jueves, 30 de abril de 2009

"Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de los cielos" (Mc 10, 27)

Hace poco más de un año que José Luis Rodríguez Zapatero ganó por segunda vez las elecciones generales en España y se le confirmó en su cargo de presidente del gobierno. Durante la campaña electoral no había crisis. Pero no tardó en llegar.

Ahora ya llevamos más de un año con ella encima y no sabemos como quitárnosla. Parece como una gripe (clásica, no porcina): podemos atenuar los síntomas pero no curarla, eso ya se pasa con un poco de tiempo y sudor.

De repente han ido saliendo voces críticas por todos lados diciéndonos lo malo que es el capitalismo agresivo y que eso ya se veía venir y no sé cuantas cosas más. Ahora se impone contención y cambiar, solo un poco eso sí, nuestro modo de vida.

Pero, ¿para qué? A los cuatro días de salir de esta crisis la gente ya se habrá olvidado de ella y, peor aún, el gobierno también. El optimismo inundará las calles y volveremos a regalar el dinero hasta a los muertos. ¿Por qué no podemos, de una vez por todas, cambiar de sistema?

Lo que se ha visto es que se han hecho barbaridades para conseguir un bien demasiado preciado por algunos: el dinero. ¿Realmente es tan importante? ¿No podríamos dejarlo de lado y empezar a pensar con la cabeza?

Evidentemente, no tengo la panacea. Lo que tengo son diecinueve años y una madre que está detrás de mi pagándome los gastos (pero sólo los gastos esenciales, el "ocio" me lo pago yo). Así es muy fácil verlo todo desde otra perspectiva. Pero aún con eso, no creo que mi opinión sobre. Otra forma de vida tiene que ser posible. Pero necesita esfuerzo e imaginación: dejar de valorar lo material y empezar a valorar más lo intangible, lo espiritual (tengo una conversación pendiente con uno de mis lectores sobre este tema).

Es demasiado fácil calcular el valor de las cosas por el montón de billetes que cuesta. Pasemos a otro nivel. Otro mundo es posible (lema, por cierto, de Endesa).

jueves, 23 de abril de 2009

David, 4ºA


Y él pensaba que eso de ser un poeta urbano sentimental estaba de moda. Que a ellas les gustaba. Que se llevaba eso de escribir en una servilleta, pensar fórmulas para que algo rimara. Que eso de expresar los sentimientos y cantarlos al mundo estaba de moda.

Era adolescente y no le hacía falta hormonarse. Le gustaba que la gente lo viera como el tipo que camina en contra de lo establecido, pero que entiende a todos por igual. El hombre sin causa, el eslabón perdido, el guía intelectual de una nueva sociedad adolescente, más analfabeta, más incrédula. Eso creía él y así era él.

Los de su edad decían que aquello era lo que se llevaba y que era ciego el que no lo viera. Que ya no se llevaba eso de escribir buena poesía, buenas letras, buena música. Que se llevaba eso de insultar, el ombliguismo, el amor de invernadero. Querer a chicas de neón salvaje. No saber cómo decirlo y vomitarlo en un papel sin digestión, al primer giro. Creer que lo duro y áspero vale más por su sonido.

Que ya solo existen metáforas sobre nubes negras, lágrimas de cristal, corazones rotos y besos bajo la lluvia. Que la desesperación, el olvido y el flequillo les ayudan a esconderse en una especie de velo afligido. Que ellos sienten más, que su pena es más grande. Que les gustan las cámaras y los flashes.

El egocentrismo de la sombra de un poeta que quería ser lo que no podía. Conseguir la fama y tener mucho flow. Ganas de sentirse el rey, de pisar a los demás y jugar con los sentimientos de amor, alegría y pena como si fueran rocas de piedra.

El no querer innovar, el dejarse llevar cuando todo suena demasiado bien. El miedo a lo que nadie ha hecho y las ganas de tirarse al río para acabar arrastrado por una corriente disfrazada de moda, que eclipsa todo lo demás y tapa bocas. Creer que no hay nada mejor al otro lado del río por no saber nadar. Sentimientos que flotan en la superficie de una piscina llena de sangre.

