martes, 27 de octubre de 2009

Yo soy yo, tú eres yo, yo soy tú, nosotros somos todos...

Este domingo saltó la polémica en Francia. Eric Besson, ministro de la Inmigración, anunció que quería desarrollar un "gran debate sobre los valores de la identidad nacional". Su idea es empezar unas reuniones con parte de la sociedad civil para identificar y definir qué es ser francés.


La izquierda no ha tardado en saltarle a la yugular y criticar su "vuelta al pétainismo (el mariscal colaboracionista con Hitler)". Tratan la idea de medida electoralista, ya que las elecciones regionales se celebrarán en marzo del año que viene.

Al extremo opuesto, y en su línea, Le Pen escupe que lo único que quiere el ministro es la eliminación de su partido (Frente Nacional), ya que eso es lo que "le excita" a Besson. Aunque a este señor hay que darle un poco de comer a parte.

Lo que yo me pregunto, a estas horas, es si realmente existe una identidad nacional. Si se puede afirmar sin escrúpulos que, por el simple hecho de ser de una nación, se es de una forma (tomo como definición de nación la noción que siempre he tenido: comunidad de personas que comparten una misma cultura, ley, historia, lengua y tradiciones y con sentimiento de pertenencia a ella).

¿Es, por tanto, la pertenencia a esta nación lo que te da una identidad específica o es tu identidad la que configura luego la nación? Es decir, ¿primero fue el huevo o la gallina?

Yo siempre he creído en la influencia que ejercen los orígenes en uno mismo. Josemi , sin ir más lejos, nos acaba de narrar uno de sus recuerdos infantiles. Me imagino que estas hazañas serían diferentes de haber nacido en algún otro sitio. Por tanto, es evidente que hay un poso cultural inevitable. Este trasfondo viene de tu infancia, tus padres y tu familia, tus amigos, tu crecimiento, etc.

También creo que el entorno en el que vives influye en tu formación como persona. Esto ya es un elemento a nivel colectivo. No es lo mismo ser de mar que de interior o de montaña. El clima del lugar, el paisaje, la geografía, etc. Y este hecho no es sólo tuyo, sino que es compartido por la gente de tu alrededor y también influye en ellos, por lo que se construye un sentimiento común de vivencias y preocupaciones en torno a lo que se comparte.

No obstante, no todos somos iguales: reaccionamos de formas distintas a situaciones parecidas, evolucionamos de maneras diferentes, la situación laboral, económica, familiar, no es la misma en todas las personas, y esto contribuye a crear nuestra personalidad.


Además, qué sería de nosotros sin nuestras particularidades, nuestros gustos, preferencias, experiencias, contactos con otras personas, alicientes...Aunque tampoco hay que desdeñar los intereses comunes, las esperanzas en un futuro mejor, el apego a la historia, etc. ¿Es suficiente conformarse con unos vínculos nacionales que nos vienen dados?, ¿no es más seguro, por otra parte, desarrollarse bajo el manto de esta nación?

No hay que olvidar que todo esto viene a cuento de la intención del ministro francés de definir la identidad nacional. No sé hasta qué punto es cuestión de un estado definir este polémico asunto. Porque siempre está el hecho de que quizá más que una identidad nacional existe una identidad universal, o proletaria, y que alguna de estas pesa más y tiene que guiar nuestras decisiones.

Pero volvamos a la pregunta original. ¿Esa identidad individual se ve superada por una identidad colectiva o permanece inalienable a su entorno? Sinceramente, creo que esta es una cuestión demasiado compleja como para resolverla en un pequeño escrito de este modesto blog.

Yo he hecho mis aportaciones al respecto, planteando unas dudas y esperando la comprensión frente a mi incertidumbre.

