lunes, 27 de diciembre de 2010

A las 8 de la tarde


Un día antes de llegar a la ciudad, la mujer del gobernador llamó a la peluquería de Joaquina para saber si sería posible que ella, la jefa, le peinara dos horas antes de la cena de final de año. Una cena con altos mandatarios, hijos vestidos de militar y mujeres empolvadas. Claro, ella dijo que sí. Colgó temblando el teléfono y se quedó mirando al suelo durante varios minutos. Luego reaccionó, tuvo un escalofrío y sólo dijo una cosa: "El día 31, aquí no se coge fiesta ni el tato".


Cerró la peluquería a las ocho de la tarde. Estuvo mirando la fecha de caducidad de los botes de champú del escaparate, pasó la escobilla al váter y puso un par de calendarios del 2011 sobre el mostrador. Luego llamó a Herminia para que al día siguiente, por la mañana, no olvidara limpiar los espejos después de pasar el aspirador a todo el suelo. "El aspirador, que no la escoba, que siempre se quedan pelos".


Cuando llegó a casa, Casimiro estaba destrozado. Algunos días, cuando no le apetecía deambular por las calles con su taxi, solía irse al aeropuerto para cazar algún guiri despistado. La espera era larga hasta que llegaba su turno entre tanto caza-cliente. Puede que casi de una hora. Pero el destino del recién aterrizado solía ser tan suculento que la espera merecía le pena. Aquel día, sin embargo, la viajera que se montó resultó ser de la ciudad y no viajó más de unas pocas manzanas. El resultado fue un tiempo y un dinero perdidos.


Joaquina dio su buena nueva nada más entrar por la puerta. "Casimiro, que viene la mujer del gobernador, que viene. ¡Que ha llamado a la peluquería, que quiere que la peine yo!". "¿Y esa quién es?", le dijo él. "¿Pero tú no lees las revistas? La rubia alta, la de los caballos y los perros". "¿Y qué tal paga?". "Le haré un precio especial, a ver si después vienen sus amigas". "Ya me pasaré por allí, que vea lo que es un buen claxon".


Casimiro tenía una afición extraña. Se aburría, se aburría soberanamente en el taxi. Pero una cosa le alegraba los días. Cuando salía de casa después de comer, se calzaba la gorra y después de darle un beso a Joaquina siempre le decía: "A las ocho, cariño, paso por la peluquería y te toco la bocina. Para que sepas que estoy bien".


Joaquina casi nunca oía la bocina de su marido. Entre secadores y tertulias del corazón nunca se podía oír lo que pasaba ahí fuera. Una vez un gato se suicidó desde un quinto piso y cayó sobre el cristal de un coche, que justo en ese momento se encontraba ocupado por un hombre y una mujer. El felino resultó tener tal sobrepeso que rompió la luna del vehículo y ambos pasajeros quedaron gravemente asustados. Dentro, Joaquina se enteró de lo ocurrido al día siguiente. Nunca escuchaba el bocinazo de Casimiro. Y siempre, al volver, le daba un beso a su marido y le decía que sí, "cariño", que le había oído al pasar, “como siempre”.

Aquel día, cuando la peluquera llegó a casa y dio la noticia de la mujer del gobernador a su marido, lo primero en lo que pensó fue en el claxon. En un prologando y estruendoso bocinazo elegido para la ocasión que aquel día sí, por fin, se escucharía dentro de la peluquería y alteraría el orden de quien peinaba y sobre todo, de quien iba a ser peinada. "De verdad, cariño, es mejor que el día 31 no pases por la puerta. Ve por otros sitios, termina antes, ve a casa y espérame a que llegue yo para cenar y tomamos juntos las uvas".

Casimiro enfiló con terquedad el pasillo de su casa el último día del año y cerró la puerta sin decir adiós. Sin decir que a las ocho, "cariño", pasaría por la peluquería para tocar la bocina. Para que no se preocupara. Limpió el coche por dentro, también los cristales y usó un pequeño aspirador para quitar los pelos del asiento. Luego se fue al aeropuerto y leyó el AS durante casi una hora con la calefacción puesta.


"A la Calle del Olvido", le dijo un hombre con acento de la ciudad mientras se metía en el coche. Casimiro miró por el retrovisor y cerró la última página del periódico después de comprobar qué daban por televisión aquella noche. El destino no estaba a más de 10 minutos. Con suerte, alguien se montaría en la siguiente parada con un destino más rentable. Y si no, ya estaba cansado, se iría a casa, pondría la tele y esperaría a Joaquina para cenar y tomar las uvas juntos.

Aquel hombre con acento de la ciudad se bajó en su parada y mientras Casimiro le devolvía el cambio, un hombre a lo lejos levantó la mano mientras a su paso dejaba una nube de vapor que le salía por la nariz y la boca. Iba de negro, traje, gabardina y llevaba unos guantes. "Muy buenas tardes, a la Calle Mayor, por favor". El hombre se sentó detrás y como el taxista había estacionado en doble fila delante de un coche, los faros le deslumbraron y no acertó a ver la cara de su cliente. Casimiro se puso en marcha y enfiló la avenida principal. Parecía un buen botín.

"¿Cómo le va con el taxi en un día como éste?", dijo la voz de atrás rompiendo el silencio. "Pues tirando, tirando, como siempre", contestó él, "ya sabe". Casimiro miró primero los guantes por el retrovisor y después fue subiendo por la corbata hasta llegar a la barbilla. Eran unos ojos comunes. El gobernador se había montado en su taxi. "Tengo a mi esposa en la peluquería. Ya sabe, a nosotros nos basta con un peine y ellas necesitan estar arregladas". Casimiro no dijo nada. Sonrió y paró en todos los semáforos para comprobar si los niños que se sentaban en los asientos traseros de los coches de al lado señalaban al suyo.

Cuando llegó a la peluquería de su mujer eran las nueve de la noche. Aparcó detrás de un coche negro con los cristales tintados y se quedó hablando con el gobernador durante varios minutos. "Siempre hay que esperarlas, ¿verdad? Viene en el contrato. Siempre nos gusta que estén guapas. Me dijo que estaría lista en... unos cinco minutos. No entraré a molestarla. ¿Le importa que me quedé aquí con usted?".


"Ni mucho menos", respondió Casimiro, "quédese el tiempo que quiera". Fueron 10 minutos. La mujer del gobernador salió dándole dos besos a Joaquina mientras le apretaba efusivamente las dos manos. El político pagó religiosamente y fue a coger a su mujer del brazo. Le ayudó a meterse dentro del coche negro y el bólido salió pitando en dirección contraria. Joaquina se quedó con el brazo levantado, moviendo la mano de un lado para otro, despidiendo a su mejor clienta.

Casimiro esperaba dentro del taxi mientras lo veía todo. Como un agente secreto. Observó a Joaquina, miró al reloj y después la volvió a mirar a ella. Luego no hizo nada más. Ella apagó las luces, las peluqueras se fueron con sus familias y Joaquina se quedó recogiendo los secadores, los rulos y los peines. A las 10 de la noche todo se había acabado, sacó del bolsillo las llaves y cerró. Entonces Casimiro salió del taxi.

"¿Qué tal, cariño? ¿Cómo ha ido? ¿Qué tal el día? Pensaba que querrías que viniera a buscarte". Las luces de emergencia del taxi parpadeaban en doble fila. "Estoy molida, agotada, la verdad. Pero ha sido el mejor día de mi vida. La hemos dejado guapísima. ¿Y a que no sabes qué?". "¿Qué?", le preguntó él. "El gobernador, agárrate, ha venido a buscarle a la peluquería". Casimiro le cogió de la mano y le ayudó a bajar el escalón. “¿De verdad? Vamos, me lo cuentas por el camino".


Imagen: Eugenio Swett

martes, 14 de diciembre de 2010

Te quiero mucho



— Papá, papá, a quién quieres más, ¿al tato o a mí?

— Al tato, por supuesto.

— ¿De verdad?

— Sí.

— Pero...

— Hijo, no paras de dar la brasa todos los días con estas preguntitas. Deja ya de preguntar. Mira tu hermano, está ahí callado y no molesta.

— Es un triste.

— No. Saca buenas notas. Será un hombre de provecho. Tú te inyectarás heroína. Por eso tu madre y yo le queremos más que a ti.

— ¿Mucho más?

— Muchísimo más. Si comparáramos cuánto le queremos a él y cuánto a ti, la diferencia no entraría en esta habitación.

— Si lo sé no nazco.

— Ya lo creo. Pasas horas debajo de la ducha. Y el móvil. No lo usas para hablar, haces conferencias.

— Papá, es que yo tengo amigos. No cómo ese.

— Tú que vas a tener. Esos no son amigos. ¿Jaime? ¡Pero si es pelirrojo!

— Pues que sepas que Jaime es mi mejor amigo y nos llevamos muy bien.

— ¿Sí?

— Sí.

— Siempre te respetaremos en ese tema. Cada uno ama libremente.

— ¿Qué?

— ¿Tú ya has hecho los deberes?

— No. Iba a hacerlos ahora.

— Ya, siempre es ahora. Vete a tu cuarto. Estudia. Y piensa lo que vas a ser de mayor.

— Seré viejo.

— Antes, antes de ser viejo. Tu hermano lee. No estaría nada mal que se te pegara un poco.

— A ese sí que le pegaba yo...

— Venga, a tu cuarto. O te daremos en adopción. Va en serio. En una gasolinera.

— Joe...

— Venga, no te hagas el remolón. Si quieres que tus padres te quieran, tendrás que ganártelo.

- Pues que sepas que yo quiero más a mamá.


Imagen: Miguel Ángel Ayuste

lunes, 18 de octubre de 2010

Historias de un viaje a Marruecos


Capítulo 2
Mear en el polvo de las carreteras



Aquel conductor tenía pinta de haber recibido un encargo pesado. Un engorro de última hora que le haría llegar tarde a casa a la hora de cenar. El último mono al que le toca pringar en el día con más viento del año. Hacer un viaje de casi cuatro horas de ida y vuelta desde Tánger a Chefchaouen. Todo por 45 euros (450 dirham).

La caja de cambios se atragantaba cuando el taxista tenía que meter primera. Primera para subir las cuestas más empinadas con su Mercedes de los años 80. Para levantar el vuelo con seis personas a bordo. Un camino peculiar hacia el sur entre las ciudades de El Fenderk y Umeras.

