, amigo. La vida es así. ¿Qué harás ahora?

— Me pintaré las uñas. Cocinaré. Yo que sé. Odio estos nuevos tiempos sin estereotipos...


Imagen: D.James | Darren J. Ryan

jueves, 24 de junio de 2010

Hora de cierre


— Oye cariño, ¿y si nos vamos ya?

— ¿Ya?

— Sí. Estoy súper cansada, y...

— Tranquila, no me importa que te vayas.

— ¿Que me vaya? ¿No me acompañas?

— Me lo estoy pasando bien. Puedes irte si quieres.

— ¿Así sin más? Pues vale, vale, tranquilo que ya me voy yo solita.

— No te enfades. Es simplemente que yo todavía no estoy cansado. No veo por qué tenemos que irnos los dos.

— No, no, tú tranquilo, ya me voy yo, ya me voy yo... Tú quédate aquí con tus amigotes.

— ¿Por qué te pones así? ¿Qué hay de malo en que yo me quede un poco más? No tengo por qué seguirte a todos lados.

— ¿Así que eso es lo que haces? ¿Seguirme a todos lados?

— No. Sólo que no sé por qué te pones así. Ya eres mayorcita, tu casa está aquí al lado.

— Por eso mismo. No te cuesta nada acompañarme.

— ¿Pero qué tienes, nueve años?

— Se supone que estamos saliendo juntos , ¿no? Eso es lo que hace la gente que se quiere.

— No, eso es lo que hacen los pardillos a los que les dictan la manera en que tienen que querer. Si prefieres que te quiera acompañándote hasta tu casa cuando no me apetece y llevándote en verano a Benidorm, eso haré. Pero luego no me digas que nuestra relación se está volviendo prototípica y que ya no te divierte.

— Sólo te he escuchado la última frase. No te oigo nada. Pero tú verás.

— ¿Yo veré? No, tú verás.

— Ah, ¿sí? Pues me voy. Ahí te quedas.

— Espera. Te acompaño.

— No, ahora no.

— No digo a casa. Digo hasta la puerta.


Imagen: Mirada Infinita

miércoles, 23 de junio de 2010

Catedral


Hay libros que te descubren cosas que antes no sabías. Son los que sorprenden por el nuevo conocimiento que te aportan. Luego, hay otros que te descubren cosas que ya sabes pero que están escondidas. Son libros como Catedral.


Qué místico, diréis. Pero no es, en teoría, una de esas guías de autoayuda. De hecho, es casi todo lo contrario. En sus relatos se encuentran a hombres (en el sentido genérico de la palabra. Evidentemente hay hombres y mujeres, pero parece que ahora se debe especificar todo) que andan perdidos por la vida. A veces encuentran solución, a veces no, y otras veces no importa.

Carver, su autor, tampoco resuelve el misterio de la vida, pero al menos lo describe bien. Siempre he dicho que si te lees sus cuentos de una tacada te vas a tirar por la ventana. Muchos de sus protagonistas son alcoholicos o tienen enfermedades o están sufriendo o se acaban de separar o están viendo como se desmorona su matrimonio o un largo etcétera. Es una lectura dura, como a veces lo es la vida, pero se aprecia.

Lo mejor en Carver es que notas que te respeta. Sus historias no están protagonizadas por arqueólogos que funcionan a ritmo de latigazo o investigadores que descubren sectas a través de cuadros. Lo terrible de sus cuentos es que son posibles en nuestro día a día. Casi siempre están movidos por hechos insustanciales.

En un relato, por ejemplo, una pareja se acaba de divorciar y al ex marido, que vive en su piso de soltero, su ex mujer le tiene que quitar un tapón de cera que se le ha hecho en la oreja. En Parece una tontería, un niño se queda en coma por un accidente el día de su cumpleaños, y el pastelero al que su madre había encargado el pastel les acosa para que lo vayan a buscar. Otro es el llamado Catedral en que un ciego cambia a través de una experiencia la forma de ver a un vidente.

