El ladrón espera a que la oscuridad se coma la poca luz que queda en el pueblo y a que el silencio haga su habitual acto de presencia. Habilidosamente (los años de oficio le han curtido), consigue abrir aquel viejo coche aparcado en medio de la calle. Dentro le espera un equipo de sonido de nuevo, de alta calidad, que resalta entre la usada carrocería.
Se va a casa con el botín en una pequeña bolsa, sin ser visto. Aquella noche piensa en posibles compradores. Mientras se hace una lista en su mente, queda dormido.
Por la mañana se ducha, se afeita y se prepara para intentar sacar provecho de su robo. Intenta localizar a su primer cliente, pero no está en casa. Prueba con el segundo. Aquél seguro que lo encontrará: estará en su carnicería.
Cuando entra en el establecimiento se sienta, esperando a que le llegue su turno. Por suerte, se queda solo. El carnicero le pregunta qué quiere, pero se cambian los papeles y es el ladrón quien ofrece una mercaderia, abre la bolsa y le dice un precio. Sin embargo, lo rechaza. El vendedor (de carne, no de radios) le contesta que, precisamente, ya tiene una igual que esta, comprada hace poco. Le pregunta, de paso, de dónde la ha sacado a tan buen precio, que ya le hubiera gustado a él poder comprarla tan barata. Pero, sorprendido, el desvalijador le contesta de manera ambigua y se marcha.
Esta respuesta alumbra una pequeña sospecha su cerebro. Pero no puede ser, no podría ser tan estúpido, además, se dice, le conozco de toda la vida y no vendría aquí a... ¿o sí? Este joven nunca había sido conocido por su lucidez. Por si acaso, le dice a su mujer que se marcha un momento, que ahora vuelve. Cuando llega a su coche se lo encuentra abierto y sin radio.
Lo peor de todo es que esta historia no me la he inventando, es una historia real.
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