La carretera hasta la ciudad azul de Chefchaouen está mucho mejor asfaltada que algunas de las vías de Extremadura o Andalucía. Apenas hay limitadores de velocidad, pero tampoco los tiene Alemania. Con la visita del rey Mohamed VI a la ciudad en 2009, todas las vías de comunicación se vistieron de gala para la ocasión. Se pusieron parches, se dio un poco de abrillantador y cera al asfalto y la cosa funcionó.

Cuando los coches del rey se marcharon, levantaron una polvareda que descubrió el maquillaje del sábado noche. La cara de un domingo recién levantado. El camino entre Tánger y Chefchaouen es una ruta de obras, polvo y ladrillo deshecho. Parecen pueblos fantasmas. Desde el taxi, uno parece estar dentro de una atracción de bromas pesadas. Con las ventanillas subidas. Fuera, los carniceros se sientan en las terrazas de sus locales con corderos abiertos en canal. Pollos despellejados encima del mostrador, al aire libre. Occidentales sorprendidos por chorradas como esas.

Los niños vuelven de la escuela. Juegan con un rebaño de 20 cabras y se montan en las carretillas de obra. Algunos se sientan en ningún lado y cuando pasas te preguntan con los ojos si es necesario tener algo que hacer. Observan el paso de los coches y te cruzan la mirada. Como en los safaris.

El Fenderk y Umeras parecen pueblos de western. Localidades para tipos que sólo están de paso. Con ganaderos, agricultores y ancianas que cargan leña. Tipos envueltos en chilabas de un lado para otro. Quizás los que luego venden sus tomates en España. Quizá no.

El taxista no era amante de la gesticulación. Prestaba atención a la carretera y cambiaba de emisora cada quince minutos. Con el viento y las ventanillas bajadas casi no se podía escuchar. "¿Quiere una galleta?". Le acercamos. "Uhm", gruñó. Alargó sus dedos de embutido y se los metió en la boca. Luego cogió otra y se limpió las manos en su jersey de lana. Como en los safaris.

Detrás, la pareja de enamorados que había pagado 150 dh por el viaje no paraba de tirarse fotos. Fotos de Facebook e inventos occidentales. El chico era de Tánger y ella española. Habían venido para pasar unos días de vacaciones. Él llevaba unas gafas de sol y no prestó demasiada atención a los niños y cabras.

El Mercedes seguía rugiendo en cada una de las cuestas. Compartiendo carretera con automóviles BMW's y Volkswagen's de último modelo. La pura excepción. Uno se pregunta a qué se dedican aquellos que conducen ese tipo de coches. Qué es lo que harán para subir en tercera.

El que mueve el volante de nuestro coche mira por el retrovisor y se hace a un lado de la carretera. Para el contacto y abre el maletero. De espaldas, mea sobre la gravilla después de una hora y cuarto de viaje. Vuelve, cierra el maletero y enciende el motor. En el copiloto dos personas y otras tres detrás. Aguardando para llegar antes de que anochezca en la ciudad azul.

Media hora más tardaría en llegar el Mercedes. Se lo tomaría con calma para subir las empinadas cuestas que llevan a Chefchaouen. Ya no hay polvo ni cabras ni niños sin nada que hacer. Hay una puerta simbólica de entrada a un pueblo edificado sobre una elevación que se defendió de los portugueses, las tribus rebeldes bereberes y los españoles. Un pueblo especial donde puede que al bajar del taxi, uno inicie su primera conversación. "Bienvenidos. ¿Españoles? ¿Vascos? Sabemos castellano. La frontera... a 14 kilómetros". Su nombre es Alin.


Imagen: Ana P. Bosque

lunes, 11 de octubre de 2010

Historias de un viaje a Marruecos


Capítulo 1
El aterrizaje



7 de abril de un miércoles ventoso en Tánger. "Les rogamos precaución al salir del avión por el fuerte viento, agárrense bien a las barandillas de la escalera". El aeropuerto de Tánger es un edificio moderno. El suelo es de mármol y la cadena de los servicios se activa de manera automática. Las personas que sellan los pasaportes son todas mujeres. Fuera, la bandera de Marruecos se agita al mismo ritmo de las palmeras. Lugar donde esperan los taxistas, ávidos por captar clientes occidentales de gruesas carteras.

Hassan es uno de ellos. Conduce un Mercedes de 1980 y maneja a la perfección el arte del regateo. En Marruecos, casi todos saben regatear y se llaman Mohamed o Hassan. Su oferta: 15 euros (150 dirham) por llevarnos desde el aeropuerto al centro de la ciudad a través de la larga avenida Moulay Ismail. 5'5 kilómetros. Hecho.

El taxi era viejo. De morro alargado, las ventanillas y la puerta no cerraban del todo y los asientos estaban rasgados. "¿Tú de dónde?". "Pamplona, San Fermines". "Sí, sí, yo conozco. ¿Osasuna? Yo conozco. ¡Camacho!". En Marruecos, el fútbol de la liga española se vive de manera casi más intensa que en la península. 4 días más tarde, el 10 de abril, se disputaría el partido del siglo. Real Madrid - Barcelona, la lucha por la liga. Hassan era merengue. Un merengue marroquí que conducía un taxi.

Llegamos a la estación de autobuses 15 minutos más tarde. Por el camino, a través de la kilométrica avenida Moulay Ismail, los niños se subían a la parte trasera de las furgonetas y hacían viajes de balde. Las carreteras no tienen pintura, en las rotondas la preferencia la tiene el más listo y las señales son un invento occidental que todavía no les ha conquistado. A ambos lados de la avenida, edificios a medio construir y estructuras desnudas parecen decir que en un tiempo alguien lo intentó pero salió corriendo al ver que no tenía más fuerzas.

El centro de Tánger es uno de los sitios más concurridos de la ciudad. Las arterias de asfalto que rodean a la estación tienen una circulación caótica y prensada. Sólo un loco recién salido del manicomio en un mal día de otoño sería capaz de atreverse a cruzarlas. Y sin embargo allí todo el mundo se atreve. Para entrar a la estación, no hay otra alternativa.

La estación de autobuses es un lugar oscuro. Fuera los taxis intentan atrapar clientes y dentro las compañías de autobuses buscan venderte el chollo del año. Los occidentales son carne de cañón. Y como tal, deben saber que los marroquís sólo intentan ganarse la vida. Aceptan euros, dólares y cualquier tipo de unidad monetaria. Aunque es más aconsejable moverse con dirhams, la moneda del país.

Conseguir cambio es otra de las aventuras de Tánger. En nuestra expedición, decidimos preguntar a un policía, que asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano para que le siguiéramos. Salió de la oscura estación, saludó a un pobre hombre que había en la puerta, le cogió de la mano y puso un pie en la congestionada carretera. Un loco recién salido del manicomio. Estiró el brazo, hizo la señal de alto, los coches frenaron en seco y nosotros pudimos cruzar. El policía asintió con su gorra a los conductores que habían parado y nos llevó hasta una gasolinera que había al otro lado de la vía.

"Él os dará cambio". El agente señaló a un gasolinero que paró lo que estaba haciendo para atendernos. "Queremos cambiar dinero", dijimos. "¿Cuánto?", preguntó él. "150 euros". "De acuerdo". Abrió su riñonera, pellizcó unos cuantos billetes y nos los ofreció. Contamos cuánto había e hicimos el cambio con la calculadora del móvil. Él nos miró. "Podéis contarlo, está todo". Tenía razón, hasta el último dirham (dh). El gasolinero rompió el hielo de nuestra desconfiada incomodidad. "¿Madrid o Barça?", preguntó en un correcto español. "Buen partido el domingo", dijo otro, que no sabía que el encuentro finalmente se jugaría el sábado.

Con el cambio en los bolsillos, fuimos a por otro taxi. Nuestro destino, Chefchaouen, una pequeña ciudad de montaña a 113 kilómetros de Tánger de casas azules recorrida por un río que lo reverdece todo. 600, 500, 400 dirham como mínimo fue la oferta de un taxista de barba espinosa y excepcional francés que defendía que allí "los taxis valen lo mismo que en Europa". Al cambiar su discurso al castellano, también lo hizo su oferta: 300 dh (30 euros), que nosotros aceptamos. El precio en autobús por el mismo trayecto es de 30 dh (3 euros).

Compartimos expedición con una pareja marroquí a la que el viaje le salió por 150 dh. Seis personas, incluyendo al chófer, en un mismo coche. Dos en el asiento de adelante, tres en el de atrás. El hombre, de conducción lenta y gestos pesados, también movía el volante de un Mercedes de 1980. En aquel día ventoso, llevaba puesto un jersey de lana y había decorado su coche con una pegatina de PIONNER, una foto de Penélope Cruz y tres fotos de playas de arenas espumosas. Allí no se llevan las vírgenes. En la radio, un hombre relataba historias en árabe de algo parecido a una oración mientras daba paso a varias canciones. 1 hora y 45 minutos después, llegaríamos al pueblo azul.


Imagen: Ana P. Bosque

viernes, 24 de septiembre de 2010

La huida


Había fútbol en la televisión. Salía con prisa de casa y mi abuelo, mi padre y mi tío estaban sentados alrededor de la televisión. Con los pantalones remangados, los calcetines subidos y las manos sobre las rodillas. Debatiendo asuntos trascendentales, cosas que no se pueden dejar para mañana. "¿No lo ves? ¿Es que no lo ves? Él es el único que corre la banda. Escupe, da patadas, se deja el pecho por el escudo. Eso es lo que apreciamos la gente de aquí".

Tenía prisa. No suelo medir bien el tiempo. Media hora me parece una eternidad pero veinte minutos nunca son suficientes. Siempre me toca esperar o hago que me esperen demasiado. Aquel día no era el momento de fallar. Se lo había prometido. "No tardaré. Estaré aquí como un clavo a las cinco de la tarde. Lo prometo".

Eran menos diez y todavía tenía que coger el tranvía. Atravesar la gran avenida de la Calle Mayor y pararme a recoger aquellas flores. No había tiempo. Imposible. Salté del tranvía con los brazos abiertos y me pareció estar en una película. Una de esas películas antiguas en las que los malos se apean del tren sujetándose el sombrero.

Floristería Santa Bárbara. Aquel cartel llevaba décadas colgado de ahí. Siglos incluso. Se solía mover con el viento cuando yo era pequeño. La imagen más común: ancianos sentados a lo largo de la calle, gritando y secándose el sudor con un pañuelo mientras aquel cartel no paraba de sonar. "Chi, chi, chi".