Y todo narrado con un tono menor, lánguido y con poca explicación. Lo que causa el malestar en sus historias son las situaciones que sabe crear. Pero es un malestar insaciable, que invita a leer. Y cuando el cuento se acaba, las puertas no se cierra, sino que llega lo verdadero. Llega la vida, que es una extensión de sus relatos. ¿O era al revés?

viernes, 18 de junio de 2010

Equilibrio


— Vaya, no es como yo lo imaginé.

— ¿Y para qué leches te lo imaginas?

— No sé. Por curiosidad. Siempre te haces una idea de qué pasará.

— Yo no.

— Sí, incluso tú.

— No.

— Lo que tú digas. Pero en los momentos en los que no entra en juego tu voluntad, como por ejemplo durmiendo, soñarás con lo que te gustaría ser como todos los demás.

— Sí, alguna vez me ha pasado.

— Por eso digo que es raro. Necesitamos imaginar las cosas. Y casi nunca suelen ser lo esperado. Las expectativas deberían estar siempre de rebajas.

— Eso en el caso de que imagines a la alta. Si imaginas un techo acostumbrado a defraudar, es difícil que las cosas salgan peor de lo esperado.

— ¿Y qué ganas con eso? Quiero decir... Si siempre vamos a ponernos en lo peor, al final acabaremos por vivir amedrentados. E incluso a veces, albergando la posibilidad de que todo pueda salir mal, provocamos que acabe sucediendo.

— ¿Entonces prefieres sustentar fantasías utópicas?

— ¿Por qué no? Ya que es imposible no imaginar, prefiero hacerlo para bien.

— Pero hay que tener cuidado. Ya sé que siempre se dice aquello del equilibrio, pero es verdad.

— El equilibrio es imposible. Nadie equilibra, nadie está equilibrado. Nadie piensa bien y mal a la vez. Digamos que el optimismo ayuda a saltar y el pesimismo construye una red por lo que pueda ocurrir.

— Eso es el equilibrio.

— No, no lo es. Es un tira y afloja. Hay desniveles. No es una línea recta equilibrada.

— Entonces, ¿quedamos en que es mejor ponerse siempre en lo mejor?

— ¿Qué solución nos queda? Al final luego nada es como lo imaginamos. Pero siempre necesitamos una sinopsis. Un adelanto.

— Pura necesidad, entonces. Curiosidad humana.

— Exacto.

— Pues vaya mierda.

— Así es. De eso va todo esto.



"Los únicos interesados en cambiar el mundo
son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay", José Saramago.

Imagen: Mat Ricardo

lunes, 14 de junio de 2010

Cicatrices



— Vale, no lo entiendo. Verás, no lo entiendo. Un día estás sollozando por lo que más te duele y al día siguiente, mira, mírame ahora. Estoy bien.

— Por supuesto, no podrías vivir si no fuera de otra manera.

— Pero ya sabes. Recuerda todo aquello que me sucedió. De verdad, no creía poder levantarme. Y lo he hecho. Lo he hecho.

— Se sirven dos pizcas de voluntad y una de olvido, y todo se consigue.

— Pero no me gusta el olvido. No quiero olvidar. No me quiero olvidar. El pasado, el retrovisor, todo eso, merece ser respetado, y recordado.

— Y sólo olvidándolo podrás seguir adelante. Es la forma de cerrar las heridas.

— De acuerdo. Las heridas se cierran, eso es lo que pasa. Y surge una cicatriz. Una cicatriz visible. La puedes ver todos los días al salir de la ducha. Te señala que está ahí. Te dice, "recuerda".

— Bien, tienes razón. Pero tampoco hay por qué mirarse todos los días al espejo.

— Está claro, no. No es eso a lo que me refiero. Lo que digo es... Lo que digo es que no es justo que mi mente olvide sin mi permiso. El sentimiento, las lágrimas, el dolor. Todo aquello, sucedió por algo. Era por algo. Una forma de duelo, de luto, de reconocimiento. Ya sabes.

— Pero estarás de acuerdo conmigo en que no podrás estar así de por vida.

— No, claro que no. Sigues sin entenderme. Ya te he dicho que no es eso a lo que me refiero. Hablo de justicia. De memoria, recuerdo. Todo eso.

