domingo, 26 de febrero de 2012

Póker

No se quitaba el pitido de la cabeza cuando llegó a casa. Se metió en el baño y dejó correr el agua del grifo. Le goteaba la nariz. Le dolía la mandíbula. El lavabo empezó a tomar un color rojo, denso, de sangre. Aquellos dos tipos no le habían dejado defenderse. Uno le cogió por la espalda mientras el otro, con el estilo de los boxeadores, desplomó sobre su barriga un puñetazo seco y un gancho sobre su cara. “Las chicas no pertenecen a nadie”, había dicho él minutos antes dentro del bar cuando aquellos tipos habían reclamado a la rubia a la que estaba besando.

El agua se ponía cada vez más roja, pero el grifo llevaba ya varios minutos abierto. Lo cerró y se entamponó la nariz con papel higiénico. Con aquel escándalo, su mujer aparecería por allí en cualquier momento. Dolorido en las costillas, se apoyó en la pared y entró en la habitación con la sutileza de los nadadores sobre el agua. “¿De dónde vienes?”, le preguntó ella con su ojo derecho entreabierto. “Hemos estado jugando al póker”. Y se echaron a dormir.

A la mañana siguiente se levantó con jaqueca y con una carretera en obras sobre su cabeza. El pitido había desaparecido. Pero había puesto las sábanas perdidas de sangre. “¿Me vas a decir que lo de la nariz te lo hiciste jugando a las cartas?”, inquirió ella mientras se deslizaba sobre el albornoz. “Me empezó a sangrar anoche, mi madre se volvía loca conmigo y las lavadoras cuando era pequeño”, inventó él, antes de recostarse sobre su lado menos dolorido y esperar a la hora de comer para aparecer por la cocina.

Su vista se fundió a negro al incorporarse sobre la cama. Volvió cinco segundos más tarde, con el olor a bacon fresco. “¿Hay bacon?”, le preguntó a su mujer. “No, es salmón”, le respondió ella. Hizo una mueca, contrariado. Dio unos pasos hasta el fregadero y levantó la tapa que había sobre la encimera. Cinco lonchas de bacon brillaron grasientas. “Sabía que había bacon”, dijo mientras su mujer le lanzaba una sonrisa, “podía olerlo desde la cama. Siempre sé cuándo me estás mintiendo”.

sábado, 21 de enero de 2012

Gemelos

Eran como dos gotas de agua. Desde que nacieron, sus padres les pusieron la misma ropa y les dio igual si llamaban a uno o a otro si al final cualquiera de los dos ponía la mesa. Después fueron creciendo y los gemelos se dejaron uno el pelo más largo que el otro. Y resultó que el hermano de pelo corto alcanzó un gran éxito con las mujeres en su paso por la universidad. Su gemelo, sin embargo, veía pasar el tren del amor y la lujuria desde la grada. Incluso su hermano sacaba mejores notas, el pelo le crecía más fuerte, ganaba en los juegos de habilidad y era infinitamente mejor que él jugando a fútbol. Una vez, para probar, cogió el móvil de su hermano y quedó con la que por aquel entonces era su novia. Y cuando el truco había funcionado, sentados en un parque, sacó la lengua para besarla. Ella le apartó. “¡Parece que no has besado en tu vida!”, le dijo, y se marchó por donde había venido. Su hermano era, a todas luces, el hijo favorito del Creador. A él le tocaba ser la pieza en stock, la segunda bolsa que se queda atrapada en la máquina expendedora, la versión no actualizada del sistema, el doble para las escenas de acción, el suplente, el borrador, la cara oculta de la Luna, la oferta de regalo al comprar dos latas de atún. Y nadie le había conseguido explicar nunca la razón. El motivo por el que su hermano gemelo era infinitamente más afortunado que él. Hasta que un día su madre, que le había escuchado llorar desde el pasillo, entró a su cuarto y se sentó junto a su lado. Las manos sobre el delantal. Y le explicó, con el mayor tacto del mundo, que era adoptado.

