Mirándonos nos espera, tumbada pacientemente en su diván cubierto por sábanas incólumes, brillando con luz penetrante. El aire es gélido, casi fantasmal. En segundo plano una negra ofrece unas flores abiertas, frescas, de primaveral alegría y, a su lado, a los pies de la cama, a un gato negro se le eriza la cola, como en una sugerente metáfora.
Junto al felino, una elegante zapatilla caída como por descuido marca el principio de unas piernas lechales, jóvenes, turgentes que se alargan hasta su mano izquierda, que se aferra como una inexpugnable cerradura en su más tierno secreto.
El torso al aire y el pelo recogido. Nos espera vestida solo por joyas y maquillaje, ese maquillaje ostentador en las obras de arte que destaca Baudelaire. La cabellera tocada por una orquídea rosa y dos perlas, una blanca en el cuello, atada con una tira negra de cuero, y una negra que cuelga de un brazalete dorado en su muñeca derecha.
La sala es pequeña, con las paredes oscuras y cálidas y unas cortinas de terciopelo verde que enmarcan la escena. Simple y sencilla, esta obra de arte reposa colgada en la pared de una antigua estación y se muestra generosa a los millones de visitantes del museo. Olympia, se llama. Encantados, igualmente. ¿Su padre? Édouard Manet.
Ahora es casi una institución, la encontramos en todos lados: en tazas, pósters, imanes, puzles, camisetas...Pero hubo un momento en que causó una revolución en los cánones del arte. Nunca ningún desnudo se había presentado con aquella brutal sinceridad a los espectadores. La modelo era una prostituta y eso no se esconde en el cuadro, aunque tampoco hacía falta, en el París de la época no eran necesarias las presentaciones.
Rompió los esquemas pictóricos y las normas académicas, no sólo impactó al hipócrita burgués, sino que su realismo descarado y elementos hasta aquel momento prohibidos, como poner a una negra delante de un fondo negro, pusieron los pelos de punta a más de un decente profesor de pintura.
Ahora se enseña en las academias y se la honra como a un ídolo pagano, pero en su día fue vituperada e incluso víctima de ataques físicos. La calificaron de “mujer gorila” o “la mujer de picos saliendo del baño”, hasta que monstruos de la talla del citado Baudelaire o el escritor Émile Zola la defendieron a muerte y le dieron la talla que se merece.
No es nada raro en la historia esta ascensión de los infiernos hasta los cielos de la cultura de masas, por algo los dadaístas le pintaron el bigote a la Mona Lisa. Primero se critica lo más nuevo, el genio desbordante e intuitivo; luego se le aplaude, se le venera y se copia.
Pero quedémonos con ella, que por eso está allí aposentada, jugando con el tiempo, que para nosotros pasa pero que para ella queda. Sincera, directa, limpia. Así es Olympia y así nos espera.
Junto al felino, una elegante zapatilla caída como por descuido marca el principio de unas piernas lechales, jóvenes, turgentes que se alargan hasta su mano izquierda, que se aferra como una inexpugnable cerradura en su más tierno secreto.
El torso al aire y el pelo recogido. Nos espera vestida solo por joyas y maquillaje, ese maquillaje ostentador en las obras de arte que destaca Baudelaire. La cabellera tocada por una orquídea rosa y dos perlas, una blanca en el cuello, atada con una tira negra de cuero, y una negra que cuelga de un brazalete dorado en su muñeca derecha.
La sala es pequeña, con las paredes oscuras y cálidas y unas cortinas de terciopelo verde que enmarcan la escena. Simple y sencilla, esta obra de arte reposa colgada en la pared de una antigua estación y se muestra generosa a los millones de visitantes del museo. Olympia, se llama. Encantados, igualmente. ¿Su padre? Édouard Manet.
Ahora es casi una institución, la encontramos en todos lados: en tazas, pósters, imanes, puzles, camisetas...Pero hubo un momento en que causó una revolución en los cánones del arte. Nunca ningún desnudo se había presentado con aquella brutal sinceridad a los espectadores. La modelo era una prostituta y eso no se esconde en el cuadro, aunque tampoco hacía falta, en el París de la época no eran necesarias las presentaciones.
Rompió los esquemas pictóricos y las normas académicas, no sólo impactó al hipócrita burgués, sino que su realismo descarado y elementos hasta aquel momento prohibidos, como poner a una negra delante de un fondo negro, pusieron los pelos de punta a más de un decente profesor de pintura.
Ahora se enseña en las academias y se la honra como a un ídolo pagano, pero en su día fue vituperada e incluso víctima de ataques físicos. La calificaron de “mujer gorila” o “la mujer de picos saliendo del baño”, hasta que monstruos de la talla del citado Baudelaire o el escritor Émile Zola la defendieron a muerte y le dieron la talla que se merece.
No es nada raro en la historia esta ascensión de los infiernos hasta los cielos de la cultura de masas, por algo los dadaístas le pintaron el bigote a la Mona Lisa. Primero se critica lo más nuevo, el genio desbordante e intuitivo; luego se le aplaude, se le venera y se copia.
Pero quedémonos con ella, que por eso está allí aposentada, jugando con el tiempo, que para nosotros pasa pero que para ella queda. Sincera, directa, limpia. Así es Olympia y así nos espera.
1 comentarios:
Me encantan este tipo de cuadros que perduran. Aquellos que los ves una vez y cuando vuelven a hablarte de ellos sabes instantáneamente de cuál te están hablando. Es, simplemente, extrañamente erótico y sugestivo. De esos cuadros que necesitas quedarte un rato parado, mirándolos.
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