Salí con unas rosas rojas. "Quiero éstas". "¿Rosas, caballero?". "Sí". A todo el mundo le gustan las rosas. Eran las cinco en punto. Me quedaba bajar por los bares del flaco Mauricio, siempre con aquel delantal. "Todo esto lo he levantado yo con mi esfuerzo. Nadie me ha ayudado ni me ha dado nada. Así que no me pidan algo sin haberlo intentado". La calle estaba llena de bares, y todos pertenecían a Mauricio. En las puertas y terrazas, los hombres pasaban su lengua por los labios mientras observaban la jugada de cartas.

Pasé corriendo y no les hice ni caso. Algunas tardes solía pararme a ver las partidas. Cuando jugaba mi primo, me ponía detrás y le chivaba la mano del resto de jugadores alisándome el flequillo. Aquella tarde lo llevaba destrozado. Se movía de un lado para otro mientras corría y pensé de nuevo en aquellos hombres malos que saltaban de los trenes. Y en sus gorros. Me imaginaba corriendo calle abajo con un sombrero y dos pistolas en las axilas.

Cuando llegué allí no había nadie. Sólo una persona mayor, tan recta y enclavada como un edificio recién construido. Mirando al suelo como si estuviera comprobando la distancia entre su cabeza y la tierra. Como el tipo que mira al río desde un puente antes de acabar con su vida.

"¿Rosas? Mira que eres bruto. ¿Qué tal estás?". Estaba detrás de mí. Se apretaba las manos e intentaba mirar a un lado que no fueran mis ojos. Como esquivando balazos. Hacía casi dos meses desde la última vez. "Estaré a las cinco, lo prometo". Desde aquel día no había faltado ni un solo año, pero nos veíamos poco. "Me gusta que estés aquí, de verdad".

Verla era como un recuerdo del pasado. La foto que redescubres haciendo limpieza. Esa foto en la que uno se ve más guapo y piensa que las cosas ya no son lo que eran. Ella solía descalzarse cuando entraba en mi coche y fumaba echando el aire siempre por la nariz. Todo aquello resultaba muy sexy.

Pero cuando llegó lo de su padre, todavía era lunes. En las pelis siempre hay alguien que muere. ¿Pero qué pasa después? No supe qué hacer con ella. Cuando la vi vestida así, de negro, sin los labios pintados y con aquella cara, quise huir como huyen los malos después de atracar un banco.

Ahora bajo apresurado una vez al año para disculparme. Supongo que es para eso. Qué más da si soy un cobarde. Sobreviví y ella también. Así que los dos salimos ganando. No cogí sus llamadas. Tampoco la acompañé a la mesa una vez mientras tomaba café. Pero y qué. No me gustan las flores. Quería seguir viendo los partidos en televisión y poder pararme a ojear las jugadas de naipes. Y aquel día, no lo pude hacer.


Imagen: Keith Davis Young

Otoño

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Ceguera



— Buenos días, doctor.

— Muy buenos días. ¿Qué tal se encuentra?

— Mal. Me pasa algo raro.

— ¿De qué se trata?

— Son los sueños.

— ¿No puede dormir?

— Sí, sí duermo. Pero no veo nada.

— ¿Cómo?

— Cuando me duermo... no veo nada.

— ¿Quizás porque tiene los ojos cerrados?

— No me refiero a eso. Verá. Cuando duermo, soy ciego en mis sueños. No puedo ver. Camino por las calles a oscuras. Palpo las paredes con tacto. No veo quién me habla. No veo nada.

— ¿Desde hace cuánto?

— Quizás una semana. Puede que dos. No lo sé realmente. Pero necesito recuperar mis sueños. Por favor, necesito verlos.

— Peor hubiera sido que usted se quedara ciego aquí mismo.

— Evidentemente. Pero quiero saber si hay algo que se pueda hacer.

— Nunca habíamos tenido un paciente con este problema. No sé qué podríamos... ¿De verdad que no ve nada?

— Nada. Negro. Todo negro.

— ¿Y con qué solía usted soñar?

— ¿Yo? No sé, cosas increíbles. Viajes a planetas desconocidos. Aventuras por el desierto. Conquistas espaciales. Expediciones a la Luna. Una vez soñé que tenía seis brazos y me salían tantos ojos como a una araña.

— Vaya, sería usted un hombre afortunado.

— Ya lo creo. Descansaba y disfrutaba. Por eso quiero recuperar todo aquello. ¿Se imagina usted a alguien yendo a la Luna con un palo de ciego? No tiene sentido.

— Pero me temo que yo no puedo ayudarle. Nunca habíamos tenido algo así. Se ha quedado usted ciego en los sueños, ¿sabe? No es algo común. La gente sueña en tres dimensiones, con dolby soundround.

— ¿Entonces no hará nada?

— No. No veo qué puedo hacer. Tendrá usted que acostumbrarse a sus nuevos sueños. Y con el tiempo, tendrá que aprender a disfrutarlos.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Juana la loca


Recuerdo aquel día como si fuera ayer. Estábamos en segundo de la ESO. Una etapa anestésica de la vida en la que lo irrelevante se convierte en vital y en la que lo vital se guarda para más adelante. Un curso difícil aquel. "En el que más alborotados estáis", nos solían decir los profesores. Tenían razón, pero no todos. No debes matar de aburrimiento a un chaval y echarle en cara su analfabetismo para conseguir salvarte.

Nuestro profesor de lengua, sin embargo, no era uno de esos. Él consiguió, y espero que lo siga haciendo, que sus alumnos recuerden su nombre cuando ya son mayores. Un día, aquel día, por el que he comenzado este texto, llegó a clase con un radio casette. Por lo general, la llegada de aquel viejo trasto significaba en otras asignaturas un verdadero suplicio. Aquel día, sin decir nada, él nos puso esto.


Después de toda una vida de oficina y disimulo
Después de toda una vida sin poder mover el culo
Después de toda una vida viendo a la gente decente
Burlarse de los que buscan amor a contracorriente
Después de toda una vida en un triste devaneo
Coleccionando miradas en el desván del deseo…
De pronto un día
Pasaste de pensar qué pensarían
Si lo supieran
Tu mujer, tus hijos, tu portera.
Y te fuiste a la calle
Con tacones y bolso y Felipe el Hermoso por el talle.

Desde que te pintas la boca
En vez de Don Juan te llamamos Juana la loca

Después de toda una vida sublimando los instintos
Tomando gato por liebre; negando que eres distinto
Después de toda una vida poniendo diques al mar,
Trabajador intachable, esposo y padre ejemplar.
Después de toda una vida sin poder sacar las plumas
Soñando cuerpos desnudos entre sábanas de espuma…
De pronto un día
Pasaste de pensar qué
pensarían
Si lo supieran
Tu mujer, tus hijos, tu portera
Que en el cine Carretas
Una mano de hombre cada noche busca en tu bragueta.

Desde que te pintas la boca
En vez de Don Juan te llamamos Juana la loca.

Juana La Loca (Joaquín Sabina. Ruleta Rusa, 1984)


Cuando terminó, todos nos miramos. Después, él nos preguntó si habíamos entendido el sentido de la letra. Lo que el cantante quería decir. El significado último de sus palabras. Nos explicó que las canciones siempre tienen un trasfondo. Que intentan decir algo. Y eso es lo que me quedó muy claro aquel día cuando entró Sabina en clase, el cantante privado para mi familia desde hacía ya muchos años en nuestro Seat Málaga Injection.

¿"Desde que te pintas la boca, en vez de Don Juan, te llamamos Juana la Loca"? Aquella letra... Me costó un tiempo caer en la cuenta. Por aquel entonces había temas que desconocía y... la verdad, era un chaval un poco tonto y pasmado.

Cuando al final descubrí lo que el flaco de Úbeda quería decir, rebusqué en todas sus letras, sus discos, me acerqué a Silvio Rodríguez y Los Secretos y... por fin, supe que las canciones podían decir muchas cosas. Y así, es como aprendí lengua y literatura.

Imagen: Juan Ignacios

jueves, 16 de septiembre de 2010

De crisis y acrobacias

Los sueldos y los gastos de un sector de la población al que solo el ingenio salva de la ruina.

Se ha hablado mucho en los últimos meses de la lacra social que supone la juventud de hoy día. Términos tremendamente imaginativos como el de “Generación Ni-Ni” (Ni estudio, Ni trabajo), parecen dejar claro que los días de padres orgullosos e hijos bien peinados llegan a su fin. Sin embargo, también es posible que no nos encontremos ante el fin de la sociedad tal y como la conocemos. Muchos aplaudirían hoy aquella cita que decía: “Nuestra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no respetan ni escuchan ya los consejos de sus mayores. El fin de los tiempos está cerca.” Una frase que parece describir la vida hoy en día, y que se encontró labrada en piedra en Caldeo. Data del 2000 a.C.

Sin embargo, al margen de esta penosa situación y como en casi todas las cosas, encontramos una alternativa. Aquellos que han sido llamados la “Generación No-No” (No estudias, No sales). Estudiantes que han acabado el Bachillerato en su momento, o con un par de años de retraso como mucho. Gente que hizo selectividad y escogió una universidad como la mejor opción de futuro. Son estos jóvenes desapercibidos los que tendrán en un futuro la responsabilidad de sacar a España de una crisis como en la que se encuentra en la actualidad. Y no podría encontrarse a nadie tan preparado para sobrellevar un receso económico.

Precisamente, dentro de este grupo se encuentra el potencial necesario para salir de esta situación y de otras parecidas. Veamos cómo estos actores del panorama nacional son capaces de sobrevivir en situaciones adversas con recursos mínimos.

El alto porcentaje de universitarios que dejan su ciudad para estudiar limita completamente el tutelaje paterno, así como la acostumbrada manutención y respaldo económico. En esta situación, por lo general se concede al estudiante un sueldo mensual, que además servirá, en algunos casos, para pagar el alquiler de un piso, la electricidad, el agua…

Estos sueldos nunca son demasiado amplios, dando fama de grandes ahorradores a quienes lo reciben. Por lo general, después de pagar los gastos de la vivienda, la residencia o el colegio mayor, los estudiantes disponen de una cantidad entre los 70 y los 100 euros para gastos personales.

Bien gestionado, 25 euros por semana no es nada despreciable, teniendo en cuenta que los gastos mínimos (alojamiento y comidas) ya están cubiertos. Pero analicemos ahora como si de una administración gubernamental se tratase, el reparto del dinero.