lunes, 16 de enero de 2012

Los contras

Le abrió la puerta al salir. Le dio besos al llegar a casa. Le hizo la cena. Fregó los platos. Condujo durante más de seis horas hasta Barcelona. Intentó no pisar los baches para que no se despertara. La llevó a conciertos de grupos que no conocía. Le dijo que su arroz estaba muy bueno. Que el vestido le quedaba muy bien. Le subió en brazos por las escaleras. Dejó de ver el fútbol los fines de semana. Vio series de mujeres desesperadas. Le colgó para llamarle él. Le dio la razón en varias discusiones. Le dijo que le seguiría al fin del mundo. Le prometió que bebería menos. Le dijo que se lo había pasado bien con sus amigas. Pagó las entradas del cine. Se fue a casa antes de tiempo. Le acompañó hasta la puerta. Vio cómo ella se quedaba dormida con su película favorita. Le dio igual contagiarse con un beso. Le dio su abrigo en una noche heladora. Le dijo que aquella chica no era para nada atractiva. Le contó cosas que nadie sabía. Votó a un partido diferente. Le dio suaves y prolongados masajes. Nunca gritó. Aceptó nombres ficticios horribles para sus hijos. Puso en Facebook que tenía una relación sentimental con ella. Le escribió poesía. Se gastó dinero en un candado. Le dejó toda la manta para ella. Aceptó un día malo. Le llevó a cenar. Le escuchó con paciencia. Le cogió de la mano. Le dijo que dejarle había sido la decisión más difícil de su vida.

miércoles, 11 de enero de 2012

El silencio

Ella estaba en el balcón mientras la música sonaba. El resto lanzaba dardos contra una pared repleta de globos y tres tíos bebían chupitos boca abajo tumbados sobre una cama. Él la vio con una bolsa llena de trozos de pan. Los tiraba a la calle. “¿No se acerca ninguna paloma?”, le preguntó mientras se subía los cuellos y resoplaba con el frío callejero. Ella se encogió de hombros. No dijo ni una palabra. Después le acercó un vaso lleno de whisky. “¿No estará envenenado?”, le preguntó. Ella arqueó con intriga una ceja, mientras él se llevaba el vaso a la boca. Dio un trago. Se pasó la lengua por los labios. La miró fijamente. Y comenzó a toser. Se agarró la garganta con las manos. Luego se dio golpes contra el pecho. Se agachó. Se puso de rodillas. Y se quedó tendido sobre el suelo. Ella no dijo ni una palabra. Hasta que él abrió un ojo. Y le sacó la lengua. Los dos rompieron a reír.

El móvil estaba en su bolsillo derecho. Lo sacó desde el suelo, sin moverse. Tecleó unas cuantas palabras. Después se oyó algo vibrar. Ella se llevó la mano a su bolso y sacó un móvil. Se le iluminó la cara. Literalmente. Le miró a él, tendido en el suelo, haciéndose el muerto. “Estoy muerto. Has sido tú”, ponía en la pantalla. “¿Me perdonas? Estabas asustando a las palomas”, contestó ella. “Todos sabrán que has sido tú”. “Lo negaré”. “El FBI puede ver lo que escribimos”. “Tiraré el móvil al río”. “Pero encontrarán tu ADN”. “¿Mi ADN?”. “Por todo mi cuerpo”.

Entonces, ella entró dentro y él se quedó allí tumbado.

viernes, 6 de enero de 2012

Una llamada perdida

—¿Sí?

—¿Pablo?

—¿Qué pasa?

—¿Estás dormido?

—No, claro que no. Hablo en sueños.

—Perdona que te llame a estas horas.

—¿Qué pasa?

—Escucha, yo...

—¿Qué demonios pasa?

—He besado a un chico.

—¿Y para eso me llamas?

—¿Qué?

—¿Me despiertas para eso?

—Joder, Pablo, he besado a un tipo.

—¿Y por qué no me llamas mañana?

—Porque lo he besado hace 10 minutos. Lo siento mucho yo iba a...

—No, yo lo siento por ti.

—¿Qué?

—Que yo lo siento por ti. Lo mío tiene fácil solución.

—¿No te vas a enfadar?

—¿Enfadarme? ¿Por qué?

—Tú me quieres.

—Claro que te quiero. Pero has sido tú la que lo ha cagado. No es mi problema.

—¿No me vas a gritar?

—Es eso lo que más te preocupa, ¿que te grite?

—No quiero que me grites.

—No te gritaré. Quiero dormirme.

—Yo...

—Verás. No importa. Se te pasará con el tiempo. Descubrirás que no eres una zorra.

—No lo soy.

—Lo sé.

—No te volveré a llamar a estas horas.

—No me volverás a llamar.

—¿Qué?

—No me volverás a llamar.

—¿Nunca?

