Hay gente que no madura nunca, gente que lo hace muy pronto, gente que todavía no ha madurado y gente que cree haberlo hecho. Él todavía no había llegado a la madurez, esa edad difícil y maravillosa en la que las cosas comienzan a salir en el diccionario.
Tenía barba, había pasado el acné juvenil y se había enamorado tres veces. Pero nunca se había parado a pensar si le gustaría tener una barba más larga o si aquellos amores habían sido en realidad amores de verdad.
Se dejaba llevar por el entorno. Lo común era lo lógico y lo lógico era siempre lo más aceptado. No le importaba parecerse demasiado a sus amigos o que nadie supiera su nombre y dos apellidos. Era uno más entre tantos y entre la normalidad se sentía tranquilo.
Se dejaba llevar por los titulares y los escaparates, por el primer vistazo y las noticias de actualidad. Le gustaba vivir deprisa, asfixiado, viviendo una vida de comida rápida y fotos express. No se paraba a pensarlo, porque las películas de acción son una sucesión de golpes sin sentido donde no importa quién te haya pegado, sino el golpe que estás a punto de recibir.
Nunca había comprado un disco de música ni tampoco sabía qué era un vinilo. Los libros los leía en el colegio y la biblioteca era el nombre de uno de sus carnets. Le aburría la política pero no tenía la habilidad suficiente como para estar descontento con ella. Pasaba los debates en televisión y después ponía Telecinco.
El mundo que le rodeaba era “un mundo” y trincheras abarrotadas. Eran individuos y mareas de gente, cuadros abstractos no analizados, estilos artísticos sin identificar. Llamaba a todo “arte”, y luego nada más.
Se levantaba pronto por las mañanas y se acostaba temprano. Leía los deportes y desayunaba escuchando los 40 principales. Se lavaba la cara y al mirarse al espejo no observaba nada, sólo miraba.
Creía vivir una y mil vidas porque en el fondo la suya se parecía demasiado a las de los demás. Se imaginaba anciano y con nietos, contando maravillosas historias, soñando con piratas y tesoros que nunca aparecerían en su historia. Su cuento era un cuento de bestsellers y blockbusters. Soñaba pero nunca lo hacía despierto, porque quizás su vida estaba condenada a ser aburrida. Aunque nunca intentó descubrirlo.
Después creció, y llegó a medir un metro ochenta. Le crecieron los zapatos y la talla de sus camisas. Echó barriga y se le cayó el pelo. Se casó, tuvo hijos, veraneó en Benidorm y se compró un coche espacioso. Y aun así, siguió midiendo un metro ochenta.
Imagen: Carlos Bravo
Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
4ºA: David
1ºB: Óscar (I y II)
2ºB: Enrique
miércoles, 12 de agosto de 2009
Ismael, 5ºD
Publicado por Anónimo en 16:42
Etiquetas: Calle del Olvido 52, Ficción, José Miguel Sánchez, Relato Corto
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3 comentarios:
quizá ismael fue feliz. él era feliz sin plantearse nada, siguiendo el curso de la vida sin pararse a mirar atrás, a los alrededores o preguntarse a dónde llevaba.
¿Qué se le puede reprochar si él era feliz así?
No le reprocho que fuera feliz, cada uno es feliz a su manera. Sólo digo que no me gustaría convertirme en eso, en ser capaz de ser feliz de esa manera.
creo que debemos valorar nuestros autocuestionamientos, no todos tienen esa necesidad e impàciencia de conocese y de conocer la verdad ; sin embargo se le respeta al personaje, al parecer el era feliz asi, y es que como dice nietzsche:
"es tan indiferente que la ola sepa a donde la lleva el mar, que hasta puede haber sabiduria en ignorarlo"
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