Él vivía en el sobrexcedo y el colapso de niñatos que como él no sabían la diferencia entre un hombre y una mujer. Adolescentes que creían que la composición y el arte eran simplemente la suma de saber tocar dos notas con una guitarra y teclear dos letras en el ordenador. Poetas de terciopelo rellenos de espuma amarilla. Poetas que nunca habían leído un libro. Poetas que no sabían qué era la poesía.


Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
Fotografía: Juan Cardosa

miércoles, 22 de abril de 2009

Santa estación

Ayer volví de vacaciones. Para volver de mi preciosa comarca del norte de Catalunya tengo que pasarme unas nueve horas en tren, con trasbordo incluido. Así va España.

El cambio de tren se hace en la estación de Sants, en Barcelona. Aquél sitio me encanta. No suele salir en las guías de turismo, pero es un lugar que merece la pena visitar y gastar un poco de nuestro tiempo en observarlo.

Para empezar, no es una estación fea. Es luminosa, ancha y muy manejable para cualquier viajero (que al fin y al cabo es su función). En todo momento hay una señora-ordenador que muy amablemente te va indicando el tren que quieres tomar. Mientras confías en que ella te avise por los altavoces de la salida del tren que vas a coger (es una operación que consiste de varias fases, como por ejemplo saber la dirección de tu tren, enterarte de la vía por la que sale y rezar para que no haya modificaciones en la hora de salida, cosa, dicho sea de paso, muy difícil que no ocurra) puedes pararte a investigar el lugar.

En ella encontramos varias tiendas, cafeterías, servicios de comida, lavabos, consigna, entradas al metro y al tren, farmacias y una maqueta del AVE, entre otras cosas. Luego empiezas a analizar a la gente que pasa por allí. Y ves lo mejor de aquella estación: la diversidad del mundo reunida en un espacio de unos cuantos metros cuadrados.

Colores, lenguas, sexos, tamaños. En Sants hay de todo. Desde la familia que se coge el AVE para ir a Madrid al mendigo que está en la puerta para que le echen una monedita. Extranjeros, gente del país, apátridas, inmigrantes, estudiantes, personas sin rumbo.

Me gusta la idea de que una estación es algo aparte de la ciudad. Es tierra de nadie. Allí coinciden el tren (cercanías, media y larga distancia), el metro y estación de autobuses. En toda su historia, aquella estación debe haber visto millones de personas. Me fascina pensar en la cantidad de gente con la que he compartido el suelo de aquel ajetreado vestíbulo. Y al final, siempre que estoy allí acabo pensando en lo grande que es el mundo y lo pequeños que somos nosotros.

Esta la magnificencia de una estación: llegar a tener el mundo en la palma de la mano sabiendo que pesa demasiado para poder mantenerlo allí durante mucho tiempo.

martes, 14 de abril de 2009

Javad Almahid, 9ºB



Mi nombre es Javad Almahid, soy detective privado. Trabajo para una cadena de Kebab’s y he venido a este país para investigar las dificultades del terreno: su sociedad, sus costumbres y sus prejuicios aéreos.

Soy un tipo listo, de esos que no dejan huella allá por donde pasan. Soy como el dueño que no recoge la caca de su perro o como un hombre flaco en una manifestación. Nadie sabe de mí. Trabajo con cautela y pocas veces me descubren.

Conozco treinta lenguas, diez dialectos primitivos y cinco lenguas muertas. En el lugar donde me encuentro nadie me entiende, pero yo lo entiendo todo. Soy capaz de escuchar una conversación telefónica con los dos oídos a la vez e incluso puedo engañar al teléfono de una cabina con una moneda y un cordón.

Me he instalado en un piso de la Calle del Olvido, muy cerca del centro. Es verano, pero aquí yo soy el más moreno del lugar. Para camuflarme, llevo polvos de talco. Nada queda a la improvisación. Siempre llevo guantes, o en su defecto, las manos dentro del bolsillo, ni muy dentro ni muy fuera.