—No. No lo harás. Sé que estás arrepentida. Pero, joder, ¿a quién se le ocurre
despertar a su novio para decirle que le ha puesto los cuernos?

—Lo sé, yo...

—¿Era guapo?

—¿Qué?

—El tipo. ¿Era guapo?

—Sí. No sé. Creo que sí.

—¿Más guapo que yo?

—¡No, nunca!

—Qué imbécil.

—No me trates así.

—Yo te habría puesto los cuernos con una mujer mucho más guapa que tú. Joder, lo habría hecho. Te habría tenido respeto.

—No era feo.

—Eso espero. Joder, si pasa el tiempo y descubro quién era ese tipo... Si descubro que era rematadamente feo voy a volverme loco.

—No es feo. Te lo prometo.

—Júralo.

—Juro que no es feo.

—¿Está alguna amiga tuya por ahí?

—Sí. Sara. ¿Para qué?

—Dile que se ponga.

—¿Qué?

—¡Dile que se ponga! ¿Sara? ¿Sara? ¿Sara?

—Sí.

—¿Sara?

—Sí.

—Escucha.

—Dime.

—Aquel tipo. ¿Era más feo que yo?

—Bueno...

—No me mientas, ¿era más feo que yo?

—No, era más guapo.

—¡No me mientas! No le mires a ella a los ojos. Escucha. Era más feo, ¿verdad?

—Sí.

—¡Lo sabía!

—Escucha, Pablo. Tú eres rematadamente guapo.

—Espero serlo más que ese tipo.

—Por supuesto. Lo superarás, Pablo.

—Claro que lo superaré.

—Tendrás que salir adelante.

—Claro que lo haré. Me habéis despertado, ¿sabes?

—Lo siento. Fue idea mía.

—¿Que se liara con aquel tipo?

—¡No! Llamarte.

—Peor todavía.

—Perdona por haberte despertado para esto. De verdad que lo siento.

—No importa.

—Lo siento.

—Oye.

—Qué.

—¿De verdad crees que soy rematadamente guapo?

—Claro que sí.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y qué haces mañana?

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Inocentada

—Ignacio, ¿puede venir un segundo a mi despacho?

—Sí, claro. Ya voy.

….

—Verá. Es duro comunicarle esto.

—¿De qué se trata?

—En la empresa estamos descontentos con su trabajo.

—¿Descontentos? ¿Por qué? ¿Porque no sonrío?

—No. Su trabajo se ha vuelto ineficiente en los últimos años. Le produce usted a la empresa un coste inasumible.

—Venga ya.

—Ignacio, le estoy hablando completamente en serio.

—Si, ya, claro. ¿Y qué día es hoy?

—¿Cómo?

—¡Hoy es 28 de diciembre! ¡Día de los Inocentes!

—Es verdad, pero...

—Ya, ya. Que os he pillado, ¡cachondos!

—Ignacio, yo estaba hablando completamente en serio. No se lo tome usted a broma.

—Sí... ya, ya, claro, claro. Mire como me levanto de la silla. ¿La ve? ¡Pues ahora la voy a lanzar contra el cristal!

—¡No!

—Si usted fuera en serio me dejaría hacerlo. ¡Cazado!

—¡No se lo dejaríamos hacer!

—¿Y esto? ¿Mear sobre su escritorio? Fernández lo hizo.

—Claro. Antes de ser despedido.

—¿Y si lo hago de broma? Por el día de los Inocentes.

—Verá, Ignacio. A esto es a lo que nos referimos.

—¿A mear sobre el escritorio?

—¡No! A que usted nunca se toma nada en serio.

—Pero hombre, es que hoy...

—Hoy es miércoles, Ignacio. Nada más. Un día cualquiera.

—¿Y estoy despedido?

—Sí. Me temo que sí.

—Ja ja ja.

—No se ría.

—¿Por qué?

—Nadie suele reírse.

—Verá (y le estoy siguiendo el juego), si me despide hoy, no cobraré la extra.

—Sí la cobrará. De eso no se preocupe.

—Es usted un pillo.

—¿Qué?

—Vale, le sigo el juego.

—No tiene usted que seguirme el juego.

—De acuerdo, entonces, ¿qué quiere que haga?

—Que salga. Llévese sus cosas. Y no vuelva mañana.

—Muy bien, señor (nadie puede ver que le estoy guiñando el ojo).

—No me guiñe el ojo. Váyase, no vuelva mañana.