Sólo me queda remarcar un último punto. Quizá, en el fondo, la opción más humana sería la del anarquismo: la persona en el colectivo y éste erigirse como una única estructura. Sin diferencias, todos iguales. ¿Pero acaso la belleza es un don alcanzable?

lunes, 26 de octubre de 2009

El Potxas


Cuando era pequeño mis amigos y yo nunca nos metíamos en problemas. Éramos de esos que gritan “picazo” y corren delante de los matones de barrio. Éramos chicos que no salían de la plaza porque más allá estaba el bosque, la selva, los tigres y seguramente alguna que otra serpiente cascabel.

Nuestra plaza estaba rodeada por una carretera, lo que en los castillos se suele conocer como el foso. De ahí no salía nadie y si tenías lo que hay que tener, lo dejabas para otro momento. Nuestro mundo era un microcosmos que se reducía a esa plaza y al camino que llevaba hasta el colegio. Un camino libre de hombres con caramelos y mujeres con verrugas en la nariz. Sólo había hombres del saco, nada más.

También allí, en mi colegio, había unos límites infranqueables. El campo de fútbol era la frontera, nuestra aduana. Si ibas hasta el fondo, corrías el peligro de que los vigilantes te dispararan desde arriba. Allá, al otro extremo del campo, se levantaba una casa abandonada con los cristales rotos y las cortinas bailando como le apeteciera al viento.

Realmente impresionaba acercarse hasta allí. Había cosas de los mayores que nosotros nunca nos creíamos, como su estúpida teoría de que cuando uno tuerce mucho los ojos al final se acaba quedando medio bizco. Pero aquella casa era una de esas mansiones que salían en las películas. A un lado, la inocencia y bondad de los niños en el colegio. Al otro, la tenebrosidad y penumbra de aquella casa.

Nosotros conocíamos aquel lugar con el nombre de “la casa del Potxas”. El Potxas era para nosotros un hombre viejo con barba de varios días que guardaba una escopeta de perdigones por si alguien se atrevía a entrar a su casa. Vivía en el piso de arriba y a todas horas estaba viendo la tele. Según algunos, si te acercabas lo suficiente podías oír el sonido del televisor.

Todo eran rumores. Muchos decían que vivía con su mujer y que tenía varios hijos. Que salía por las noches y que una vez alguien lo vio, seguramente el mismo que vio a Melchor una noche.

Cuando crecimos y el Estado Paternal nos concedió la licencia de ampliar nuestras fronteras de exploración, nos volvimos gallitos y rebeldes. No de esos que lo son por naturaleza, sino de esos que son malos simplemente para contarlo.

Una tarde, enviamos una expedición a la casa del Potxas. Éramos muchos y además habíamos hecho algún que otro amigo, de esos que tienen pueblo y matan a las gallinas. Ese día, nos armamos de valor como jóvenes intrépidos y caminamos hasta allí.

Al llegar, la casa estaba rodeada por piedras y arbustos. Cada uno se agachó y cogió las piedras que más le gustaron. Otros decidieron ir a echar un vistazo a la casa, entre los que no me encontraba yo, por supuesto. Yo tenía que vigilar que todo estuviera bajo control afuera. O eso me inventé, creo.

A los quince minutos, escuchamos el sonido de unos pasos ligeros que venían del otro lado de la casa. Por la ventana, salían algunos de nuestros amigos, corriendo, rojos, dejándose la vida en cada zancada. Nosotros también echamos a correr como si fuera la última carrera de nuestras vidas. Detrás de nosotros, una furgoneta blanca se acercaba lentamente.

Nosotros corríamos y corríamos como nunca, entre risas nerviosas, sonidos extraños y suelas de goma. Nadie se atrevía a mirar a atrás, y preocuparse por el resto de compañeros era una cosa que sólo se hacía en las películas sobre Vietnam.

Cuando al final salimos de la zona prohibida, nos agachamos sobre las rodillas para respirar, hinchando los costados y resoplando como los caballos. “¿Lo habéis visto?”, les preguntamos. “No, oímos que alguien se acercaba y echamos a correr. Allí había de todo: pizarras, ordenadores, hojas por el suelo, pupitres…”. “¿Pero habéis visto al Potxas o no?”, inquirimos. “No, no. Pero creemos que iba en la furgoneta blanca”.