Esta es mi segunda semana en la ciudad. Los vecinos aquí son un tanto extraños. Comen cerdo y permanecen despiertos hasta altas horas de la madrugada. Nosotros no podremos darles cerdo, pero sí podremos abrir hasta que no haya más pollo y ternera que tostar. Es fundamental conocer bien al cliente al que te enfrentas.

Mis primeras investigaciones me hicieron llegar hasta un lugar donde todas las mañanas acuden cientos de personas. Un lugar bastante concurrido los fines de semana. Parece un buen sitio para abrir un negocio. La gente va allí, se congrega y después, toman algo en el lugar más cercano. Parece una costumbre bastante arraigada entre sus mayores.

Así que esta mañana me he peinado el bigote (postizo, claro), he cogido mis gafas de sol y con mi gabardina abierta he andado varios kilómetros hasta el lugar. El trabajo de un espía es hartamente complicado en este sentido. Siempre hay que mantenerse en forma. En el periódico, acostumbro a leer los deportes y si es posible, lo hago mientras subo por las escaleras. Si alguien me descubre, me gustaría saber si se trata del record man del mundo de los 100 metros lisos.

El lugar donde he ido es un sitio decorado con bastante buen gusto. La gente porta sus mejores galas y sus anillos más pesados. Una mujer, incluso, llevaba esta mañana una carretilla con todas sus joyas.

Al principio, pensaba que se trataba de una casa de subastas. Un hombre cantaba los precios y el público, sentado en filas, respondía valiente con la apuesta más alta. ¡Pero nadie sabía cómo funcionaba el negocio! Todos respondían a la vez, unos y otros, y con las mismas cantidades. Era imposible que nadie se pusiera de acuerdo, increíble que nadie supiera cómo funciona una subasta. Y aquel cáliz tenía pinta de ser de los caros.

Después pasaron varias mujeres entre el público y “peinaron” la zona con sus cepillos. En ningún lugar se explicaba cómo funcionaba todo aquello. Ni siquiera en las esculturas de la entrada. Así que vi la cesta y pregunté el partido por el que se apostaba esa semana. Lo había visto hacer en otros lugares. Como siempre, debía adaptarme bien al entorno social. La mujer me miró extrañada y después dejé una moneda. Le dije que 2-0.

Más tarde, el hombre que parecía organizar todo aquello, tanto las subastas como las apuestas, se dirigió a todos nosotros alzando un pedazo de comida que no distinguía a ver bien desde mi asiento. Dijo que aquel era el cuerpo de un buen hombre. Después bebió su sangre. Aquel tipo tuvo que hacerle algo muy gordo para vengarse de aquella manera.

Temí que se tratara de alguna secta que yo no conocía o de una de esas reuniones de caníbales que se organizan por Internet donde, simplemente, se sientan a jugar al parchís y esperan a que suene el timbre del horno. Fue en ese momento cuando empecé a preocuparme de verdad. El orador, que claramente era el hombre al que la gente llamaba “rey de copas” en las barajas de los bares, descendió del altar en el que se encontraba. De los laterales salieron dos jóvenes portando unas velas terriblemente grandes. Parecían estar cargadas: temía una emboscada, una masacre.

De repente, la gente se tiró al suelo de rodillas y yo me abalancé sobre un niño de unos 9 años intentando proteger su vida. Nunca he querido ser un héroe, me gustan más los superhéroes. Pero soy un hombre realista, si me tengo que conformar con lo primero, lo hago.

El chaval me miró como se mira a la Muerte y su madre me atizó con un bolso lleno de llaves y monedas. Todos se volvieron locos de repente y parecieron no haber visto lo que yo acababa de ver hacía unos segundos. ¿Quizás un suicidio colectivo? ¿Algo más gordo? Quién sabe… Todo parecía responder a un patrón que yo no adivinaba a interpretar.

El caso es que me tuve que ir de aquel sitio. Eran muchos y cobardes, y la cobardía sí entiende de números. Probablemente clientes que podrían haber sido buenos y fieles, pero aquel no era un buen sitio para poner nuestro negocio. Esas zonas no deben ser frecuentadas por gente de bien como nosotros. No queremos mezclarnos con esa gente, porque una vez que entras, ya no sales. Ya se sabe: primero llegan las amenazas, después los pagos mensuales y al tiempo… solo Dios sabe qué.


