lunes, 31 de agosto de 2009

Long Brown Beard


Supongo que si habéis visto la portada de los periódicos o los titulares de los principales informativos os habréis enterado de la noticia. El rumor está en las calles. Y para evitar cualquier tipo de especulación, cualquier tipo de rumor que pueda crearse, prefiero ser yo el que salga al paso de las declaraciones. Así que, lo confirmo: me he afeitado la barba.

Y si habéis seguido viendo el informativo o si habéis leído la noticia en profundidad, habréis comprobado las múltiples muestras de dolor y lamento a lo largo y ancho de nuestro planeta. Y quiero dar las gracias a todos. A las niñas adolescentes que lloraban desesperadas, a las manifestaciones espontáneas en los países árabes con estandartes de mi foto barbuda y a esas mujeres que con sus brazos alzados clamaban al cielo. Gracias a las revistas que regalaban desplegables con mi barba para los más pequeños. Y gracias también a esas tiendas de moda que ahora retiran mi fotografía y la sustituyen por barbas más famosas como la del rey Juan Carlos o Casillas.

Porque se han hecho recreaciones visuales del momento con actores ficticios, infográficos y hasta esquelas llorando la pérdida. He encontrado micrófonos bajo el fregadero de mi baño, cámaras en el bloque de edificios de enfrente y un GPS en mi bolsillo y otro en la barba.

Pero sólo yo puedo contar la verdad de los hechos, lo que realmente me ha llevado a tomar la dura decisión de tener una cara virginal, limpia y pura. Porque la verdad os hará libres y las especulaciones esclavos de la incertidumbre. O una de esas frases que se suelen decir en las películas de abogados cuando el representante del acusado se dirige al jurado.

La verdad es esta. Por la mañana me he levantado y, como siempre, he ido al baño a lavarme la cara. Ahí ha empezado todo. Al principio miraba mi barba satisfecho y orgulloso: había conseguido estar más de dos semanas sin tocármela y aquello ya tomaba una forma bastante consistente. Me hacía un bohemio interesante y maduro. Pero cuando he mirado si algún pelo destacaba más de lo debido, ahí me he dado cuenta de que tenía que coger la cuchilla: había pelos pelirrojos.

Y lo siento por los pelirrojos. Los quiero y los adoro, y si algún día tengo un hijo me gustaría que fuera como Teo. Pero la barba pelirroja es extraña. Si no mirad a Xabi Alonso o a Pablo Motos. La barba pelirroja da miedo. Recuerda a algún autorretrato de Van Gogh o al Capitán Barbarroja. Y no tengo nada en contra de los pelirrojos, de hecho veo El Hormiguero y Van Gogh es uno de mis pintores favoritos. Pero son raros. Y cuando he visto que tenía unos pelos negros, masculinos y varoniles, y otros rojos y extraños, he decidido pasar la cuchilla.

Ha sido difícil, porque se atragantaba. Pero a base de esfuerzo y paciencia he conseguido cortar el césped y acabar con las malas hierbas. Siento decepcionar a todos aquellos que se ilusionaron con el proyecto, a aquellos que soñaron con acariciarme la barba o dormirse encima de ella. Pero no quiero acabar como el náufrago, no quiero ser Van Gogh, no quiero cortarme una oreja. Llevo gafas, y las necesito a las dos.

sábado, 29 de agosto de 2009

Sobremesa

Siempre me llamó la atención un detalle material, observable en casi todos los establecimientos modernos de bebidas: la desaparición de la mesa, reemplazada por la barra, el bar. La mesa, círculo mágico, o rectángulo bien medido, es figura geométrica perfecta y símbolo de una actividad social básica: la convivencia, la comunicación de los que se acomodan en torno suyo, los bien llamados comensales. Siéntese a una mesa a cuatro personas, provéaseles de sendos vasos de bebida y de una pruedente porción de tiempo, y se habrá encendido la chispa de una conversación. Estos hombres viven con los demás, conviven. Pero sitúese en un taburete sin respaldo, en un mostrador, en la famosa barra, a un humano. No está de cara a ningún prójimo, nada le incita a hablar, y encerrado en sí, sin más horizonte que su vaso y la botella, bebe y calla en tristísima soledad.

Fragmento extraído de "El defensor" (1954), de Pedro Salinas


Imagen:
Famousdc.com

jueves, 27 de agosto de 2009

Catorce horas



Es la hora de comer. Fuera la gente camina en pantaloneta y los obesos sudan como pollos. Las aceras se derriten y el agua del suelo de las fuentes lucha por mantenerse viva o desaparecer. Los conductores de coches modernos encienden el aire acondicionado y los que no bajan y suben las ventanillas con sus fornidos brazos. Algunos abuelos llevan mantas por encima y otros buscan asiento debajo de las sombras.

