La luz del semáforo estaba en rojo. Los conductores tocaban la bocina. “Qué imbéciles”, pensaba él mientras tamborileaba con sus dedos en el volante, “por mucho que piten no va a ponerse en verde”. El ritmo de la canción sonaba por los laterales. En el asiento del copiloto, tubos de metal, estuches de plástico y carteras llenas de planos, folios y borradores.
Un vistazo arriba y el semáforo seguía en rojo. Todas las mañanas solía tardar alrededor de un minuto y medio. El cruce era una intersección de varios carriles, de calles largas y aceras anchas, de esas de las que la gente huye cuando hace sol en verano. Los coches volaban de izquierda a derecha.
Aquel lugar le gustaba, aquella esquina. Disfrutaba del momento de quietud y pausa que le daba el semáforo de camino al trabajo. Como el enamorado que se declara bajo la lluvia y desde entonces no le importa caminar bajo ella. No por lo que es, sino por lo que representa.
Le había pasado muchas veces: cantar con los ojos cerrados mientras imitaba el movimiento de la batería. Después abría los ojos y descubría que el hombre del coche de al lado le estaba mirando. Después, disimulaba estar intentando matar a un mosquito.
Miró a un lado. Aquel edificio de la derecha lo había construido él. No con sus manos, sino con su propia mente. Le había quitado noches de sueño, trajes en la tintorería y minas de lápiz. Era uno de esos proyectos ambiciosos que acababan transformándose en obsesión para un arquitecto.
En su momento, no sabía por dónde ir, ni qué líneas trazar. No sabía si la entrada debía ser amplia y espaciosa o si las ventanas tenían que reflejar toda la luz del exterior. No sabía si el edificio se construiría en poco tiempo o si, de ser así, sería un edificio que le hiciera sentir plenamente satisfecho.
Cada día se levantaba pensando en él. Le daba una y mil vueltas, cambiaba una y mil cosas. Tomaba decisiones, las asumía y al poco tiempo las acaba desechando. En muchas ocasiones, incluso, sopesaba la idea de borrar aquellos planos y darse por vencido. No valía la pena malgastar tanto esfuerzo en un proyecto que podía quedar inacabado.
Por las noches tomaba café y por las mañanas se lo ponía doble. Llevaba casi más de un año intentando encontrar las salidas. No encontraba la uniformidad de la estructura, no encontraba el sentido metafísico de aquel edificio. Le gustaba, le parecía estéticamente bello y admirable, pero había pasillos que no acababan en ningún sitio y escaleras que, simplemente, no llegaban a ninguna parte.
Sigue leyendo... (Óscar, 1ºB, II)
Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
4ºA: David
Fotografías: Carlos Bravo
sábado, 2 de mayo de 2009
Óscar, 1ºB (I)
Publicado por Anónimo en 13:44
Etiquetas: Calle del Olvido 52, Ficción, José Miguel Sánchez, Relato Corto
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1 comentarios:
Nose si hay mensaje escondido o no..... pero yo he encontrado uno :)
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