Prólogo:
Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
Fotografías:
Carlos Bravo

miércoles, 8 de abril de 2009

Todo el mundo necesita un pequeño descanso

Debido a borracheras, resacas, viajes y demás cosas que preferimos no contar, este blog permanecerá inactivo hasta que veais que hay una nueva entrada (lógico, pero hoy mi cerebro no da para más).

¡Felices Pascuas!

Felices Pasqües!

lunes, 6 de abril de 2009

Santiago, 2ºC


Hace casi ya 10 años desde aquellas noches frías entre cartones. El pasadizo junto a la Calle del Olvido fue mi refugio provisional durante una época difícil, dura y complicada. Hace unos días, después de tanto tiempo, decidí volver allí. Eran casi las dos del medio día, el cielo era gris y la lluvia era muy fina.

Caminaba dubitativo, recordando el trayecto bajo los porches que solían conducirme a la entrada de aquel sitio. Llegué allí y entonces atravesé la verja de seguridad nocturna que cortaba un arco de medio punto. Sobre este, clavada en una superficie de piedra lisa, pude ver la placa que daba nombre a todo el pasaje. Después, pensé que quizá yo hubiera sido el causante de que aquella verja existiera. Todo eran viejos recuerdos.

Justo en frente, la puerta que nunca vi abrirse. Era de madera, grande y pesada. Intentaba parecer elegante, pero el tiempo y la humedad la habían desgastado bastante. Su buzón estaba oxidado y por él tampoco recuerdo haber visto entrar ninguna carta. Nunca vi tampoco pasar luz a través de su ventana superior, que desacertadamente, estaba adornada con hierro.

Cuando miré a mi derecha y agaché la mirada, vi los dos tramos de escaleras sobre los que muchas noches tuve que dormir. Me senté en el lado derecho para tomar un poco de aire. Aquel era mi rincón. Extendí la mano sobre el muro y palpé la piedra fría, como el jinete que acaricia su caballo tras una mala carrera. El tiempo dibujaba en él una desgastada imagen, llena de símbolos incongruentes de spry y pinturas casi rupestres. No, no habían sabido escoger acertadamente su maquillaje.

Miré hacia arriba y descubrí que también los años me habían hecho olvidar aquella cristalera. Era grande y ocupaba toda la superficie de la cubierta más corta del pasaje, que iniciaba el dibujo en “L” del lugar. El rectángulo estaba compuesto por vidrios azules, rojos, blancos y dorados, de tal manera que todos ellos conformaban un escudo señorial. Siempre me había resultado extraña su presencia en aquel lugar. Era como si cada día, unos humildes campesinos tuvieran que recibir en casa a un hombre rico y obeso que les recordaba con jactancia su baja condición social.

Me levanté y apoyé mi mano derecha sobre la barandilla. Después, descendí lentamente sin apartar mis dedos de ella. A mi izquierda, dejaba el descuidado hueco de la escalera donde también dormí alguna noche. Cuando el invierno se abalanzaba, era el lugar más cálido del pasaje. Ahora, permanecía cerrado por otra verja tétrica y carcelaria de poco más de un metro. En su interior, una escalera de madera posaba erguida, prisionera a uno de los barrotes.

El ambiente ahí dentro era extraño, la iluminación, parecida a la romana: pobre, débil e insuficiente. Como era la hora de comer, los restaurantes soplaban el olor de sus platos. Pasta, carne, sopas... En ese momento, recordé que en un tiempo jugaba a adivinar el menú del día.

Descendí entonces por el segundo tramo de las escaleras, desde donde ya podía ver la luz de la salida. Oía voces de personas que rebotaban, pasos acelerados contra adoquines que no llegaban a entrar.

A mi izquierda, una cortina metálica acumulaba polvo y óxido. A mi derecha, un letrero que anunciaba la entrada a una empresa de seguros con poco trabajo se quedaba quieta mirándome.

El suelo estaba recubierto en esa parte por anchos adoquines irregulares, sobre los que el agua, en forma de pequeños charcos, se resistía a transformarse en vapor.