Supongamos pues que después de las asignaciones al Ministerio de Vivienda, el estudiante/presidente prepara el presupuesto mensual. En numerosos casos se descuenta el impuesto sobre el tabaco, que a razón de 3.30 € cada, digamos, tres días, dan un total de más de 30 € solo en tabaco. Además, los gastos de movilidad aumentan. Son más los estudiantes que se mueven en transporte público que los que lo hacen en vehículo propio. Así pues, asumamos que la movilidad solo es necesaria para los viajes del domicilio al centro de estudios, y que cada viaje consta de un solo transporte, sin trasbordo (observará el lector que todas las aproximaciones se hacen por lo bajo). El abono mensual cuesta 29,50€, y en caso de no poder permitírnoslo (o de realizar menos viajes de los establecidos), el “metrobús” estándar de 9€ y 10 viajes suele ser la segunda opción más cotizada. Basándonos en esto, calculemos al menos 2 vales al mes. El impuesto sobre la movilidad queda entonces sufragado.

El Ministerio de Cultura se limita al cine, puesto que el teatro o algún otro espectáculo que se salga de un mimo asaltando al estudiante en el metro (por lo general, con un coste de 0,20€) queda fuera de las posibilidades del mismo. El cine cuesta, como mínimo, 4.50€ en la ciudad de Madrid. Supongamos ahora que solo dos de las 4 semanas del mes lo dedicaremos a este divertimento.

El impuesto sobre el alcohol también es un dato a tener en cuenta. Un joven suele gastarse entre 15 y 30 euros en una noche festiva media. Supongamos ahora que solo son 15€, y que solo son dos noches al mes las que el estudiante disfruta de este divertimento.

Ahora sumémosle presupuestos extras, como el del Ministerio de Sanidad (productos de higiene y cosméticos, cortes de pelo…), el de Agricultura y Pesca (que a un estudiante le den calabazas o que la interesada pique, dependerá también de cómo de generoso se muestre) o el de Turismo (los viajes a casa no son baratos, así que deben estar limitados en medida de lo posible).

Además, deben sumarse a esto las comidas no programadas, como parte del programa establecido. Tanto si es en la cafetería de la facultad (7€ aprox.) como si es en un restaurante (15€ min.) alguna vez el estudiante se saldrá del programa, probablemente con asiduidad.

Como comprobará el precavido lector que lleve la cuenta, el umbral del pago establecido queda pronto ampliamente superado. Es por esto que el estudiante, lazarillo inquieto e ingenioso, ha desarrollado formas de aumentar su capacidad adquisitiva. Desde la donación de esperma (50 € semanales si se pasa el proceso de selección) hasta las clases particulares (entre 6 y 9 euros la hora), los trabajos sencillos ayudan al estudiante a hacer frente a un porvenir incierto de cuentas al descubierto y números rojos.

Pese a esto, en la gran mayoría de las ocasiones y sin trabajos que valgan, solo el ingenio y el buen hacer se interponen entre nuestro artista y la ira de su paternal mecenas.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Arrivals


— Muy buenas tardes, señor Andrés. Gracias por elegir el cielo. Esperemos que su estancia aquí sea lo más agradable posible.

— Gracias, gracias. La verdad es que miré sin cruzar y...

— ¿Cuál es su hora de la muerte?

— Las 12.00.

— Ah, sí. Aquí está. Las 12.00 en la calle Mayor. Vaya, ¿un peugeot?

— Sí. Fíjese, tengo la marca en la frente.

— Vaya...

— Y bien, explíqueme un poco cómo van las cosas aquí.

— Ahora mismo Pedro está atendiendo un asunto. Ya sabe, cosas de jefes. Pero yo le puedo ayudar, llevo aquí desde Nerón.

— Lo primero, ¿cómo se funciona? ¿Qué se hace?

— Por las mañanas desayunamos y después rezamos. Unas tres horas. Luego comemos, echamos la siesta y leemos algunos textos sagrados. Cuando oscurece, todos a dormir.

— Vaya. ¿Y así toda la vida?

— No, no, toda la vida no. Toda la eternidad.

— Ya...

— Pero usted no se preocupe. Tenemos talleres de costura, cantamos... No se aburrirá nunca.

— ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo todo esto?

— Uf, muchísimo tiempo. Desde Trajano esto es un no parar.

— ¿Y quién os manda hacerlo?

— Pues Él, quién va a ser.

— ¿Nadie propone hacer cosas nuevas?

— Claro, sí. A veces sí.

— ¿Siempre le hacéis caso?

— Aquí todos están gracias a Él. Suele decir, "no te olvides de que vives gracias a mí". Te agarra con su gran mano por el cuello y te da palmadas en el hombro. Siempre es muy cariñoso con todos.

— ¿Y si alguien no está de acuerdo?

— ¿Cómo?

— Si alguien no quiere hacer lo que todo el mundo hace.

— Ah. No lo sé. Eso nunca ha pasado.

— ¿Y quién le ha votado?

— ¿Aquí? No, aquí nadie vota. Él suele decir que llegó primero. Tiene razón, es lo justo.

— Por favor, ¿puede usted mirar hasta cuándo tengo hecha la reserva?

— No tiene usted fecha de salida, caballero. Tendrá que permanecer aquí por un tiempo indefinido.

— ¿Y si un día yo... por lo que fuera, me quisiera ir?

— Me temo que eso no será posible, señor.

— Pero eso es represión.

— No. Usted eligió estar aquí.

— Mentira. Yo nunca fui creyente. A mí me gusta el calorcito.

— Pues lo siento mucho, pero ha sido usted seleccionado para venir aquí.

— ¡Protesto! ¿Tienen hojas de reclamación?

— No.

— ¿No? ¡Protesto de nuevo!

— Cálmese.

— Quiero hablar con Él. Llámele. Que venga ahora mismo.

— Me temo que eso no va a ser posible.

— ¿Qué clase de estafa es esta?

— No es ninguna estafa. Nuestro negocio es uno de los más antiguos y...

— Lo que usted diga. Pero debería haber algo que yo pudiera hacer.

— Desde luego.

— ¿El qué?

— ¿Ve a todas esas personas?

— Sí.

— Vaya con ellas.

— ¡No, no quiero coser! ¿E Internet? ¿No tienen internet?

— No.

— Me lo imaginaba. Dios mío, aquí arriba me voy a morir. Quiero suicidarme.

— Me temo que tampoco podrá hacer eso.

— ¿Pero no ve usted que esto es injusto? No estoy bautizado siquiera. Mento muchas veces al señor en vano. Estoy a favor de los matrimonios homosexuales y creo en las iglesias como monumentos artísticos.

— Espere aquí un segundo, veré que puedo hacer.

— De acuerdo. ¿Va a llamarle?

— No. Voy a darle a usted algo.

— ¿El qué?

— ...

— ¿Eh?

— ...

— ¿Qué es eso?

— ...

— Oiga, ¿qué es eso?

— ...

— ¿Qué hace?

— ...

— ¿Qué va a hacerme?

— Relájese.

— ¡Noooooo! Me duele. Me dan miedo las agujas. ¡Suéltenme!

— Tranquilo. ¿Ve? Así mucho mejor.

— ¡Suélteme!

— Shhhh...

— Suelte... su-su-su, suelte, su... Tengo sueño...

— Descanse. Eso es. Duerma...

— Su...

Imagen: Rai Robledo

domingo, 12 de septiembre de 2010

Estrés


— No puedo, de verdad que no puedo. No me da tiempo. Estoy agobiada. No puedo más. Llevo todo el día de un lado para otro. ¿Dónde tengo mis papeles? ¿Mi agenda? ¿No teníamos hoy una reunión muy importante?

— Sí. A las ocho de la tarde. Todavía quedan cinco horas.

— ¿Sólo cinco horas? Dios mío, no me da la vida. De verdad que no me da. Siempre haciendo todo lo que los demás no quieren. Lo que al final yo tengo que solucionar.

— No, tú haces lo mismo que todo el mundo.

— ¡Ja! Y tú que te lo has creído. No he parado desde que me he levantado.

— Yo tampoco. Pero es que eso es realmente lo que hay. ¿Para qué quieres horas muertas?

— Para comer, para descansar, para desconectar un poco de toda esta mierda. Me va a estallar la cabeza y no sé dónde coño he puesto mis papeles.

— Tranquila, los tendrás por algún sitio. Son unos papeles. Tranquilízate. Creando tormentas no encontrarás desiertos.

— No me digas que me tranquilice. ¿Tormentas y desiertos? ¿Qué? Diciéndome eso sólo consigues que me ponga más nerviosa.

— Vale.

— Pero es que al final todo lo tengo que hacer yo, ¿sabes? Todo el mundo se queda de brazos cruzados y soy yo la que al final tiene que sacarles las castañas del fuego.

— Pero estando como estás tan ocupada, ¿cómo tienes tiempo para ver qué hacen los demás?

— Porque todo el mundo ve quiénes realmente tenemos todo el día ocupado y quiénes se quedan en casa bebiendo cerveza. Eso está claro.

— ¿Yo me cruzo de brazos?

— No. Bueno, no, tú no. Quizás a veces. Sí, sólo a veces. Pero es que, la verdad, me pone de los nervios que te tomes todo con tanta tranquilidad.

— No es tranquilidad, es sosiego. Estando contigo me canso. De verdad que me canso. Siempre llegas resoplando, sujetándote el pelo o con un café en la mano. Verte hace que me sienta fatigado.

— Pues perdóname, pero yo soy así. Ya me conoces. Necesito tener todo bajo control.

— Qué pereza.




Imagen: Michael Josh

domingo, 5 de septiembre de 2010

700 metros de distancia


Seguramente 33 mineros se acostarán hoy en Chile pensando en cómo será el día en que por fin salgan del agujero. Harán planes, imaginarán el momento en que, tras salir de su larga oscuridad, vean de nuevo a su mujer y sus hijos. Crearán un explanada llena de gente, medios y pancartas. Su mujer corriendo y dando codazos para conseguir abrazarles entre la multitud. Lo imaginarán en octubre y también en noviembre. Por la tarde, el día y la noche. Un vestido ceñido y la forma en que la miran por primera vez. También en los sueños que no desvelan en alto. Durante un largo tiempo, todos los días de la semana que caben en un mes. Todo para que al salir, nada pueda ser como lo habían imaginado. Para que todas esas noches en vela no hayan servido de nada. Para que quizás todo aquello que imaginaron en septiembre no tenga ya sentido en noviembre. Para que lo que anhelaron al principio mute en diciembre en un sentimiento opuesto. Para que al llegar la navidad, lo único que quieran sea un buen trago de vino y un beso que, al fin y al cabo, resultó no ser tan trascendente.

domingo, 29 de agosto de 2010

De escalones y porrazos

El mundo es malo por estadística. Haciendo cuentas salen más malos ejemplos, y los buenos se quedan en una proporción casi ínfima. Esto quizá se deba a que para ser un mal ejemplo solo hay que ser un mal tipo una vez, pero para serlo bueno has de permanecer casi sin tacha.

