— Oye, si yo me muriera, ¿qué sería lo último que me dirías?
— ¿Lo último?
— Sí, lo último, antes de dejar los ojos en blanco.
— Pues no lo sé. Supongo que te pediría la clave de tu tarjeta de crédito.
— ¿Me robarías estando muerto?
— No, hombre. Sólo para los gastos mortales. Ya sabes, ataúd, escavadoras...
— Yo quiero que me incineren.
— ¿Incinerar? ¿Pero tú estás loco? ¡Lo mejor de la muerte es poder ser un zombie!
— ¿Un zombie? Los zombies no existen.
— Ay que no. Claro que existen.
— ¿Y son creyentes?
— No lo sé. La verdad es que nadie se lo ha planteado nunca. Supongo que están enterrados, pero todavía no han subido al cielo.
— ¿Miedo a volar?
— Puede ser. O quizá estén en la lista de espera. Ya sabes cómo va la sanidad en este país.
— Un desastre. Pobres. ¿Crees que algún día irán al cielo?
— No lo sé. La verdad es que suelen ir demasiado sucios y... Ya sabes, en el cielo no te dejan entrar con cualquier cosa. A mi abuelo lo mandaron a casa por llevar zapatillas. Y aquí sigue, con 95 años.
— Qué hijos de puta.
— Son esferas distintas. Nunca llegaremos allí. Un cuarto de 30 metros cuadrados en el Infierno, y gracias. ¿Quién puede costearse un viaje al cielo? Los precios están por las nubes.
— Por eso muchos prefieren ser zombies y apañárselas, claro. La cosa ahí arriba debe estar saturada.
— Cuando no te queda otra cosa es lo mejor. Ir al infierno es como ir a Benidorm, hace demasiado calor como para aguantarlo. Así que una cosa intermedia suele ser la única solución.
— Está jodido con esto de la crisis.
— Y tanto. Pero bueno, todavía nos queda mucho hasta entonces. Por el momento, dime, ¿estás seguro de que quieres ser incinerado?
— Por supuesto. Visto lo visto es la opción más barata.
— Tienes razón.
Imagen: Felgab
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