El techo estaba revestido con yeso blanco, agrietado y despellejado por el paso de los años. En su mitad, se mostraba casi desnudo y podía distinguirse en él su estructura primitiva. No me gustó nada verlo de aquella manera.

Cuando bajé la mirada de lo alto, me aproximé hacia la luz del fondo. Era el final del pasadizo, el desenlace del pasaje. Al salir, la luz de la calle me deslumbró por un instante. Después, caminé con paso firme hacia mi casa, justo al lado. Cuando llegué, besé con amor la copia de aquel boleto de lotería de 1998.

Fotografía: Javi Navarro
Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
Fotografías:
Carlos Bravo

domingo, 5 de abril de 2009

Oliver y Benji: Mártires y vírgenes

No es el campeonato de futbol más famoso del mundo, no juegan grandes estrellas mundiales, no se ganan grandes sumas de dinero, pero es, como mínimo, curioso. El torneo Clericus Cup levanta pasiones, arranca himnos y cánticos de los aficionados y provoca la ira y el enfado de los propios jugadores. Es la competición que juegan los estudiantes del Estado del Vaticano, el campeonato mundial de seminaristas.

Los equipos se forman por zonas geográficas y los enfrentamientos son bastante disputados. El público, otros estudiantes y miembros eclesiásticos, animan a sus compatriotas con un ímpetu que no tienen nada que envidiar a los hinchas del Liverpool o el Panathinaikos. Los aficionados del equipo mexicano llevaban tambores para animar la fiesta, los italianos unos altavoces y los africanos reggae. En la segunda edición (se han celebrado tres) se sacaron tantas tarjetas rojas que los organizadores tuvieron que recordar a los jugadores-seminaristas que el futbol sirve para unir, no para pelearse. La final del campeonato ha tenido tanto éxito en las ediciones anteriores que se decidió disputarla en un campo de la ciudad vecina, Roma, para poder albergar todos los espectadores.

El espectáculo está garantizado en este vibrante torneo: curas, monjas y seminaristas se unen para disfrutar del futbol y animar a su equipo. Me pregunto si en estos partidos también aparecerá la mano de dios para ayudar al equipo vencedor.

jueves, 2 de abril de 2009

Corrección

Por cierto, tal y como decía Jurdan, la guerra civil terminó hace 70 años. Si es que ser de letras no tenía que ser bueno para todo...

Iván, 8ºD



Tenía 345 amigos y se escribía con más de la mitad. A algunos les contaba cosas que jamás en la vida habría contado. Tenía amigos de todos los sitios y lugares del país, algunos incluso de otros continentes. Se sentía querido cuando la gente le comentaba sus fotos y él las veía en el ordenador.

Su cuarto estaba en el octavo piso de la Calle del Olvido. Era oscuro y pequeño. Un microcosmos virtual donde la gente entraba y salía. Un foro donde, en alguna ocasión, se habían relatado cientos de historias.

El ordenador era una de las ventanas del cuarto. Le había abierto puertas que hasta entonces desconocía. Quería conocer gente, ver mundo. Todo a un clic. Nunca había tenido muchos amigos, así que aquella era la oportunidad de poder conseguir lo que hasta entonces nunca había tenido. Poder decir, “uno más para la lista”.

Hacía más de un mes que se escribía con aquella chica. Casi a diario, casi a todas horas, mantenían largas conversaciones escritas que le parecían realmente interesantes. Le gustaba, era cariñosa en las palabras y compartían muchos y diferentes puntos de vista. Incluso en las fotos parecía ser una chica realmente recomendable.

Sabía su nombre, sus dos apellidos, dónde vivía, el nombre de sus padres y de su perro, dónde estudiaba, cuál era su película favorita, qué tipo de hombre le gustaba, sus peores relaciones, los hombres con los que había salido, sus bares de marcha, su matrícula del coche, su religión y su altura. Datos, datos y más datos que le ayudaban a configurar en su cerebro una imagen, en teoría, bastante acertada.