Obedeciendo a la estadística, dudamos de cada persona que se tacha de santurrona. Pero también bajo el cálculo de probabilidades existe un grupo de personas para las que no hay otra definición más que, sencillamente, “buenas”.

Es difícil encontrar un caso así, pero como bien dicen en el sur de España: Haberlos haylos. Apostar por una persona así es arriesgado (hay un motivo por el que “santo” es un título póstumo), pero en esta ocasión, no creo que existan dudas. O al menos, eso piensan los que han conocido al “Langui”.

Juan Manuel Montilla vive en Madrid. Tiene una mujer, dos hijos, una casa, una carrera radiofónica, musical, cinematográfica… y parálisis cerebral.

Fruto de un parto complicado, al cerebro de Juan Manuel le faltó oxígeno durante un período crítico de tiempo. Con los pocos meses, sus padres lo llevaron al médico por que no podía sostener la cabeza y por un bulto extraño en la cadera. El diagnóstico fue claro, y el pronóstico oscuro: Con mucha suerte y mucho ejercicio, quizá evitaría la silla de ruedas.

“A toro pasado”, como dice él, sabe el esfuerzo que realizaron sus padres para no sobreprotegerlo. Era un niño que se caía constantemente, y al que no había que ayudar a levantarse. Mientras se esforzaba por alcanzar el bote de Nesquik de la estantería, el Langui fue entrenando su cuerpo. Cuando entró en el colegio, se echó a futbolista. Quería jugar en Primera División, y asegura que también él marcaba sus goles.

No fue hasta los 14 cuando se corrió el velo, y se encontró sin ilusión. Empezó a sentirse inútil, y cada vez pasaba más tiempo inactivo. Cuando parecía que todo el esfuerzo realizado hasta entonces se iba al traste, uno de sus amigos, Gitano Antón, llevó a su barrio un par de canciones de Hip-Hop.

Y de nuevo, Juan Manuel, Langui, recuperó el control de su vida. Fundó un grupo (La Excepción), sus pinitos en el mundo del cine le dieron dos Goya, y acaba de publicar su libro: “16 escaleras antes de irme a la cama” (Espasa). En él cuenta como es su vida, desde lo anecdótico de haberse comprado una casa en la que tiene que subir 16 escaleras antes de llegar a su habitación. Todo un reto para una persona que se cae 10 veces al día.

jueves, 26 de agosto de 2010

Carnicería


— Buenas tardes, querría cuatro filetes de riñonada.

— En seguida.

— Bien.

— ¿Qué tal estos?

— Sí, esos mismos.

— Son cuatro del ala.

— ¿Del ala? No, he pedido de riñonada.

— Y yo le he dicho que son cuatro, ¿le parecen muchos?

— No, son los que he pedido.

— ¿Entonces cuál es el problema?

— Que creo que no le he entendido bien.

— Me tiene que dar usted cuatro pavos.

— ¿Pavos?

— ¿Es usted sordo?

— No le entiendo. Yo le he pedido cuatro filetes.

— Y yo le he dicho que son cuatro pavos, señor, cuatro.

— Verás yo... yo no funciono así. No tengo ningún pavo.

— Pues si no hay pavos, no hay filetes.

— Pero oiga, ¿de dónde voy a sacar yo ahora cuatro pavos?

— Ese es su problema, caballero. Pero así funcionan las cosas en este país.

— ¿De veras?

— Por supuesto. ¿Qué clase de carnicero se ha creído usted que soy?

— No el que yo esperaba, desde luego.

— Si no piensa pagarme estos filetes, será mejor que se marche de mi tienda.

— De acuerdo, vale. Compraré pavos si es lo que quiere. ¿Tiene?

— Claro que tengo. Esto es una carnicería.

— Y si compro cuatro, ¿me regala los filetes?

— ¿Qué? ¡Largo de aquí, fuera maldito imbécil!


Imagen: Cortu

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sueños


— Esta noche he tenido un sueño muy placentero.

— ¿Erótico?

— No, hombre. Un sueño agradable. Bonito.

— ¿Y qué pasaba?

— Me reencontraba con mis amigos de la infancia. Con todos. Y pasábamos un día en la playa, recordando viejos momentos, bebiendo cerveza.

— ¿Y al despertar?

— Al despertar nada. Todo había sido un sueño, pero lo había disfrutado.

— ¿Y no te produjo desazón que no fuera real?

— Bueno... No. Creo que no. Supongo que no.

— Porque si te paras a pensar, pocos sueños consiguen que despertemos plácidamente. O bien porque son pesadillas, o bien porque no eran reales.

— Sí... Bueno... Pero se disfrutan en el momento. Son horas de disfrute.

— Que no llevan a ningún lado.

— Bueno... Si lo ves así. Yo lo veo más bien como una segunda oportunidad que nos damos a nosotros mismos. Un viaje a aquello que ya no podemos tocar.

— Yo la verdad es que aborrezco mis horas de sueño. No suelo dormir bien, tengo insomnio. Y cuando duermo, siempre tengo pesadillas.

— Piensa entonces que las pesadillas son mejores que el insomnio.

— ¿Por qué?

— Porque el insomnio se basa en preocupaciones reales. Las pesadillas, al fin y al cabo siempre suelen apoyarse en mentiras.

— ¿Preferirías entonces tener una noche llena de pesadillas en lugar de no dormir?

— Por supuesto. Prefiero despertarme entre sollozos que pasar toda una noche sollozando.



Imagen:
La increíble mujer menguante

miércoles, 4 de agosto de 2010

Decisiones



— Oye, ¿qué te han parecido mis amigas? Son guapas, ¿verdad?

— Sí... bueno. Sí, son guapillas.

— ¿Guapillas? Son mucho más guapas que yo.

— ¿Sí? No. Más guapa que tú no hay nadie, cariño.

— No mientas. No digo todas, pero seguro que alguna te ha parecido más guapa.

— De verdad que no.

— No me lo creo. Somos una pareja abierta. No seas tonto. No me molesta que me digas si alguna era más guapa que yo.

— Eran todas parecidas.

— ¡Di! Alguna más guapa que el resto te habrá parecido, ¿no?

— Si... No. No sé. Claudia era guapa. Sí, puede. Claudia era guapa supongo.

— ¿Claudia? ¿Pero tú has visto qué caderas? De verdad, qué gustos tienes...

— Me has pedido que dijera una. Es la primera que me ha venido a la cabeza.

— Pues Silvia es mucho más guapa que Claudia, por ejemplo. O Sara.

— ¿Sí? No sé... ya te digo que yo...

— Claudia... ¡ja, ja! ¿Te fijas en Claudia?

— No me he fijado, me has pedido que...

— Claudia no es más guapa que yo.

— No he dicho que lo sea.

— Pero te has fijado en ella. No me importa que lo digas. Estamos hablando como personas maduras.

— Que no me he fijado. Me has obligado a decirte el nombre de una. He dicho Claudia y ya está.

— Ya, pero si dices Claudia es por algo. ¿Si no estuvieras conmigo te gustaría besarla, verdad?

— ¿Pero qué estás diciendo?

— Sí, chico. No me seas infantil. La besarías si no tuvieras novia, ¿a que sí? Una noche de locura, unas copas de más...

— Y yo que sé. Estás loca. Llevo tres años contigo. Se me ha olvidado todo eso.

— Con lo ligón que tú eras... Pues esa mujer es una loba, que lo sepas. No tardaría ni cinco minutos en acabar contigo.

— ¿Qué? Yo.. pero si yo no... no... ¿Qué dices?

— En fin, que tienes unos gustos... Pues que sepas que esto es lo que tienes. Te guste o no, tendrás que conformarte. Sí, ya ves, no soy nada del otro mundo, pero sales conmigo. Así que te fastidias.

— Pero si yo no...


Imagen: Samthe8th

Las plantas



— Joder, tío. Qué movida. Qué movida.

— ¿Qué pasa?

— Las plantas tío, las plantas. Que me las he dejado.

— ¿Que te las has dejado? ¿Dónde? ¿Qué dices? Disfruta de la playa...

— Me he dejado las plantas en casa. Sin regar. ¿Quién me las riega?

— Pues no lo sé. Qué más da. Son plantas. Puedes comprar más.

— No, no puedo. Esas son mis plantas. Hacía tres años que las tenía. Si las dejo, se mueren.

— Disfruta de tus vacaciones, amigo. Ya te preocuparás cuando vuelvas. Quizá sigan intactas.

— ¿Cómo leches van a seguir intactas? Si no las cuido, se mueren. Se secan. Se pudren. Desaparecen.

— Son plantas. PLANTAS. Yo mismo te compraré unas nuevas cuando volvamos.

— No entiendes nada. Hay cosas que no son sustituibles. Yo mismo hice crecer aquellas plantas desde la tierra. Desde el primer grano al último tallo. Tirar por la borda todo aquello sería...

— Normal. A todos nos pasa. De verdad que no te entiendo.

— Déjalo. Supongo que tú no habrás tenido nunca una planta.

— Claro que he tenido. Pero las considero como son, plantas. Me niego a estar de vacaciones preocupándome por unas plantas. Aquí también hay vegetación. Me gustan las palmeras.

— Lo que tú digas. Pero al volver no podrás meter dentro de casa una palmera.


Imagen: Nick Carlson

sábado, 31 de julio de 2010

De olivas y quebrantos

Yo, como mi madre, tengo la inútil capacidad de recordar todos los aspectos del libro de texto que no entraban en el examen. Por ejemplo, recuerdo un montón de raíces latinas de palabras (incordio, del latín antecordium, tumor que salía delante del pecho de los caballos), la tabla de la dureza (talco, yeso, calcita…) y muchos de los poemas que teníamos para analizar.

