— Oye cariño, ¿y si nos vamos ya?
— ¿Ya?
— Sí. Estoy súper cansada, y...
— Tranquila, no me importa que te vayas.
— ¿Que me vaya? ¿No me acompañas?
— Me lo estoy pasando bien. Puedes irte si quieres.
— ¿Así sin más? Pues vale, vale, tranquilo que ya me voy yo solita.
— No te enfades. Es simplemente que yo todavía no estoy cansado. No veo por qué tenemos que irnos los dos.
— No, no, tú tranquilo, ya me voy yo, ya me voy yo... Tú quédate aquí con tus amigotes.
— ¿Por qué te pones así? ¿Qué hay de malo en que yo me quede un poco más? No tengo por qué seguirte a todos lados.
— ¿Así que eso es lo que haces? ¿Seguirme a todos lados?
— No. Sólo que no sé por qué te pones así. Ya eres mayorcita, tu casa está aquí al lado.
— Por eso mismo. No te cuesta nada acompañarme.
— ¿Pero qué tienes, nueve años?
— Se supone que estamos saliendo juntos , ¿no? Eso es lo que hace la gente que se quiere.
— No, eso es lo que hacen los pardillos a los que les dictan la manera en que tienen que querer. Si prefieres que te quiera acompañándote hasta tu casa cuando no me apetece y llevándote en verano a Benidorm, eso haré. Pero luego no me digas que nuestra relación se está volviendo prototípica y que ya no te divierte.
— Sólo te he escuchado la última frase. No te oigo nada. Pero tú verás.
— ¿Yo veré? No, tú verás.
— Ah, ¿sí? Pues me voy. Ahí te quedas.
— Espera. Te acompaño.
— No, ahora no.
— No digo a casa. Digo hasta la puerta.
Imagen: Mirada Infinita
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