martes, 18 de agosto de 2009

Una de mitología

Para aliviar un poco el verano, este mes estoy leyendo uno de esos libros que vas dejando para mejor época y que, en mi caso, le ha tocado su turno: La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.

Aunque repetitiva en algún momento, es una novela que invita a la reflexión y al ejercicio del cerebro como pocas. Una de las metáforas que más me ha gustado es la que tiene que ver con el precioso mito de Edipo. Además, esto me ha llevado a comparar esta historia griega con otra con una importancia cabal para nuestra cultura también, la de Moisés.

Los dos evitaron la prematura muerte que les tocaba y los dos tuvieron una agitada e interesante vida, pero las diferencias entre estos personajes son muy interesantes. Edipo nació con el Destino sobre la espalda. El oráculo de Delfos había sentenciado que mataría a su padre y se casaría con su madre, y así fue. A Moisés, en cambió, su importante cometido le llegó cuando ya era adulto y estaba casado y con un hijo. La famosa zarza que no se apagaba.

El griego cumplió su destino sin saberlo; Moisés, en cambio, capitaneó a los judíos en su huida conscientemente y con la ayuda de Dios.

Su nacimiento y fin también ofrecen interesantes diferencias. Edipo era hijo de los reyes de Tebas y fue a parar a unos pastores de Corinto, mientras que el judío pasó de hijo de esclavos a ser criado por la hija del Faraón.

Moisés tenía que llevar al pueblo judío hacia Canaán, pero se quedó en las puertas porque dudó de Dios (dio un golpe en una piedra para que saliera agua y no tuvo la suficiente paciencia como para esperar a que saliera y dio otro golpe, con lo que Jehová le dijo que era hombre de poca fe y que por ello nunca pisaría su destino). Sin embargo, poco antes de morir -con 120 años, ahí es nada-, consiguió subir al monte Nebo y pudo ver tierra santa. A Edipo le pasó todo lo contrario, se murió sin poder ver nada, ya que cuando conoció su tragedia él mismo se sacó los ojos (hay muchas versiones sobre cómo lo hizo, Kundera explica que usó una tea ardiendo).

Así pues, por un lado tenemos a un hijo de reyes que no sabe quién es y cumple su Destino y se convierte en rey (de hecho, quizá nunca dejó de serlo). Cuando supo la magnitud de sus acciones, aun pudiendo esquivar la culpa (él no sabía lo que hacía) decidió ser dueño de sí mismo y se mutiló. En el otro lado se encuentra un hijo de esclavos que se va a vivir con un Faraón al que traiciona y, mediante la gracia de Jehová, consigue liberar a su pueblo. No obstante, el mismo Dios que le permitió escapar le impide ver cumplido su cometido por haber dudado de él.

Un aristócrata contra un desamparado, la pura acción y responsabilidad humana opuesta a la divina intervención y castigo. Pero, ¿de verdad son tan opuestos, o tienen mucho más en común de lo que parece a primera vista?

Yo no soy ningún experto en la materia, pero este es un tema que me interesa mucho. La pervivencia y belleza de estos mitos es, para mí, irrefutable. La complejidad que presentan y la multiplicidad de interpretaciones también son muy atractivas. Hay que tener en cuenta, además, que estas historias se fueron tejiendo en los albores de la humanidad y que son la tela sobre la que reposa nuestra cultura. Si no los conocemos ni los discutimos, creo yo, nos estamos perdiendo algo muy importante: la opinión de nuestros antepasados sobre cuestiones universales.



Más información: Sobre Moisés: La Bíblia
Sobre mitos griegos: Robert Graves

0 comentarios: