Rogelio Malco, 3ºB ( I )
En el piso de al lado, una pareja de artistas y su hija se había instalado hacía cosa de dos semanas. Malco pensaba que eran de ese tipo de gente que apoda “arte” a cualquier obra plástica y que además, tenían la desfachatez de anudar sus cuellos con bohemios pañuelos, usando términos en francés de manera forzadamente casual e imprevista.Pero el problema no eran los padres, sino la garrapata de su hija. Era una de esas niñas adolescentes cuyo máximo sueño se elevaba al infierno de los reality show, sin saber que los psicólogos se frotan las manos a la salida. La chica no cantaba, más bien gritaba. Su timbre de voz producía una sensación parecida a la de unas uñas en una pizarra; o a la de un micrófono acoplado; o al sonar de un despertador por la mañana. Siempre a las misma horas, de cuatro a ocho, el tiempo de la siesta de Malco.
Porque a una persona, hay tres cosas que no le puedes hacer: quitarle el plato cuando aún no ha terminado de comer, apagarle la televisión cuando su equipo va a meter un gol o fastidiarle una dulce y gratificante siesta vespertina. Y aquella pequeña bruja llevaba dos semanas tachando el último punto, versionando canciones de Camela, Bustamante o Mónica Naranjo, entre otros.
Malco se encontraba oficialmente parado, después de que lo despidieran de su trabajo como celador en un hospital por organizar carreras clandestinas con las camas de los enfermos. Así que una mañana de tantas, se le vino a la cabeza una dulce venganza que acabaría con su tremendo y complicado problema. Todo estaba planificado.
A la mañana siguiente, se puso el chándal y cogió un pasamontañas que guardaba desde pequeño en el cajón de abajo de un mueble robado. Le quedaba un poco prieto, pero entraba. Iba a atracar el “Media shop”, que aunque intentaba parecer moderno por el nombre, era una birria de establecimiento fácil de desvalijar, situado pocas manzanas más allá de su casa. En quince minutos se plantó allí.
Con Napoleón bajo el brazo derecho y ladrando sin parar, Rogelio irrumpió en la tienda intimidando al dueño:
– ¡Vamos, tío, tengo prisa! ¡Que estoy muy loco y mi perro muerde que te cagas! ¡Dame todos los cacharros de música que tengas por allí!
– ¡Tranquilo! ¡Te doy lo que quieras! ¡Pero dile al perro que se calme!
– ¡Él también está muy loco, mételo todo en la bolsa tío!
– Pero… un momento ¿no fuiste tú el que se llevó un masajeador la semana pasada?
– Eh… ¡venga, tío, déjate de sermones, yo me largo!
Y abandonando la tienda con un carro, una cadena de música, unos altavoces, y un home cinema como preciado botín, Malco se marchó de vuelta a casa, ya con Napoleón un poco más calmado.
Al llegar al piso, enano, sucio y destartalado como siempre, lo primero que hizo fue instalar todos y cada uno de los objetos sustraídos, no sin antes sufrir en su cuerpo la pactada alianza entre unos enchufes que florecían fuera de sus nidos y una elevada corriente eléctrica ruin y traicionera.
Tras estar completamente recuperado, puso todos los aparatos y altavoces enfocados en una sola dirección: el tabique contiguo a la casa de la soprano. En total, 550 vatios de orgullo y desquite.
Corrió entonces a buscar un disco de AC/DC, que llegó a sus manos de forma casual. Casual porque andaba un día Rogelio caminando por la calle, buscando alguna bici sin candar, cuando del saco de dos negros fornidos y veloces que corrían delante de tres policías, cayó un pedazo de música comprimido en una rosquilla reflectante. Desde entonces, era suyo.
Así que colocó el CD, se puso unos tapones en las orejas hasta casi rozar los tímpanos y se sentó con los brazos detrás de la cabeza. Eran las cuatro de la tarde, el momento de la dulce venganza.
Los cristales vibraron con el estrépito y el suelo rugió. Mientras tanto, Rogelio notaba el murmullo de la música. Con sus cejas arqueadas y los ojos cerrados, lucía una sonrisa perversa y maquiavélica. La de aquel día fue una situación maravillosa, que se alargó media hora más hasta el momento en que dos hombres tiraron la puerta abajo y empezaron a gritarle blandiendo porras de goma.
El artículo 242.2 del Código Penal dictó para él una pena por “robo intimidatorio” de uno a dos años de cárcel. Por contaminación acústica fue multado con 200 €. Por cierto, está buscando a alguien que pueda cuidar de Napoleón. Pregunten por Rogelio Malco.
Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I)
Fotografías: Carlos Bravo
2 comentarios:
Os he dejado un presente en mi blog.
Este Josemi, xD, tus vecinos son más extravagantes que los de "La Comunidad"
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