Una de las cosas que menos vivamente recuerdo, pero con más frecuencia evoco, es una descripción que Miguel Hernández, hacía de un hombre de campo. No recuerdo los detalles, pero recuerdo que fui incapaz de imaginar al hombre tal y como aparecía descrito.

Hace un par de años, mi padre se hizo cargo de un cortijo de mi abuelo. Una casilla echada abajo, con unas cuantas tierras y algún que otro animalejo.

Esta propiedad se la guardaba a mi abuelo un casero, cortijero de toda la vida, campechano como Juanca de Borbón, y con una cara que encajaba perfectamente en la idea que hacía ya un tiempo, me había transmitido mi Edelvives, Lengua y Literatura.

Santiago lleva toda su vida cuidando la tierra, como su padre antes que él, y como hará su hijo si Dios no media. No es alto, ni bajo, entre calvo y rapadillo, lleva habitualmente una gorra para protegerse de la justiciera colleja del sol. Los ojos, más bien clarillos, se asoman bajo una frente con señales de haberse arrugado mucho. De expresión permanente, una media sonrisa, y siempre que lo veo me da la impresión de que está a punto de decir: “Qué me vas a contar”

De nariz para arriba, tiene una cara que parece narrar generaciones de padres y de hijos que han vivido arrancando de la tierra. Deja entrever un pasado de trabajo duro, de injusticias, de sol, de aceite, de dolor, de aceptación, de levantarse antes que amanezca, de incertidumbres, de fe, de una lucha diaria contra una tierra seca, con la que convivieron en una lucha eterna tantos como él.


Lucha es la palabra, porque conoce a la tierra como a un enemigo con el que se lleva batallando tanto tiempo que se la ha cogido cariño. Pero también como a una vieja amante, a la que sabe tratar con cariño unas veces, con dureza otras… a la que sabe qué le gusta, cómo y donde.

Es capaz de encontrar agua con un palito, palabra. Un don que tenía su padre y tiene su hijo, y que por mucho que lo intento no me sale. Sabe cómo va a ser el viento del año por la posición de los avisperos. Sabe que gallina está empollando, cual poniendo el huevo, cual es clueca y cual ponedora. El año pasado, por primera vez en su vida, se cogió unas vacaciones para irse de viaje con su familia. Y todos los días llamaba para ver cómo iba el cortijo.

Recuerdo que una vez, (y con esto termino,) un tío mío nos dejó su Pona (una poni que le dejó mi padrino en el cuarto de baño de su suite nupcial en la noche de bodas). Nos hicimos cargo de la Pona durante un par de meses, durante los cuales el bicho se escapó cada vez que quiso.

En una de esas, se nos fue de las manos. A mediodía, echó a correr montaña arriba, y la perdimos de vista. Toda la tarde la pasamos en el Mitsubishi, dando saltos por los olivares buscando a nuestro mini equino.

Anochecía ya, y no teníamos ni idea de donde podía andar. Mi padre desistió, aferrándose a la esperanza de que los animales no andan de noche, y podríamos seguir buscando al amanecer. Ya era de noche cuando Santiago nos llamó al móvil.


-Que me ha dicho mi cuñá que sos`a perdío la pona… estoy al lao de Latorrelsol, ahora me acerco si quiés y la busco…


Mi padre se lo agradeció enormemente, pero no tenía mucho sentido


-Mira Santi, que no hace ni falta porque llevámos buscándola toda la tarde, y ya ha anochecido. Además, que el bicho de noche no anda y…


-Bueno, déjame que eche unquesea diez minutitos, y luego ya tiro pa la casa.


A los cuatro minutos y medio volvió a sonar el teléfono de mi padre.


-Antonio, acércate con el coche a la linde de arriba, que ya lancontrao.

viernes, 23 de julio de 2010

Tesoro divino



Una conversación escuchada por ahí entre un niño de unos 5 años y su madre. El chico tenía una mirada adulta encerrada en un cuerpo pequeño. Uno de esos niños que a veces salta con contestaciones que nunca te esperas. El diálogo empezó así:

- Sabes, mamá, una vez maté a un abuelo y me dieron mucha pasta.

- ¿Qué?

- En un videojuego. Si lo matas te dan pasta.

-Ah. ¿Y eso está bien o mal?

- ¡Bien! Te dan pasta (cara de estar respondiendo a una pregunta tonta). Y si no tienes un vehículo con el que moverte, pues lo robas.

- Vaya juego...

- Es chulo. Y además, tengo un amigo...

- ¿Qué amigo?

- Jadín. Tengo un amigo que se llama Jadín y que retuerce las cabezas a los gatos y los tira a la basura.

- Por Dios...

jueves, 15 de julio de 2010

De pintxos y becarios

¡Sorpresa!

"Please allow me to introduce myself..." que dijeron los Rolling Stones hace un montón de tiempo. Soy Txenge, apodado Miguel Morales; ex-pamplonica, ex-unaviense y ex-larroniano, como Nil.

Quizá debería empezar presentándome, y explicando cómo he acabado aquí. Hace mucho, mucho tiempo, cuando Obama no era más que un negrillo prometedor y a Rajoy le empezaba a salir bigote, estos dos onomatopéyicos y yo (con algunos secuaces más) ya asaltábamos la cafetería de Fcom, a la zaga de los codiciadísimos pintxos de tortilla con jamón y queso.

Esto, unido a las clases de economía de los viernes a las 8, hermana bastante. Entre eso, el cordoncito de ventana a ventana con mi vecino de enfrente1 y unas pocas cosas más, acabamos acostumbrándonos los unos a los otros.

Sin embargo todo lo bueno se acaba, y pronto se hizo patente que mi genialidad intimidaba sobremanera a mis profesores. No queriendo yo ser causa de incomodidad, me apresuré a abandonar la facultad2.

Sin embargo, seguimos medianamente en contacto, estos dos genios y yo. Y hace un par de semanas, Txemi accedió por fin a mis súplicas y me dejó ser, oficialmente, onomatopeyista en prácticas.

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1. Hoy célebre periodista, recién vuelto del exilio en París.
2. Es mi versión y la mantengo.

lunes, 5 de julio de 2010

El día en que Obélix se cayó en la bañera

Durante el curso pasado fui un par de veces al aquavox que hay en la calle Calderería de Pamplona, en la parte vieja. Es un edificio nuevo, que aunque impacta con las casas de al lado, no desentona, o al menos no desagrada. Es una especie de balneario público (pero no gratis). Con una piscina que debe de ser de tamaño olímpico, un spa con montón de piscinitas calientes, jacuzzis, una con agua helada, duchas térmicas, una sauna, un baño turco y alguna cosa que me dejaré.


Las dos veces que he ido me ha gustado mucho estar allí. Y me hizo pensar en las conocidas termas romanas. Ahora he estado buscando información en casa sobre cómo eran y resulta que estaba muy equivocado.

Yo pensaba que eran sitios donde solo podían ir los ricos y lugares de higiene y de recogimiento. Pero estaba equivocado. Aunque eran de pago, podía acceder todo el mundo (incluso los esclavos) y eso de estar recogido, como mucho en su casa, porque allí se iba a relacionarse con el vecino. Los filósofos y los cristianos se negaban a ir. Para un pensador era buena señal mostrar su barba sucia y mugrienta, como si el pensar y el lavar fueran cosas opuestas.

Así pues, era una especie de deporte popular, comparable, según dice el libro en que lo he buscado (Historia de la vida privada I, VV.AA., Taurus, 2001) a lo que hoy sería ir a la playa. Solo que aquello era todo el año y formaba parte de las ventajas (commoda) de vivir en ciudad. Bueno, el libro dice vida de playa. No sé a lo que se refiere.

Eso sí, los ricos, evidentemente, tenían su baño privado. Han pasado miles de años y las cosas siguen como siempre. Los ricos tenían sus baños, ahora tienen sus pueblos y casas de veraneo. Y con los pobres pasa lo mismo. El otro día fui a Donosti. Allí tienen gimnasios con vistas al mar. Y para otros el mar no es una vista, sino un lugar de trabajo.

Me imagino a los romanos entrando en un cubículo húmedo, en un lado para hombres y otro para mujeres. Tengo que hacer un esfuerzo para imaginármelos fríamente, ya que no puedo evitar pensar en ellos tal como les dibujó Uderzo. Y allí se encontrarían con su amigo del decumanus, que les hablaría del último espectáculo que fue a ver. Un desastre, oye, los juegos ya no son como antes. Desde que se nos fue Nerón ya no hay forma de divertirse. Ahora estos cristianos lo están invadiendo todo con sus hostias y no nos dejan vivir en paz. Y que lo digas. Y esos jóvenes que ya no respetan la autoridad del emperador...Y así seguirían hablando de cosas banales mientras se remojaban en aguas de distintas temperaturas. Parece que la historia no haya cambiado mucho.

Ahora que estamos en una etapa tan higienista debería proliferar estos espacios públicos, como el citado aquavox. Pero con otros valores a los romanos. Que fueran sitios de reposo y cuidado del cuerpo, de recogimiento y limpieza, tanto física como espiritual. Porque las buenas ideas son las que perviven a lo largo del tiempo.




jueves, 1 de julio de 2010

Rigor Mortis



— Amigo, vaya mujer la que conocí ayer. Increíble, preciosa, maravillosa. Pasamos toda la noche juntos.

— ¿Sí?

— Como lo oyes. Quedamos, la recogí en el puerto y después bailamos en el malecón. Sin música, pero nos susurrábamos canciones al oído que los dos conocíamos.

— Qué cursis. Sigue.

— Estuvimos hablando toda la noche. Ni siquiera dormimos. Pasamos toda la noche hablando. Su familia. El carnaval. Los amigos. Champán. En mi casa. Toda la noche. Dormimos durante las horas del día.

— ¿Y cómo fue? ¿Quién es?

— Es una chica increíble. Está llena de vitalidad. Es joven. Ágil. Inquieta. Le gusta hablar y cuando lo hace durante 5 minutos sin parar, se interrumpe, dice que nunca para de hablar y después continúa durante otros 10 minutos.

— Y eso te encanta.

— Me encanta. Es la mujer de mi vida. Vale, ya sé que sólo ha sido una noche. Lo sé. Conozco los peligros del idealismo y la imaginación. Pero esta vez estoy convencido. Es la mujer de mi vida. Quiero morirme amándola a ella.

— ¿Hablas del rigor mortis?

— No...

— ¿Así que para toda la vida?

— Así es.

— Menudo cumpleaños tuviste, entonces. Menudo. ¿Te hubieras podido imaginar algo así?