Y allí se acabó todo, no preguntamos más. Días más tarde, nos acercamos para tirar piedras a la casa abandonada como muestra de nuestra singular forma de tomarnos la revancha. Sin suerte. Desde entonces, nunca más volvimos a entrar y ninguno de nosotros logró ver al Potxas. Hoy, puede que siga allí viendo la tele, con su escopeta cargada y lista para cualquier renacuajo que quiera acercarse. O puede que, simplemente, el Potxas nunca hubiera existido.


Imagen: Valischkas

domingo, 25 de octubre de 2009

Espejito espejito



Hoy era mi segundo día de prácticas en Diario de Navarra. Si leéis las apasionantes crónicas de los partidos de Tercera, quizás encontréis mi nombre por alguna parte. Son mis primeros pasitos como periodista, mi primer sondeo del terreno, mi primera vez entrando a una redacción.

Ayer era el típico chaval con cara de despistado que no se entera de nada. Ese que pregunta dónde está la redacción de deportes y que cuando ya se ha ido, la gente comenta lo apuesto y guapo que es. O lo que sea.

Diario de Navarra es un edificio inmenso. Inmenso para lo que suele ser habitual en una redacción local de nivel medio, e inmenso también para un estudiante de periodismo que entra en una redacción por primera vez.

Al entrar, todo es como en las películas. Gente en sus escritorios, teléfonos sonando, bolígrafos en la boca, camisas remangadas y el sonido de los teclados. Hombres forajidos del oeste que parecen traerse entre manos asuntos de vital importancia. Da la sensación de que las opiniones, las historias, la información y las noticias son ríos de tinta que acaban desembocando siempre en esa redacción.

Diario de Navarra está en el polígono de Cordovilla. Desde mi casa hasta allí hay unos 20 minutos, 15 si no valoras tu vida o tienes mucha prisa. Para entrar, hay una garita de vigilantes con los cristales tintados, que es desde donde te abren la puerta para aparcar el vehículo.

Hoy, he hecho por primera vez todo ese ritual. Llegar con mi coche, parar y esperar. Sin embargo, había algo que no me esperaba. A la entrada, fuera de la garita, un hombre vestido de vigilante sujetaba un palo largo que acababa en un espejo redondo inclinado. Cuando he detenido el coche, el hombre me ha rodeado: estaba pasando el espejito por los bajos de mi coche, controlando si algo sospechoso pudiera ir adosado a los bajos.

Esto es un periódico, esto es Navarra, y esta es una de las cosas que deseo que terminen cuanto antes.

lunes, 19 de octubre de 2009

Un día de clase

Por aquí, el curso ya empiezan a tomar su ritmo. El horario es bastante holgado, sólo tengo clase de lunes a jueves, porque sólo se tiene una clase por semana de cada asignatura. Eso sí, pueden ser de dos horas seguidas o tres, que en este caso hay un descanso de cinco minutos cada hora. Después de tener dos clases de dos horas seguidas acabas como si una apisonadora te hubiera pasado por el cráneo durante cinco días seguidos, y tu mayor aspiración es salir a la liberadora calle, aunque te estés muriendo de frio.

Debido a esta concentración de horas, las lecciones suelen ser muy intensas. Los profesores van al grano, no se andan por las ramas y no meten mucha paja. Por tanto, todo el rato tienes que estar atento para tomar notas (si quieres, claro). Apenas hay nadie distraído, ni dibujando seres mitológicos, ni jugando al ordenador, leyendo el periódico o haciendo crucigramas.

Eso sí, se entra y se sale de clase como si fueran las ramblas, se come y se bebe más que en la calle y la gente puede pasear encima de las mesas y el profesor ni se inmutará.