— Entonces sí. No debes sentirte culpable por mantener vivos los recuerdos. En la medida en que los tengas presentes... No sé, con una distancia adecuada, te servirán para hacerte feliz o protegerte de lo que te haga no serlo.

— Todo aquello lo provocó el cariño. Ya sabes. Todo eso permanecía debajo. Por eso me dolió tanto. Que ya no estuviera fue... Como una nueva etapa. Ya sabes. Como el primer coche. Como el primer día en la universidad.

— Entonces sigue recordándolo. Con moderación. Recordar con cariño todo aquello que quisimos no es malo. Es bello porque, como tú dices, hace justicia. Digamos que es... Como la infancia. Como la infancia de los ancianos. Como la infancia de aquellos ancianos que recuerdan con cariño lo felices que fueron.


Imagen: Original Psyn

viernes, 11 de junio de 2010

Crónica de una vergüenza

Es una chica joven. Va vestida con unos pantalones cortos, demasiado cortos, y una camiseta que deja descubierto todo el vientre. De hecho, su intención no es taparse, sino todo lo contrario, enseñar más de lo que toca. Ese es su uniforme de trabajo. Pero a ella no le gusta.


Su jornada se reduce a esperar. Hay algunas que gozan de una silla, e incluso de la protección de una sombrilla, que abriga tanto del sol como de la lluvia. Pero esa chica no. Ella no tiene esa suerte. Como mucho, ella puede apoyarse en el guardarraíl, pero eso da mala imagen para su trabajo. Y quizá al jefe no le guste.

El horario comienza sobre las diez de la mañana y se alarga hasta las ocho de la noche. Pequeño parón para comer y poco más. Y esperar. Ver pasar a los coches delante de ella y preguntarse cual será el siguiente que se pare. Ya ha empezado a conocer de antemano los posibles clientes. Aunque eso no le gusta.

Antes, al menos, tenía la esperanza de que nadie se iba a parar. Se dijo que no era posible que a pleno día y en una carretera de segunda se pudiese acercar alguien. Pero después de dos días se dio cuenta de que tenía más trabajo del que pensaba. Y eso no le gustó.

Pero ¿a quién le importa? No es la única en aquel tramo. En seis kilómetros hay cinco chicas más trabajando. En otra carretera cerca de allí cuatro más. Yendo hacia la capital de la provincia hay hasta siete. Eso significa que no es la única a la que se le paran los hombres. Y cree que a las demás tampoco les gusta.

No sabe cómo llegó hasta esta situación, ni tampoco, que es todavía peor, como podrá salir de ella. Lo único que sabe es que todos los días, haga sol, viento o llueva, tiene que encaminarse hacia aquella maldita valla. Y esperar. Luego se parará un coche a su lado. El conductor será un hombre. Bajará la ventanilla y le dirá alguna cosa. Él intentará que sea ingeniosa, pero realmente no sabrá qué decir. Ella subirá al coche por la puerta del copiloto y se dirigirán al lado contrario de la carretera. Hará lo que el hombre le pida, por el precio convenido. El hombre disfrutará. NO, no creo. Ella seguro que no. Se bajará del coche por la misma puerta por la que ha entrado. Y volverá a esperar al lado del guardarraíl. Y eso no le gusta.


jueves, 10 de junio de 2010

Zombies



— Oye, si yo me muriera, ¿qué sería lo último que me dirías?

— ¿Lo último?

— Sí, lo último, antes de dejar los ojos en blanco.

— Pues no lo sé. Supongo que te pediría la clave de tu tarjeta de crédito.

— ¿Me robarías estando muerto?

— No, hombre. Sólo para los gastos mortales. Ya sabes, ataúd, escavadoras...

— Yo quiero que me incineren.

— ¿Incinerar? ¿Pero tú estás loco? ¡Lo mejor de la muerte es poder ser un zombie!

— ¿Un zombie? Los zombies no existen.

— Ay que no. Claro que existen.

— ¿Y son creyentes?

— No lo sé. La verdad es que nadie se lo ha planteado nunca. Supongo que están enterrados, pero todavía no han subido al cielo.

— ¿Miedo a volar?

— Puede ser. O quizá estén en la lista de espera. Ya sabes cómo va la sanidad en este país.