Un día, decidieron quedar para conocerse. Pero el directo era imprevisto. En el fondo, ninguno de los dos sabía si la otra persona respondía a las bromas con una sonrisa, si tenía un gran sentido del humor o si, simplemente, no era de las personas que se reían con facilidad. Delante de la pantalla todo resultaba bastante fácil: nadie les miraba a los ojos ni tenían que meter las manos en un sitio donde no molestaran.

Pero el chico creía estar enamorado. Se lo había contado todo y en ocasiones, ella había sido su mayor confidente. Quería saberlo todo y más sobre ella, la punta del pastel le había parecido deliciosa.

El encuentro fue en un centro comercial repleto de gente. Habían quedado junto a la fuente, cerca de una escultura de hierro alargada. Él iría de rojo y ella llevaría un bolso blanco y pesado. Tontadas de película romántica.

Ella llegó tarde. Se dieron dos besos y fueron a dar un paseo. Era más guapa que en las fotos y hablaba con soltura. Era realmente como él la había imaginado. Ahora podía mirarle a los ojos, asentirle cuando hablaba y escucharle sin problemas. Era la magia del directo.

Hablaron durante un rato. Él estaba muy nervioso. Le sudaban las manos y sentía pánico y vergüenza a partes iguales. Se movía mejor dirigiendo sus dedos con precisión a cada una de las teclas: H-o-l-a. Era más sencillo. No le gustaba sentir que le miraban a los ojos, que le tocaran cuando hablaba o simplemente, hablar sin haber pensado antes qué decir. Le faltaba el guión, la pauta. Todo iba muy deprisa. No había ensayado lo suficiente para aquella gran obra. Las palabras le salían torpes, los silencios se le hacían incómodos y la persona que tenía enfrente se iba convirtiendo, poco a poco, en una gran desconocida.

Ella lo notaba, y no le gustaba. Los dos sintieron que no se conocían. Durante un tiempo creyeron que sí, pero no se conocían. Sabían muchos datos de la otra persona, muchos números y muchas curiosidades. Pero era como estudiar la biografía de un personaje histórico. Ver las fotos de Stalin, saber que tenía bigote, y poco más.

Les faltaba el día a día, las anécdotas, una historia común. Si querían conocerse, tenían que empezar a hacerlo a partir de aquel momento. Iván descubrió que si aquella chica realmente le importaba, si realmente deseaba quererla, antes tenía que conocerla: discutir y meterse con ella, verla llorar y sonreír, cantar y abrazarle mirándole a los ojos. Vivir improvisando sin ser consciente de ello.

Al volver a casa, Iván abrió la ventana y subió la persiana. En frente, las luces de las farolas y el viento helado le dijeron que se fuera a dormir.


Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
Fotografías:
Carlos Bravo

miércoles, 1 de abril de 2009

La muerte de la ilusión

Hoy hace 80 años que venció Franco en la guerra civil española. Un primero de abril de 1939 se apagaron los sueños de los millones de opositores al fascismo. Se acabaron las esperanzas de llegar a formar un estado español republicano, legal y legítimo, un estado que expresara la voluntad del pueblo español y que se fundamentara en la igualdad y la libertad tan reclamadas en la Constitución de 1931.


Y así empezó una nueva negra etapa. No sólo en España, sino que se extendió a todo el mundo. Aquellos que habían creído que un mundo mejor, un mundo libre, sin injusticias, sin autoritarismos, era posible se tuvieron que marchar como perdedores, como vencindos. La cabeza gacha y a sufrir las penas fuera de casa, lejos de su pasado. Con la maleta a cuestas se fueron, como si toda una vida se pudiera guardar entre la samarra y una muda de recambio, allí, caliente, para volver a sacarla cuando volvieran y retomar la vida pasada. Gente condenada por sus ideas, por su pensamiento. Por lo intangible.

______________________________________________

"Y es entonces cuando peso mi exilio
y mido la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido"
(Álvaro Mutis)


Res no crida el meu cor amb més tendresa, ara,
que aqueslls camins fondals de xops i de canyars.
El seu record fa un ròssec de recança al meu pas;
torna a la meva espatlla la mà greu del meu pare.
(Màrius Torres)

_____________________________________________