París es una ciudad que, a simple vista, parece ancha e inabastable. Sin embargo, dos son los factores que la hacen más pequeña de lo que parece: el metro y la banlieu.
En aquella ciudad el metro se inauguró poco después de la exposición universal de 1900. En clase siempre nos contaban cómo aquellas exposiciones eran símbolos del avance industrial y tecnológico y también demostración del poder de una burguesía pujante y más compacta que la actual, capaz de organizar un evento de tamaño colosal (¿cuándo fue la últmia exposición universal interesante?). Actualmente, cuenta con 16 líneas y unas 300 paradas.
Yo, que soy de pueblo, siempre me he sentido atraído por lo desconocido en las ciudades, y el metro es una de esas cosas. En esta ciudad (como en la mayoría a las que he ido) cuando entras a un vagón alegre y contento estás perdido. Empiezas a mirar las caras de la gente a tu alrededor y ves que están cabizbajos, con la mirada perdida, vacíos, cansados. Sea la hora que sea encuentras poca gente hablando entre ellos, ni para pedir la hora o saludar.
A veces entra un músico a tocar y ni así. La gente pasa completamente del acordeonista, que llena el metro con su alegre música, o del pobre trompetista que deja fluir sus trágicas notas por el instrumento. Luego, una vez pasa el vaso de plástico para recibir dinero, muchos, aunque antes ni le hayan mirado, le ponen una monedita.
La primera vez que ves esas caras y descubres el triste parecer de la gente te preguntas por qué. Qué raro, me dije yo, tampoco es tan pesado ir en metro: va rápido, es entretenido y no es demasiado incómodo. Pero luego, poco a poco, mientras vas repitiendo estaciones, conoces la línea que utilizas, miras por la ventana y no dejas de ver la opaca oscuridad del agujero que atravesamos, la mirada se te va cayendo hacia la punta de los zapatos. La gente entra en la siguiente parada y ni les miras, sólo deseas llegar a la tuya para bajarte e ir a descansar a casa. Y con los días los ojos se quedan perdidos en un punto inestable como el traqueteo del vagón. Es el síndrome del metro...
Pero, la verdad, es que es el único sistema para desplazarse con cierta puntualidad en París. A no ser que quieras salir de tu casa hora y pico antes de tu cita. Porque, al final, te das cuenta de que lo que realmente está lejos son todos los pueblos de alrededor. En estos pueblos, que por habitantes son ciudades, vive la mayoría de gente que trabaja en la provincia. Están pegados a París también entre ellos. Forman una masa compacta en torno a la ciudad. Parece un huevo frito: París la yema y el extrarradio la clara.
Ir hasta allí puede ser una odisea. Hay que coger no sólo el metro, si estás en el centro, sino luego otras líneas de ferrocarriles que te lleven a casa. Hay gente que tiene que hacer todos los días dos horas de coche para llegar hasta su trabajo, algunos más. Y con lo cómodo que es ir a pie a clase.
lunes, 5 de octubre de 2009
Un huevo frito
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5 comentarios:
Qué bueno eso del huevo frito. Me gusta. Mi profesor de francés decía que la vida de un parisino, o gente de los alrededores, se definía en unas pocas palabras: casa, metro, trabajo,metro, casa
Qué envidia de metro! Nosotros aquí no tenemos más que retenciones y apagones cada dos por tres. Si al menos tuviéramos alguien tocando La vie en rose para hacer el desastre más ameno...
El metro es horrible, entre otras cosas por el calor. Entonces viene una ráfaga de aire fresco. -¿fresco?- piensas, si esto es un tunel, apenas hay refrigeración, y decides no respirar
Qué pasa, que en Washington no hay metro??
La verdad es que yo prefiero no pensarlo. Acabo de llegar de un viaje chungo, chungo. Estábamos todos allí metidos como sardinas en lata. uff, además, mi línea es en la que hace más calor, porque es la única que conserva las ruedas de pneumático.
Es como las grandes superficies y los supermercados, te deprimen, no hay apenas luz y la gente no sabe exactamente que hacen allí
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