— Un desastre. Pobres. ¿Crees que algún día irán al cielo?

— No lo sé. La verdad es que suelen ir demasiado sucios y... Ya sabes, en el cielo no te dejan entrar con cualquier cosa. A mi abuelo lo mandaron a casa por llevar zapatillas. Y aquí sigue, con 95 años.

— Qué hijos de puta.

— Son esferas distintas. Nunca llegaremos allí. Un cuarto de 30 metros cuadrados en el Infierno, y gracias. ¿Quién puede costearse un viaje al cielo? Los precios están por las nubes.

— Por eso muchos prefieren ser zombies y apañárselas, claro. La cosa ahí arriba debe estar saturada.

— Cuando no te queda otra cosa es lo mejor. Ir al infierno es como ir a Benidorm, hace demasiado calor como para aguantarlo. Así que una cosa intermedia suele ser la única solución.

— Está jodido con esto de la crisis.

— Y tanto. Pero bueno, todavía nos queda mucho hasta entonces. Por el momento, dime, ¿estás seguro de que quieres ser incinerado?

— Por supuesto. Visto lo visto es la opción más barata.

— Tienes razón.



Imagen: Felgab

viernes, 4 de junio de 2010

Segundo pasillo



— ¿Vamos a la sección de yogures?

— Juan.

— ¿Qué?

— Escúchame.

— ¿Qué pasa?

— Creo que lo mejor es que lo dejemos.

— ¿Qué? ¿No te gustan los yogures?

— Dejar lo nuestro.

— ¿Te refieres a ti y a mí?

— Sí.

— ¿Y por qué? ¿Por los yogures? Mira que de verdad puedo cambiar. En el fondo odio los yogures, me encanta la fruta. Sí, me encanta la fruta. La sandía, el melón, las naranjas...

— Juan. Hablo en serio.

— Lo sé.

— Te lo imaginabas, ¿verdad? Esto se veía venir.

— ¿Se veía venir?¿Sí? No sé... Yo... La miopía. No sé.

— Es lo mejor.

— ¿Lo mejor? ¿Por qué?

— No te merezco, Juan.

— ¿Y qué más da si me mereces? Yo te quiero.

— No, Juan. Durante todo este tiempo no he hecho más que darte problemas. Alterar esa persona feliz que tú eras antes de conocerme.

— ¿Pero cómo sabes tú si era feliz antes de conocerte? Si no te conocía.

— Ya me entiendes, Juan. Sé que podrías ser mucho más feliz con otra persona.

— No, tú podrías serlo.

— Juan, no lo compliques.

— No complico nada. ¿No me mereces? ¿Pero qué chorrada es esa?

— Tú eres mucho mejor persona que yo, Juan. Lo sabes. Mereces a alguien mejor.

— ¿Y no puedes mejorar para mí?

— Lo mío no se puede cambiar. Está en lo más profundo de mi ser.

— "En lo más profundo de tu ser". ¿Entonces qué tengo que hacer? ¿Sentir lástima por ti?

— No, Juan. Sé que ahora no lo entiendes. Lo entenderás con el tiempo. Te darás cuenta.

— Seguro que me daré cuenta. Pero hasta entonces, haré la compra yo solo.

— Juan... sabes que te quiero. Pero los dos necesitamos cosas diferentes.

— No hables en plural. No decidas por mí. Reconoce que eres tú la que se está apeando del bote.

— No grites.

— No grito. Sólo quiero que reconozcas que eres tú la que se está arriesgando a ser feliz de otra manera. No yo. Y que asumir ese cambio de rumbo me obliga a mí a aceptar las consecuencias. Sólo eso. Sin maquillajes.

— Lo que tú digas. Si quieres convertirme en la culpable, allá tú.

— No eres la culpable. Eres la causa. No eres culpable de buscarte la vida. Todos nos la buscamos. Simplemente quiero que reconozcas que esto es decisión tuya.

— De acuerdo, lo es.

— Vale.

— Vale.

— Entonces... Adiós, supongo.

— Así, ¿sin más?

— Sí, así, sin más.

— De acuerdo...

— Me voy a por los yogures.

— ¿Te espero fuera?

— Haz lo que quieras.


Imagen: Tomms