Las aulas suelen estar llenísimas de gente que anota en unas libretas que parecen de la ESO o en sus sofisticados MacBooks. El profesor te explica la materia y se va. Si quiere, en algún momento abre un limitado debate, en el que ya destacan oradores asiduos, entre ellos el avispado sirio de cuarenta años o el repelente chico de las gafas que cree que lo sabe todo. Por clase también están el guaperas maloso, la eficiente secretaria y los erasmuses que no se enteran de nada.

lunes, 12 de octubre de 2009

Forjador de hombres

Los puntos finales son puntos difíciles de redactar. Cuando se trata de personas, la decisión no está en manos del escritor, sino que son otros los que deben poner con acierto el broche final a una obra colosal.

Hoy he estado en uno de esos puntos finales perfectos. Se marchaba la historia de un hombre que vivió fiel a sus ideas y que hizo de su forma de pensar una forma de ser y de vivir. Una de esas personas que todo el mundo recuerda, y que recuerda con pasión. Uno de esos hombres que llenan salas de estar y restaurantes con su conversación y ante los que el resto escucha entusiasmado.

Era un hombre que dedicó su vida a intentar hacer más fácil la vida de los demás, y a proporcionarles una visión del mundo llena de matices. Que ayudó y que forjó a cientos de personas que necesitaban una voz de la experiencia, un timonero acertado, una personalidad carismática.

Todas esas personas estaban hoy escribiendo su punto final con poesías, cartas y canciones. Amigos, familiares, conocidos, gente de todos los sitios. El que conoció a aquel hombre siempre tendrá cosas que contar.

Yo puedo contar que de pequeño me intrigaba su persona, que le escuchaba impresionado y que nunca he vuelto a encontrarme a nadie así. Alguien que hablara mientras el resto calla reflexionando sobre cada una de sus frases. Alguien que pareciera saber mirar las cosas como nadie antes lo había hecho. Era una de esas personas que sólo se conocen una vez en la vida.

Siempre que venía a visitarnos, nos traía juegos de magia. Yo aprendí un par de trucos, pero siempre he tenido las manos temblorosas como para hacer ese tipo de cosas. Una vez nos presentó a un mago, y ese mago estaba también hoy cogiendo la pluma para escribirle ese punto.

Y su punto final ha sido un punto de los buenos. Como lo querríamos casi todos. Un resumen de una vida llena de gentes, historias, ideas, formas de pensar y respeto hacia los demás. Un farero al que seguir cuando faltaba la luz. El punto y final que a él le hubiera gustado escribir.



“Por donde pases, deja tu sombra.
Por donde pises, deja tu huella.
Por donde estés, deja tu palabra.
Todo lo que has dejado lo encontrarás,
Si lo has dejado entre los hombres;

Tu sombra será refugio,
Tu pie será medida,
Y tu palabra, comida popular
Con una condición: que seas…
Macizo y entero para tu sombra,
Activo y constante para tu pie,
Honrado y auténtico para tu palabra

Sólo así serás pueblo y sangre para tu pueblo
Y… no lo olvides ¡Los pueblos no mueren!
Se perpetúan en sombras, pies y palabras
Hechas carne.”

Forjador de hombres

domingo, 11 de octubre de 2009

Las tentaciones de un paseante

París es una ciudad que vive en la calle. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de la cantidad de terrazas que hay. De hecho, creo que todos los bares y restaurantes tienen, como mínimo, un par de mesas fuera.


Pero no sólo eso, sino que entre las abarrotadas avenidas turísticas y en las menos llenas calles de barrio casi todas las tiendas, sea lo que sea lo que vendan, ofrecen sus productos en la calle. Libros, películas, pósters, ropa, maletas, bolsos, perfumes, fruta, quesos, carne, ollas, cubiertos, paraguas y otras extravagantes mercancías se amontonan fuera de sus tiendas.