— Nunca. Ni en mis mejores sueños. Conocer a la mujer con la que quiero pasar el resto de mis días...

— Sí, la verdad es que es increíble. Enhorabuena. Enhorabuena de verdad. No todo el mundo puede celebrar algo así a sus 75.

Imagen: Rey Cuba

lunes, 28 de junio de 2010

Espaguetis



— Ayer soñé con aquella chica. La de la nariz puntiaguda.

— Tío, eres un cerdo.

— No, no. Era un sueño puro. Hablábamos, discutíamos, después íbamos a cenar y al llegar a su casa nos besábamos.

— Qué bonito.

— Sí, fue bonito. Ya sabes, esas cosas nunca suelen pasar, pero es divertido imaginárselas soñando.

— Las obras siempre salen bien en los ensayos. El día de la actuación se improvisa. Hay fallos, silencios, palabras que no estaban escritas.

— Sí, claro. Digo que fue divertido porque es gracioso ver qué opina el cerebro sobre mis deseos. Aquel sueño fue la oportunidad de ver lo aburrido que sería la perfección. No recuerdo nada de lo que hablábamos en el sueño, tampoco sobre lo que cenamos y mucho menos del beso que le di antes de llegar a su casa.

— Normal, eso suena a aburrido.

— Sí, el cerebro tiene una idea extraña de lo que es la perfección.

— El cerebro es estúpido. Vale, es un buen narrador. Pero la verdad es que a veces la imaginación se le va de las manos. Y casi siempre, el pobre se equivoca.

— Claro. Claro que se equivoca. Primero porque no existe la perfección. Y segundo porque si alguna vez llego a quedar con esa chica, no quiero recordarla por lo que hicimos, sino por lo que pasó. Ya sabes.

— Sí.

— No sé. Que se manche la boca comiendo espaguetis y todo eso. Que tenga vergüenza cuando me mire a los ojos o que se disculpe por no haber tenido tiempo de peinarse. Esas cosas. Como reírse haciendo ruidos extraños.

— ¿Y por qué no se sueña con todo eso?

— No sé. Supongo que porque lo fácil es hacer un blockbuster. Las historias de culto son cosa nuestra.

— Siempre hay que tragarse cien películas malas antes de ver una buena, ¿no?.

— Exacto. Por eso digo que al final, nada es como lo imaginamos. Si alguna vez alguien te dice que algo no fue como se lo imaginaba, entonces tendrá un problema. Porque nunca debería ser como lo imaginamos.

— Y después de todo esto, ¿qué? ¿Le invitarás a cenar?

— Sí, puede que sí. No sé. Si ella quiere, me imagino que sí.


Imagen: Ruido Blanco

sábado, 26 de junio de 2010

La novia perfecta



— Verás, ahora resulta que a mi chica le gusta el fútbol.

— No fastidies.

— Como lo oyes. Ha entendido el fuera de juego. Y sabe quiénes son los suplentes.

— Ostrás. Entonces, ha evolucionado. Se ha convertido en la novia perfecta.

— Así es. Por eso me da miedo. ¿Sabes? Los extremos. Los extremos siempre dan miedo.

— ¿El juego por bandas?

— No, hombre. Me refiero a los extremos emocionales. Ahora que se ha vuelto una apasionada del fútbol, puede evolucionar y convertirse en una fanática.

— O lo que es lo mismo, en ti. Recuerda aquella borrachera en la fuente. Con los pantalones bajados y todo eso.

— Dios... qué buena fue aquella. Todavía me acuerdo del trompazo que me di al salir cuando llegó la policía. Lo de mear no fue buena idea.

— No, no lo fue.

— Como te iba diciendo. Ahora mi novia grita con los goles. También insulta al árbitro y adivina, adivina qué se compró el otro día.

— ¿El qué?

— La Play Station. El Pro. ¡Ahora resulta que también quiere ganarme al Pro!

— ¡Dios santo! No sé si envidiarte o compadecerte.

— Desde primera hora de la mañana me obliga a jugar amistosos. Todo el día. Con selecciones, combinados, clubes... Ya no puedo más.

— Pero... dime. ¿Te gana?

— Sí, joder. Sí. Me gana. Me humilla. Me gana incluso con Corea del Norte. Me da unas palizas increíbles.

— Entonces... ¿dices que ya es incluso más forofa que tú al fútbol y que además te gana al PRO?

— Como lo oyes...

— Dios mío... lo siento. De verdad que lo siento.

— Si mis amigos se enteran me matan. Esto era mi sueño. Soñaba con todo esto. Y ahora mira, mira. Las cosas se tuercen y...

— La vida es así, amigo. La vida es así. ¿Qué harás ahora?

— Me pintaré las uñas. Cocinaré. Yo que sé. Odio estos nuevos tiempos sin estereotipos...


Imagen: D.James | Darren J. Ryan

jueves, 24 de junio de 2010

Hora de cierre


— Oye cariño, ¿y si nos vamos ya?

— ¿Ya?

— Sí. Estoy súper cansada, y...

— Tranquila, no me importa que te vayas.

— ¿Que me vaya? ¿No me acompañas?

— Me lo estoy pasando bien. Puedes irte si quieres.

— ¿Así sin más? Pues vale, vale, tranquilo que ya me voy yo solita.

— No te enfades. Es simplemente que yo todavía no estoy cansado. No veo por qué tenemos que irnos los dos.

— No, no, tú tranquilo, ya me voy yo, ya me voy yo... Tú quédate aquí con tus amigotes.

— ¿Por qué te pones así? ¿Qué hay de malo en que yo me quede un poco más? No tengo por qué seguirte a todos lados.

— ¿Así que eso es lo que haces? ¿Seguirme a todos lados?

— No. Sólo que no sé por qué te pones así. Ya eres mayorcita, tu casa está aquí al lado.

— Por eso mismo. No te cuesta nada acompañarme.

— ¿Pero qué tienes, nueve años?

— Se supone que estamos saliendo juntos , ¿no? Eso es lo que hace la gente que se quiere.

— No, eso es lo que hacen los pardillos a los que les dictan la manera en que tienen que querer. Si prefieres que te quiera acompañándote hasta tu casa cuando no me apetece y llevándote en verano a Benidorm, eso haré. Pero luego no me digas que nuestra relación se está volviendo prototípica y que ya no te divierte.

— Sólo te he escuchado la última frase. No te oigo nada. Pero tú verás.

— ¿Yo veré? No, tú verás.

— Ah, ¿sí? Pues me voy. Ahí te quedas.

— Espera. Te acompaño.

— No, ahora no.

— No digo a casa. Digo hasta la puerta.


Imagen: Mirada Infinita

miércoles, 23 de junio de 2010

Catedral


Hay libros que te descubren cosas que antes no sabías. Son los que sorprenden por el nuevo conocimiento que te aportan. Luego, hay otros que te descubren cosas que ya sabes pero que están escondidas. Son libros como Catedral.


Qué místico, diréis. Pero no es, en teoría, una de esas guías de autoayuda. De hecho, es casi todo lo contrario. En sus relatos se encuentran a hombres (en el sentido genérico de la palabra. Evidentemente hay hombres y mujeres, pero parece que ahora se debe especificar todo) que andan perdidos por la vida. A veces encuentran solución, a veces no, y otras veces no importa.

Carver, su autor, tampoco resuelve el misterio de la vida, pero al menos lo describe bien. Siempre he dicho que si te lees sus cuentos de una tacada te vas a tirar por la ventana. Muchos de sus protagonistas son alcoholicos o tienen enfermedades o están sufriendo o se acaban de separar o están viendo como se desmorona su matrimonio o un largo etcétera. Es una lectura dura, como a veces lo es la vida, pero se aprecia.

Lo mejor en Carver es que notas que te respeta. Sus historias no están protagonizadas por arqueólogos que funcionan a ritmo de latigazo o investigadores que descubren sectas a través de cuadros. Lo terrible de sus cuentos es que son posibles en nuestro día a día. Casi siempre están movidos por hechos insustanciales.

En un relato, por ejemplo, una pareja se acaba de divorciar y al ex marido, que vive en su piso de soltero, su ex mujer le tiene que quitar un tapón de cera que se le ha hecho en la oreja. En Parece una tontería, un niño se queda en coma por un accidente el día de su cumpleaños, y el pastelero al que su madre había encargado el pastel les acosa para que lo vayan a buscar. Otro es el llamado Catedral en que un ciego cambia a través de una experiencia la forma de ver a un vidente.

Y todo narrado con un tono menor, lánguido y con poca explicación. Lo que causa el malestar en sus historias son las situaciones que sabe crear. Pero es un malestar insaciable, que invita a leer. Y cuando el cuento se acaba, las puertas no se cierra, sino que llega lo verdadero. Llega la vida, que es una extensión de sus relatos. ¿O era al revés?

viernes, 18 de junio de 2010

Equilibrio


— Vaya, no es como yo lo imaginé.

— ¿Y para qué leches te lo imaginas?

— No sé. Por curiosidad. Siempre te haces una idea de qué pasará.

— Yo no.

— Sí, incluso tú.

— No.

— Lo que tú digas. Pero en los momentos en los que no entra en juego tu voluntad, como por ejemplo durmiendo, soñarás con lo que te gustaría ser como todos los demás.

— Sí, alguna vez me ha pasado.

— Por eso digo que es raro. Necesitamos imaginar las cosas. Y casi nunca suelen ser lo esperado. Las expectativas deberían estar siempre de rebajas.

— Eso en el caso de que imagines a la alta. Si imaginas un techo acostumbrado a defraudar, es difícil que las cosas salgan peor de lo esperado.

— ¿Y qué ganas con eso? Quiero decir... Si siempre vamos a ponernos en lo peor, al final acabaremos por vivir amedrentados. E incluso a veces, albergando la posibilidad de que todo pueda salir mal, provocamos que acabe sucediendo.

— ¿Entonces prefieres sustentar fantasías utópicas?

— ¿Por qué no? Ya que es imposible no imaginar, prefiero hacerlo para bien.

— Pero hay que tener cuidado. Ya sé que siempre se dice aquello del equilibrio, pero es verdad.

— El equilibrio es imposible. Nadie equilibra, nadie está equilibrado. Nadie piensa bien y mal a la vez. Digamos que el optimismo ayuda a saltar y el pesimismo construye una red por lo que pueda ocurrir.

— Eso es el equilibrio.

— No, no lo es. Es un tira y afloja. Hay desniveles. No es una línea recta equilibrada.