—¡Chavales, escuchadme, me han dado fiesta mañana! ¡Imbéciles!

lunes, 26 de diciembre de 2011

La mantequilla

Los dos cadáveres uno encima del otro. Un charco de sangre saliendo del reguero de sus brazos y navajazos como grietas en el hielo por todo su pecho. Una secuencia de movimientos desesperados en los últimos minutos antes de desplomarse. En el depósito, el cuerpo tenía un aspecto pálido. El hombre no lo había logrado. Ahora estaba ahí, sobre un cajón de metal envuelto en un saco negro etiquetado con números y letras mayúsculas. Él lo veía ahí, inmóvil, inerte, tranquilo. Seguramente antes de que todo sucediera, pensaba él, el hombre, de aspecto judío, caminaría por la calle ordenando sus pensamientos. Ocupando sus preciados y últimos minutos de vida en ocurrencias banales. En el susurrar de una canción absurda en el autobús y en un leve recuerdo de la noche de sexo del día anterior. Ahora estaba ahí, muerto. Por la mañana desayunando tostadas sin mantequilla para no engordar. Y sólo unas horas más tarde, acuchillado. Él lo miraba sin conseguir acostumbrarse a la muerte. Obsesionado por si sus últimos minutos de vida serían igual e ignorantemente desperdiciados. Como les pasaba a todos. En eso pensaba durante semanas. Casi no había dormido cuando terminó sus ocho horas de trabajo aquel día. Se puso la ropa de calle y continuó pensando en aquel hombre. En las cuchilladas. En el rostro inexpresivo. Ordenaba sus pensamientos sin levantar la cabeza. Sin prestar atención. Sin mirar a un lado y a otro. Sin reaccionar antes de que un coche se lo llevara por delante.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Oportunidades

—Qué tal

—Hola

—¿Va a venir tu amiga?

—¿Qué amiga?

—Aquella... aquella morena.

—¿Claudia?

—Sí, eso. Claudia. Claudia Romero Escobar, ¿verdad?

—Woau.

—Facebook.

—Claro, Facebook.

—¿Va a venir?

—Creo que sí.

—Qué bien.

—¿Quieres que venga?

—No. Sin más, sin más, preguntaba.

—Supongo que vendrá con su novio.

—¿Su novio?¿Tiene novio?

—¿Qué más te da, no?

—Eso es, qué más me da. Simplemente preguntaba.

—Creo que lo dejaron hace no mucho.

—Ah.

—Así que no sé si vendrá con él o lo habrán dejado definitivamente.

—Ya.

—¿Quieres que le diga algo de ti?

—¿Qué?¿Algo de mí? No, no, no.

—No soy tonta. Sé que te gusta.

—No me gusta. Sin más. Me parece una chica maja.

—¿Maja? Anda ya. Te parece algo más que maja.

—No lo sé. Es que no la conozco.

—Ya, claro. Por eso te sabes todos sus apellidos.

—Es por Facebook, ya te lo he dicho.

—¿Tus amigos saben quién es?

—¿Mis amigos?

—Sí.

—Algunos.

—Osea que les has hablado de ella. Y ni siquiera la conoces.

—Un día lo comenté. Me llamó la atención. Simplemente eso.

—Yo creo que a ella le gustarías.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Por qué?

—No te lo puedo decir.

—¿Cómo que no me lo puedes decir?

—Primero conócela y luego ya hablaremos.

—¿Te ha dicho algo de mí?

—Qué va.

—¿Entonces por qué crees que le gustaría?

—No lo sé. Ni siquiera sé si tiene novio.

—Ya.

—Mírala.

—¿Qué?

—Que ahí está. Acaba de entrar. Y viene sola.

—Aham.

—Osea que...

—Ya.

—Adelante.

—No, no. No pienso ir a decirle nada. Prefiero que sea ella...

—Déjate de estupideces. Nosotras nunca vamos a ser las primeras.

—¿Qué le digo?

—No lo sé.

—¿El tiempo?

—Si le hablas del tiempo no duras ni el primer asalto.

—Qué hago.

—Sé tu mismo.

—Si soy yo mismo se marchará corriendo.

—No. Te conozco bien. Le gustarás.

—No sé...

—Vamos hombre.

—Déjame. Ya voy solo.

—Espera.

—¿Qué?

—Espera.

—¿Qué pasa?

—¿Ves a ese de allí?

—Sí.

—Pues es su novio.

—Ah.

—Osea que...

—Ya.

—¿Qué quieres tomar?