Así, la ciudad pasa a ser un serpenteante camino en el que tienes que ir esquivando la masa de gente por un lado y los mostradores callejeros por el otro. Con lo que se convierte en una odisea intentar llegar con prisas a cualquier lugar. Además, que uno no puede evitar echar una mirada a lo que se cuece en la calle.

Los tenderos utilizan la táctica del cebo, la cual es la siguiente aquí descrita. Yo, bibliófilo compulsivo, soy presa de la ingente cantidad de librerías que hay aquí, pero el caso sirve para cualquier otro comercio.

Todo empieza cuando uno va andando tranquilamente, un poco distraído y sin rumbo. De repente, un cartel hecho a mano encima de un caballete te indica un eslogan tentador: Livres d'occasion 1€. Esto, ya de entrada, te deja patidifuso. Te aceras al caballete donde se encuentra esta ganga. Pero no hay sólo uno, si no que hay muchos más, y ordenados por temas. Te das cuenta de que hay una interesante edición por sólo tres euros justo al lado de la puerta. Desde fuera se te ocurre mirar lo que acontece en el interior. Y aquí ya has caído. Te han pescado como a un vil pulpo. Cual mariposa ante el fuego te sientes atraído hacia dentro, donde un universo de literatura, historia, arte y una interminable lista de temas se desarrolla en cuatro plantas y un sótano.

Pero no es la única librería, al lado hay otra con ofertas parecidas. Y enfrente una tienda de quesos esparce la aroma de sus tiernos productos por la acera. A su lado una pareja disfruta de un largo y aguado (además de caro) café en un terraza. Y más allá unos percheros sujetan chaquetas de piel y camisas afrancesadas (de estas con estampados cutres y chillones). Y esto es París, y si un estudiante no se puede permitir comprar nada, ya está un japonés en su lugar que se irá a casa lleno de bolsas.

jueves, 8 de octubre de 2009

Anticiclón


Hoy escribo contra todas esas personas contagiosas. Contra esos porteros de gesto arrugado, contra esas cajeras de mirada punzante, contra esas oficinistas de gafas caídas. Contra esas personas cuyas borrascas grises hacen grises las vidas de los demás. Contra esas personas que sólo ofrecen malos gestos y nunca han silbado. Contra esos peluqueros que estropean el pelo y encima parecen hacerte un favor. Contra el camarero que resopla cuando le pides una cerveza. Contra las personas que responden con monosílabos a una pregunta compleja. Contra el carnicero que no te parte finas las lonchas. Contra el médico que no tiene ni un segundo para escribir bien una maldita receta.

Para el operador de telefonía e internet que nunca sabe solucionar los problemas: sólo formatea. Para el tipo que hace ruido mientras mastica en el cine. Para las abuelas que se cuelan en la fila del supermercado. Para aquellos que multan si dejas el coche aparcado un minuto más de lo establecido. Para el negocio de las autoescuelas. Para las personas que siempre están agobiadas y nunca parecen hacer nada extraordinario. Para aquellos que siempre les duele algo o están enfermos. Para los que dicen que “no” a un viaje al extranjero. Para los que interrumpen al hablar antes de que hayas terminado. Para el que nunca se ha parado a entender otros puntos de vista. Para aquellos que alzan la voz en una discusión. Para los que afirman “que eso será para ti”, pero que “hay gente que piensa diferente”. Para los que dicen que tu película favorita “no es para tanto”. Para el secretario que dice que todavía falta un papel. Para los que no señalizan en las rotondas. Para el tipo que sube los precios del cine. Para la gente que huye de las responsabilidades. Para el pedante y sus circunloquios. Para el matón que te amarga una noche.