— Entonces, ¿quedamos en que es mejor ponerse siempre en lo mejor?

— ¿Qué solución nos queda? Al final luego nada es como lo imaginamos. Pero siempre necesitamos una sinopsis. Un adelanto.

— Pura necesidad, entonces. Curiosidad humana.

— Exacto.

— Pues vaya mierda.

— Así es. De eso va todo esto.



"Los únicos interesados en cambiar el mundo
son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay", José Saramago.

Imagen: Mat Ricardo

lunes, 14 de junio de 2010

Cicatrices



— Vale, no lo entiendo. Verás, no lo entiendo. Un día estás sollozando por lo que más te duele y al día siguiente, mira, mírame ahora. Estoy bien.

— Por supuesto, no podrías vivir si no fuera de otra manera.

— Pero ya sabes. Recuerda todo aquello que me sucedió. De verdad, no creía poder levantarme. Y lo he hecho. Lo he hecho.

— Se sirven dos pizcas de voluntad y una de olvido, y todo se consigue.

— Pero no me gusta el olvido. No quiero olvidar. No me quiero olvidar. El pasado, el retrovisor, todo eso, merece ser respetado, y recordado.

— Y sólo olvidándolo podrás seguir adelante. Es la forma de cerrar las heridas.

— De acuerdo. Las heridas se cierran, eso es lo que pasa. Y surge una cicatriz. Una cicatriz visible. La puedes ver todos los días al salir de la ducha. Te señala que está ahí. Te dice, "recuerda".

— Bien, tienes razón. Pero tampoco hay por qué mirarse todos los días al espejo.

— Está claro, no. No es eso a lo que me refiero. Lo que digo es... Lo que digo es que no es justo que mi mente olvide sin mi permiso. El sentimiento, las lágrimas, el dolor. Todo aquello, sucedió por algo. Era por algo. Una forma de duelo, de luto, de reconocimiento. Ya sabes.

— Pero estarás de acuerdo conmigo en que no podrás estar así de por vida.

— No, claro que no. Sigues sin entenderme. Ya te he dicho que no es eso a lo que me refiero. Hablo de justicia. De memoria, recuerdo. Todo eso.

— Entonces sí. No debes sentirte culpable por mantener vivos los recuerdos. En la medida en que los tengas presentes... No sé, con una distancia adecuada, te servirán para hacerte feliz o protegerte de lo que te haga no serlo.

— Todo aquello lo provocó el cariño. Ya sabes. Todo eso permanecía debajo. Por eso me dolió tanto. Que ya no estuviera fue... Como una nueva etapa. Ya sabes. Como el primer coche. Como el primer día en la universidad.

— Entonces sigue recordándolo. Con moderación. Recordar con cariño todo aquello que quisimos no es malo. Es bello porque, como tú dices, hace justicia. Digamos que es... Como la infancia. Como la infancia de los ancianos. Como la infancia de aquellos ancianos que recuerdan con cariño lo felices que fueron.


Imagen: Original Psyn

viernes, 11 de junio de 2010

Crónica de una vergüenza

Es una chica joven. Va vestida con unos pantalones cortos, demasiado cortos, y una camiseta que deja descubierto todo el vientre. De hecho, su intención no es taparse, sino todo lo contrario, enseñar más de lo que toca. Ese es su uniforme de trabajo. Pero a ella no le gusta.


Su jornada se reduce a esperar. Hay algunas que gozan de una silla, e incluso de la protección de una sombrilla, que abriga tanto del sol como de la lluvia. Pero esa chica no. Ella no tiene esa suerte. Como mucho, ella puede apoyarse en el guardarraíl, pero eso da mala imagen para su trabajo. Y quizá al jefe no le guste.

El horario comienza sobre las diez de la mañana y se alarga hasta las ocho de la noche. Pequeño parón para comer y poco más. Y esperar. Ver pasar a los coches delante de ella y preguntarse cual será el siguiente que se pare. Ya ha empezado a conocer de antemano los posibles clientes. Aunque eso no le gusta.

Antes, al menos, tenía la esperanza de que nadie se iba a parar. Se dijo que no era posible que a pleno día y en una carretera de segunda se pudiese acercar alguien. Pero después de dos días se dio cuenta de que tenía más trabajo del que pensaba. Y eso no le gustó.

Pero ¿a quién le importa? No es la única en aquel tramo. En seis kilómetros hay cinco chicas más trabajando. En otra carretera cerca de allí cuatro más. Yendo hacia la capital de la provincia hay hasta siete. Eso significa que no es la única a la que se le paran los hombres. Y cree que a las demás tampoco les gusta.

No sabe cómo llegó hasta esta situación, ni tampoco, que es todavía peor, como podrá salir de ella. Lo único que sabe es que todos los días, haga sol, viento o llueva, tiene que encaminarse hacia aquella maldita valla. Y esperar. Luego se parará un coche a su lado. El conductor será un hombre. Bajará la ventanilla y le dirá alguna cosa. Él intentará que sea ingeniosa, pero realmente no sabrá qué decir. Ella subirá al coche por la puerta del copiloto y se dirigirán al lado contrario de la carretera. Hará lo que el hombre le pida, por el precio convenido. El hombre disfrutará. NO, no creo. Ella seguro que no. Se bajará del coche por la misma puerta por la que ha entrado. Y volverá a esperar al lado del guardarraíl. Y eso no le gusta.


jueves, 10 de junio de 2010

Zombies



— Oye, si yo me muriera, ¿qué sería lo último que me dirías?

— ¿Lo último?

— Sí, lo último, antes de dejar los ojos en blanco.

— Pues no lo sé. Supongo que te pediría la clave de tu tarjeta de crédito.

— ¿Me robarías estando muerto?

— No, hombre. Sólo para los gastos mortales. Ya sabes, ataúd, escavadoras...

— Yo quiero que me incineren.

— ¿Incinerar? ¿Pero tú estás loco? ¡Lo mejor de la muerte es poder ser un zombie!

— ¿Un zombie? Los zombies no existen.

— Ay que no. Claro que existen.

— ¿Y son creyentes?

— No lo sé. La verdad es que nadie se lo ha planteado nunca. Supongo que están enterrados, pero todavía no han subido al cielo.

— ¿Miedo a volar?

— Puede ser. O quizá estén en la lista de espera. Ya sabes cómo va la sanidad en este país.

— Un desastre. Pobres. ¿Crees que algún día irán al cielo?

— No lo sé. La verdad es que suelen ir demasiado sucios y... Ya sabes, en el cielo no te dejan entrar con cualquier cosa. A mi abuelo lo mandaron a casa por llevar zapatillas. Y aquí sigue, con 95 años.

— Qué hijos de puta.

— Son esferas distintas. Nunca llegaremos allí. Un cuarto de 30 metros cuadrados en el Infierno, y gracias. ¿Quién puede costearse un viaje al cielo? Los precios están por las nubes.

— Por eso muchos prefieren ser zombies y apañárselas, claro. La cosa ahí arriba debe estar saturada.

— Cuando no te queda otra cosa es lo mejor. Ir al infierno es como ir a Benidorm, hace demasiado calor como para aguantarlo. Así que una cosa intermedia suele ser la única solución.

— Está jodido con esto de la crisis.

— Y tanto. Pero bueno, todavía nos queda mucho hasta entonces. Por el momento, dime, ¿estás seguro de que quieres ser incinerado?

— Por supuesto. Visto lo visto es la opción más barata.

— Tienes razón.



Imagen: Felgab

viernes, 4 de junio de 2010

Segundo pasillo



— ¿Vamos a la sección de yogures?

— Juan.

— ¿Qué?

— Escúchame.

— ¿Qué pasa?

— Creo que lo mejor es que lo dejemos.

— ¿Qué? ¿No te gustan los yogures?

— Dejar lo nuestro.

— ¿Te refieres a ti y a mí?

— Sí.

— ¿Y por qué? ¿Por los yogures? Mira que de verdad puedo cambiar. En el fondo odio los yogures, me encanta la fruta. Sí, me encanta la fruta. La sandía, el melón, las naranjas...

— Juan. Hablo en serio.

— Lo sé.

— Te lo imaginabas, ¿verdad? Esto se veía venir.

— ¿Se veía venir?¿Sí? No sé... Yo... La miopía. No sé.

— Es lo mejor.

— ¿Lo mejor? ¿Por qué?

— No te merezco, Juan.

— ¿Y qué más da si me mereces? Yo te quiero.

— No, Juan. Durante todo este tiempo no he hecho más que darte problemas. Alterar esa persona feliz que tú eras antes de conocerme.

— ¿Pero cómo sabes tú si era feliz antes de conocerte? Si no te conocía.

— Ya me entiendes, Juan. Sé que podrías ser mucho más feliz con otra persona.

— No, tú podrías serlo.

— Juan, no lo compliques.

— No complico nada. ¿No me mereces? ¿Pero qué chorrada es esa?

— Tú eres mucho mejor persona que yo, Juan. Lo sabes. Mereces a alguien mejor.

— ¿Y no puedes mejorar para mí?

— Lo mío no se puede cambiar. Está en lo más profundo de mi ser.

— "En lo más profundo de tu ser". ¿Entonces qué tengo que hacer? ¿Sentir lástima por ti?

— No, Juan. Sé que ahora no lo entiendes. Lo entenderás con el tiempo. Te darás cuenta.

— Seguro que me daré cuenta. Pero hasta entonces, haré la compra yo solo.

— Juan... sabes que te quiero. Pero los dos necesitamos cosas diferentes.

— No hables en plural. No decidas por mí. Reconoce que eres tú la que se está apeando del bote.

— No grites.

— No grito. Sólo quiero que reconozcas que eres tú la que se está arriesgando a ser feliz de otra manera. No yo. Y que asumir ese cambio de rumbo me obliga a mí a aceptar las consecuencias. Sólo eso. Sin maquillajes.

— Lo que tú digas. Si quieres convertirme en la culpable, allá tú.

— No eres la culpable. Eres la causa. No eres culpable de buscarte la vida. Todos nos la buscamos. Simplemente quiero que reconozcas que esto es decisión tuya.

— De acuerdo, lo es.

— Vale.

— Vale.

— Entonces... Adiós, supongo.

— Así, ¿sin más?

— Sí, así, sin más.

— De acuerdo...

— Me voy a por los yogures.

— ¿Te espero fuera?

— Haz lo que quieras.


Imagen: Tomms