lunes, 26 de octubre de 2009

El Potxas


Cuando era pequeño mis amigos y yo nunca nos metíamos en problemas. Éramos de esos que gritan “picazo” y corren delante de los matones de barrio. Éramos chicos que no salían de la plaza porque más allá estaba el bosque, la selva, los tigres y seguramente alguna que otra serpiente cascabel.

Nuestra plaza estaba rodeada por una carretera, lo que en los castillos se suele conocer como el foso. De ahí no salía nadie y si tenías lo que hay que tener, lo dejabas para otro momento. Nuestro mundo era un microcosmos que se reducía a esa plaza y al camino que llevaba hasta el colegio. Un camino libre de hombres con caramelos y mujeres con verrugas en la nariz. Sólo había hombres del saco, nada más.

También allí, en mi colegio, había unos límites infranqueables. El campo de fútbol era la frontera, nuestra aduana. Si ibas hasta el fondo, corrías el peligro de que los vigilantes te dispararan desde arriba. Allá, al otro extremo del campo, se levantaba una casa abandonada con los cristales rotos y las cortinas bailando como le apeteciera al viento.

Realmente impresionaba acercarse hasta allí. Había cosas de los mayores que nosotros nunca nos creíamos, como su estúpida teoría de que cuando uno tuerce mucho los ojos al final se acaba quedando medio bizco. Pero aquella casa era una de esas mansiones que salían en las películas. A un lado, la inocencia y bondad de los niños en el colegio. Al otro, la tenebrosidad y penumbra de aquella casa.

Nosotros conocíamos aquel lugar con el nombre de “la casa del Potxas”. El Potxas era para nosotros un hombre viejo con barba de varios días que guardaba una escopeta de perdigones por si alguien se atrevía a entrar a su casa. Vivía en el piso de arriba y a todas horas estaba viendo la tele. Según algunos, si te acercabas lo suficiente podías oír el sonido del televisor.

Todo eran rumores. Muchos decían que vivía con su mujer y que tenía varios hijos. Que salía por las noches y que una vez alguien lo vio, seguramente el mismo que vio a Melchor una noche.

Cuando crecimos y el Estado Paternal nos concedió la licencia de ampliar nuestras fronteras de exploración, nos volvimos gallitos y rebeldes. No de esos que lo son por naturaleza, sino de esos que son malos simplemente para contarlo.

Una tarde, enviamos una expedición a la casa del Potxas. Éramos muchos y además habíamos hecho algún que otro amigo, de esos que tienen pueblo y matan a las gallinas. Ese día, nos armamos de valor como jóvenes intrépidos y caminamos hasta allí.

Al llegar, la casa estaba rodeada por piedras y arbustos. Cada uno se agachó y cogió las piedras que más le gustaron. Otros decidieron ir a echar un vistazo a la casa, entre los que no me encontraba yo, por supuesto. Yo tenía que vigilar que todo estuviera bajo control afuera. O eso me inventé, creo.

A los quince minutos, escuchamos el sonido de unos pasos ligeros que venían del otro lado de la casa. Por la ventana, salían algunos de nuestros amigos, corriendo, rojos, dejándose la vida en cada zancada. Nosotros también echamos a correr como si fuera la última carrera de nuestras vidas. Detrás de nosotros, una furgoneta blanca se acercaba lentamente.

Nosotros corríamos y corríamos como nunca, entre risas nerviosas, sonidos extraños y suelas de goma. Nadie se atrevía a mirar a atrás, y preocuparse por el resto de compañeros era una cosa que sólo se hacía en las películas sobre Vietnam.

Cuando al final salimos de la zona prohibida, nos agachamos sobre las rodillas para respirar, hinchando los costados y resoplando como los caballos. “¿Lo habéis visto?”, les preguntamos. “No, oímos que alguien se acercaba y echamos a correr. Allí había de todo: pizarras, ordenadores, hojas por el suelo, pupitres…”. “¿Pero habéis visto al Potxas o no?”, inquirimos. “No, no. Pero creemos que iba en la furgoneta blanca”.

Y allí se acabó todo, no preguntamos más. Días más tarde, nos acercamos para tirar piedras a la casa abandonada como muestra de nuestra singular forma de tomarnos la revancha. Sin suerte. Desde entonces, nunca más volvimos a entrar y ninguno de nosotros logró ver al Potxas. Hoy, puede que siga allí viendo la tele, con su escopeta cargada y lista para cualquier renacuajo que quiera acercarse. O puede que, simplemente, el Potxas nunca hubiera existido.


Imagen: Valischkas

3 comentarios:

Nil Ventós Corominas dijo...

me ha molado lo del estado parnetal. yo añadiria, el estado parental opresor del que hay que conseguir la soberanía.jajaj

María dijo...

Yo también recuerdo una aventura similar, jajaja, de hecho yo y mi manía de llevarme recuerdos de cualquier sitio, me hicieron coger una lámina de dibujo de las que estaba por ahí tirada. Confio en haberla tirado, pero no me extrañaría dar con ella cualquier día de estos...
Ahora, yo pensaba que lo de 'El Potxas' le venía porque si te veía te salía corriendo con un cazo, supongo que lo de la escopeta ha sido por embellecer el relato, jajaja.
Y una última cosa que me ha hecho gracia. Esa 'estúpida teoría' yo la conocí con la variante de que si te daba un aire mientras torcías los ojos, te quedabas vizco. Lo que jamás reconoceré es a qué edad empecé recién a sospechar que eso no era un hecho ciéntifico probado y aceptado por toda la sociedad... es el colmo de la ingenuidad.
Un gusto leerte!

Anónimo dijo...

Que sí que sí, que lo de la pistola de perdigones era también un rumor, de los más extendidos de todos! Pregunta pregunta! A mí la palabra escopeta ya me acojonaba de por sí bastante