Para aquellos que te dicen que no lo puedes hacer. Para la persona que se ríe en público de los comentarios de una persona. Para los que niegan con la cabeza mientras alguien todavía está hablando. Para aquellos cuya decisión premeditada estropea los planes del resto. Para los que les da igual una opción u otra. Para los que dicen que las letras no tienen futuro. Para los escépticos y los relativistas. Para aquellos que con 25 años aún juegan a ser héroes de barrio. Para los trepas de empresa y gente de despacho. Y para todos aquellos que no pueden evitar contagiar sus vidas de mierda al ver que algunos todavía seguimos siendo felices.



Imagen:
Mingole

miércoles, 7 de octubre de 2009

Agárrate fuerte


El cine romántico y las historias de amor están llenos de jóvenes enamorados. De primaveras, playas, flores y besos. Nos conmovemos con Titanic y el verano idílico de Grease. Muchachos jóvenes y guapos que confiesan su amor en etapas de la vida donde nada parece ser insalvable.

Ayer por la tarde yo esperaba al autobús. Los autobuses de Pamplona se inclinan sobre la acera mediante un sistema de amortiguación. Así es más fácil subir. Si tienes 80 años, la cosa se complica: sí o sí.

Una pareja de ancianos caminaba agarrada del brazo. El hombre llevaba un bastón en su mano derecha y con la otra se enroscaba a su mujer. Caminaban lentos, sin prisa, con la pausa que dan los años. Los jóvenes montan en bici y exceden los límites de velocidad. Ellos se lo tomaban con calma.

Caminaban agarrados el uno del otro, como en las tormentas. Como en esos chaparrones en los que dos personas se abrazan para no salir volando. Eran bajitos y en ocasiones se entendían por gestos. Unos gestos que eran palabras transformadas a lo largo de los años. Una vida entera apoyándose el uno sobre el otro, una historia conjunta a la que agarrarse para subir a un autobús.

Ni un beso, ni un gesto cómplice, ni una mirada cariñosa. Sólo dos viejecitos intentando subir a un vehículo. Primero él: ella le sujetaba el bastón. Luego ella: él le tendía la mano. Después, una historia impaciente por tener un buen final.

lunes, 5 de octubre de 2009

Un huevo frito

París es una ciudad que, a simple vista, parece ancha e inabastable. Sin embargo, dos son los factores que la hacen más pequeña de lo que parece: el metro y la banlieu.

En aquella ciudad el metro se inauguró poco después de la exposición universal de 1900. En clase siempre nos contaban cómo aquellas exposiciones eran símbolos del avance industrial y tecnológico y también demostración del poder de una burguesía pujante y más compacta que la actual, capaz de organizar un evento de tamaño colosal (¿cuándo fue la últmia exposición universal interesante?). Actualmente, cuenta con 16 líneas y unas 300 paradas.

Yo, que soy de pueblo, siempre me he sentido atraído por lo desconocido en las ciudades, y el metro es una de esas cosas. En esta ciudad (como en la mayoría a las que he ido) cuando entras a un vagón alegre y contento estás perdido. Empiezas a mirar las caras de la gente a tu alrededor y ves que están cabizbajos, con la mirada perdida, vacíos, cansados. Sea la hora que sea encuentras poca gente hablando entre ellos, ni para pedir la hora o saludar.

A veces entra un músico a tocar y ni así. La gente pasa completamente del acordeonista, que llena el metro con su alegre música, o del pobre trompetista que deja fluir sus trágicas notas por el instrumento. Luego, una vez pasa el vaso de plástico para recibir dinero, muchos, aunque antes ni le hayan mirado, le ponen una monedita.

La primera vez que ves esas caras y descubres el triste parecer de la gente te preguntas por qué. Qué raro, me dije yo, tampoco es tan pesado ir en metro: va rápido, es entretenido y no es demasiado incómodo. Pero luego, poco a poco, mientras vas repitiendo estaciones, conoces la línea que utilizas, miras por la ventana y no dejas de ver la opaca oscuridad del agujero que atravesamos, la mirada se te va cayendo hacia la punta de los zapatos. La gente entra en la siguiente parada y ni les miras, sólo deseas llegar a la tuya para bajarte e ir a descansar a casa. Y con los días los ojos se quedan perdidos en un punto inestable como el traqueteo del vagón. Es el síndrome del metro...

