Julián iba al cine una vez por semana. Casi siempre los jueves, o si no los viernes. Era un apasionado del cine, de las salas llenas de butacas y del momento en que las luces se apagan y se hace la oscuridad. Estar en el cine era para él una forma de conectarse al mundo, de comprenderlo y apreciarlo. El cine eran historias humanas cercanas y posibles, empatía y conocimiento interior.
Iba al cine de su ciudad aunque lloviera, nevara o hiciera mucho calor. Marcaba en rojo las películas que quería ver cada semana y no veía ningún tráiler. Se fiaba de su instinto y de una breve sinopsis en los periódicos. Era como un ritual que formaba parte de su forma de ser.
Solía ir a la sesión de por las noches. Era una de esas personas solitarias que no encontraban a nadie con quien ir. Veía a parejas, padres e hijos, grupos de amigos… y siempre tenía la sensación de que cuando alguien le miraba, pensaban: “pobre hombre, ni si quiera tiene a alguien con quien ir a ver una película”.
Pero Julián sí que tenía. Se llamaba Lucía y trabajaba en aquel cine. La conoció una noche en la reposición de “La vida de Brian”. Le encantaba esa película. Nunca se cansaba de verla, era su droga más dura. La utilizaba como desintoxicante de la vida real y como forma de acercarse al mundo en la forma que más le gustaba. Aquel día celebraban un maratón de los Monty Python y Julián no pudo resistirse.
Se sentó en un lateral de la sala y se apagaron las luces. Había como unas trece personas, y todas ellas parecían haber venido en busca de lo mismo. A los 10 minutos, como un tonto, se empezó a reír con la misma escena de siempre.
Entre carcajadas, se abrió una de las puertas del cine dejando pasar un triángulo de luz, y al rato se cerró. Después, se oyeron unos pasos sordos y una acomodadora se sentó al lado de Julián, en silencio.
La película siguió avanzando y Julián no paraba de repetir para sí mismo las frases del guión. Las repetía y luego se reía en voz alta, como un niño pequeño con los ojos achinados. La chica de al lado se reía de una forma graciosa y hacía ruidos con la nariz cada vez que algo le resultaba gracioso. Los dos reían como tontos haciendo sonidos extraños mientras cerraban los ojos y miraban al de al lado.
Para los dos era aquella película una buena medicina. Tan buena que al terminar no pudieron evitar silbar un “always look on the bright side of life”. Eran los únicos de todo el cine que lo hacían, pero se lo pasaron en grande.
En los títulos de crédito, inevitablemente, cruzaron un par de frases. “¿Verdad que es genial?”, “me encanta cada vez que la veo”, respondió ella. “Tengo centenares de películas que podrían gustarte”, dijo él. “Pues aquí estaré cada jueves y viernes si quieres, me encantaría”.
Entonces, Julián alquiló una película cada jueves o viernes. La pensaba bien durante toda la semana y cuando tenía decidido cuál era la mejor opción, bajaba al videoclub de su barrio y la cogía. Después, esperaba al jueves o al viernes y se sentaba siempre en uno de los laterales de la sala. A los diez minutos, siempre aparecía ella, se sentaba silenciosa, veían la película y después charlaban sobre cine. Sobre personajes, sobre frases del guión, sobre la filosofía que transmitían cada uno de ellos y sobre los actores.
Parecían tener en común solamente la película del día en que se conocieron. Pero así aprendieron mucho más. Descubrieron títulos olvidados y obras extrañas de directores anónimos. Cada sugerencia era mejor que la anterior y poco a poco se fueron conociendo un poco más. A través del cine y de los personajes descubrieron la forma de ser de cada uno y su forma de pensar. Hicieron de los jueves y los viernes los mejores días de la semana.
Así que un viernes, entraron al cine de madrugada. Las aceras estaban desiertas y las persianas de las casa bajadas. Ella tenía las llaves del cine y dentro solo había oscuridad. Se movieron a tientas palpando las paredes. Era arriesgado y peligroso, como en las películas. Entraron en la primera sala y se agarraron de la mano. Enchufaron el proyector, colocaron la película y bajaron a sentarse en las butacas. La película empezó a girar, apareció un león encerrado y muchas letras blancas sobre un fondo negro. A los diez minutos, dejaron de prestar atención a la pantalla.
Imagen: Mapki Files
Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
4ºA: David
1ºB: Óscar (I y II)
2ºB: Enrique
5ºD: Ismael
domingo, 20 de septiembre de 2009
Julián, 7ºB
Publicado por Anónimo en 17:58
Etiquetas: Calle del Olvido 52, Ficción, José Miguel Sánchez, Relato Corto
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4 comentarios:
Veo que esto es lo que tenías que escribir urgentemente el otro día. :)
Me gusta!
Soy un ser extraño... no se lo digas a nadie! jaja
Oh! Estoy segura de que ese es el cine que está al lado de la resi en Washington!
Vaya Julián!! Y luego que no presta atención a las películas, xD.
Sigue escribiendo Chemi!
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