Ella estaba en el balcón mientras la música sonaba. El resto lanzaba dardos contra una pared repleta de globos y tres tíos bebían chupitos boca abajo tumbados sobre una cama. Él la vio con una bolsa llena de trozos de pan. Los tiraba a la calle. “¿No se acerca ninguna paloma?”, le preguntó mientras se subía los cuellos y resoplaba con el frío callejero. Ella se encogió de hombros. No dijo ni una palabra. Después le acercó un vaso lleno de whisky. “¿No estará envenenado?”, le preguntó. Ella arqueó con intriga una ceja, mientras él se llevaba el vaso a la boca. Dio un trago. Se pasó la lengua por los labios. La miró fijamente. Y comenzó a toser. Se agarró la garganta con las manos. Luego se dio golpes contra el pecho. Se agachó. Se puso de rodillas. Y se quedó tendido sobre el suelo. Ella no dijo ni una palabra. Hasta que él abrió un ojo. Y le sacó la lengua. Los dos rompieron a reír.
El móvil estaba en su bolsillo derecho. Lo sacó desde el suelo, sin moverse. Tecleó unas cuantas palabras. Después se oyó algo vibrar. Ella se llevó la mano a su bolso y sacó un móvil. Se le iluminó la cara. Literalmente. Le miró a él, tendido en el suelo, haciéndose el muerto. “Estoy muerto. Has sido tú”, ponía en la pantalla. “¿Me perdonas? Estabas asustando a las palomas”, contestó ella. “Todos sabrán que has sido tú”. “Lo negaré”. “El FBI puede ver lo que escribimos”. “Tiraré el móvil al río”. “Pero encontrarán tu ADN”. “¿Mi ADN?”. “Por todo mi cuerpo”.
Entonces, ella entró dentro y él se quedó allí tumbado.
miércoles, 11 de enero de 2012
El silencio
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