Pero, la verdad, es que es el único sistema para desplazarse con cierta puntualidad en París. A no ser que quieras salir de tu casa hora y pico antes de tu cita. Porque, al final, te das cuenta de que lo que realmente está lejos son todos los pueblos de alrededor. En estos pueblos, que por habitantes son ciudades, vive la mayoría de gente que trabaja en la provincia. Están pegados a París también entre ellos. Forman una masa compacta en torno a la ciudad. Parece un huevo frito: París la yema y el extrarradio la clara.

Ir hasta allí puede ser una odisea. Hay que coger no sólo el metro, si estás en el centro, sino luego otras líneas de ferrocarriles que te lleven a casa. Hay gente que tiene que hacer todos los días dos horas de coche para llegar hasta su trabajo, algunos más. Y con lo cómodo que es ir a pie a clase.

viernes, 2 de octubre de 2009

Ay, sangría Don Simón



Si habéis enchufado hoy la radio o el televisor os habréis podido enterar de las dos noticias del día. Por un lado, la elección de Río de Janeiro como ciudad olímpica en 2016 y, por el otro, las fiestas de Villava, que comenzarán mañana.

Son días de ajetreo y movimiento por aquí. Mañana (si todo sale según lo previsto), los ediles de ANV tirarán el cohete. Por problemas de agenda, no podrá estar el kiliki negro de Villava, pero todos le echaremos de menos.

Así que hoy, mis amigos y yo hemos ido al súper para planificar el avituallamiento. Nada más entrar, las estanterías del pasillo estaban repletas de bricks de vino tinto y blanco. Había más botellas de patxaran que de normal (como no podía ser de otra manera en un pueblo como el nuestro), además de vodka, ron, ginebra, cerveza y alcoholes varios. Nosotros hemos dejado eso para mañana.

Al salir, tres niñas me han dicho algo, pero yo no les he entiendo. “¿Qué?”, pregunto. “Que si nos puedes comprar una botella de sangría”, responden ellas. Una botella de sangría, esas chicas me pedían una botella de sangría. Mi proceso mental ha sido el siguiente:

1- Joder, ¿realmente ya me he hecho tan mayor como para que me pidan este tipo de cosas?
2- ¿Qué edad deben tener? Si parecen una chiquillas
3- ¿Tengo cara de chico enrollado que ayuda a hacer estas cosas?
4- ¿Sangría? ¿Pudiendo tener patxaran?
5- ¿Con qué edad empecé yo a salir?
6- Tengo hambre

Muchas preguntas, poco tiempo para responder. Así que empiezo por la número 2. “13-14”, dicen ellas. “¿13-14?”, pregunto yo, mientras inconscientemente me respondo a la pregunta número 5. La primera vez que yo salí una noche fue con 14 años, en Nochevieja. Ni gota de alcohol, claro. Mucho viejo y mucha persona mayor. No sabía cómo se jugaba a aquello.

13-14 años. Las tres chicas tenían 13-14 años. “También bebemos vozka”, “y sangría”, añade otra. 13-14 años, 2º de la ESO. ¿Tan pronto se empieza a beber? Supongo que sí, o por lo menos, sí ahora. Pero yo les miro y son realmente pequeñas. Tienen voz de pito y el maquillaje no les sienta nada bien.

Así que mi lado reaccionario se ha negado a comprarles nada. No me veía entrando al supermercado a por una botella de sangría que NO me iba a beber yo. ¿Y si me veían sus padres? No, no, no. Supongo que yo también tuve su edad, y que no comprendía a aquellos que no nos sacaban algo del súper. Y que yo también bebo sangría. Pero… ¿13-14 años? Yo a esa edad todavía hacía exámenes de flauta en Música.