Por las calles huele a guisos y a paellas recién hechas. Se oye el sonido de los televisores y el ir y venir de las cucharas. Se oye el arrastrar de las sillas del vecino y el crujir del pan con el cuchillo. El ventilador sigue dando vueltas pero ya no refresca como al principio. El perro jadea con su larga lengua fuera y su denso abrigo de pelo.

La botella de cristal está llena de agua y las gotas se escurren formando un círculo imperfecto sobre la mesa. Las piernas debajo de la tabla sudan y se descalzan. Mientras, las moscas se relamen y se frotan las patas.

El calor entra por la ventana y las dos puertas. Los fogones escupen aire ardiendo y el aceite chisporrotea y salpica la vitrocerámica. Las paredes se manchan de tomate y la grasa chorrea brillante e invisible.

En la mesa hay una ensalada verde y roja. Las hojas de la lechuga están empapadas en aceite, sal y vinagre y los tomates babean la pulpa. El fondo de la ensaladera es un estanque de fluidos naturales condenado a desaparecer.

Los filetes se apilan en montones debajo de dos platos paralelos. Por uno de los bordes asoma un trozo de grasa blanca, que toca la mesa y la mancha con una gota aceitosa. También el fondo de los platos conserva el líquido grasiento de las sartenes y los aceites.

El hombre del telediario dice que hoy han muerto veinte personas y la madre sigue repartiendo una servilleta por cada comensal. El perro chupa la pierna de su amo y le da la pata. Se resigna y se tumba en el suelo.

Los vasos están llenos de cal y algunos están agrietados. Los cuchillos ya no cortan y al chocar con los platos chirrían, gritan y se lamentan. En el plato del hijo hay un pelo de la madre, rubio, pero no se ha dado cuenta. Se ayuda del tenedor y de un trozo de pan y se lo lleva a la boca, escondido entre el tomate y tres macarrones.

El padre unta en el fondo de la ensaladera y se lleva a la boca sus dedos gordos y sus uñas grasientas. Después se los chupa con estridencia hasta la segunda falange. Luego se acaricia la panza descubierta y se peina hacia un lado los cuatro pelos de su calva mojada.

La madre pincha los filetes con un tenedor curvado y salpica la mesa de camino a los platos. La carne está dura y demasiado hecha. El hijo estira del tenedor y sus dientes hasta golpearse el cogote contra la pared. El padre mastica ruidosamente y eructa después de pegar un trago. La familia escucha en silencio el sonido de las mandíbulas y el tintinar de los tenedores. Sin decir nada.

La abuela no oye ni escucha y tampoco levanta la cabeza del plato. Lleva puesta la dentadura y con su mano pecosa y su pulso inestable sujeta un cuchillo. Ella corta el pan, bebe agua, come poco y se tapa las piernas. Por debajo le da al perro un trozo de pan y nadie dice nada. Con la otra mano se cierra el cuello de la camisa pero no se ata el botón.

Los platos se apilan en un extremo de la mesa y la madre pregunta qué quieren de postre. Duda, abre el frigorífico y lo vuelve a cerrar. Después saca un cuchillo y corta la sandía, que cruje y se desangra. El padre coge el trozo más grande y se lo lleva a la boca, hincando sus dientes mugrientos hasta la mitad. En las encías hay trozos de filete y en las comisuras de los labios aún queda tomate reseco.

El agua de la fruta chorrea por su barbilla y cae en la mesa. El padre muerde la tajada por el centro y roza sus mofletes con los extremos. Cuando acaba, roe las puntas rojas hasta dejar la corteza desnuda. Coge el trapo, se limpia la boca y se levanta.

El hijo le sigue y ambos se van al salón. La abuela se apoya en el bastón, tiembla, hace fuerza, se levanta y va a su cuarto. La madre recoge los platos, enjabona todo y los aclara. Luego limpia las sartenes, la mesa, barre y friega. Después se lava las manos, se suelta el pelo y tranquila, piensa en lo que hará para cenar.


Imagen: Art Wanson Gallery

martes, 18 de agosto de 2009

Una de mitología

Para aliviar un poco el verano, este mes estoy leyendo uno de esos libros que vas dejando para mejor época y que, en mi caso, le ha tocado su turno: La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.

Aunque repetitiva en algún momento, es una novela que invita a la reflexión y al ejercicio del cerebro como pocas. Una de las metáforas que más me ha gustado es la que tiene que ver con el precioso mito de Edipo. Además, esto me ha llevado a comparar esta historia griega con otra con una importancia cabal para nuestra cultura también, la de Moisés.

Los dos evitaron la prematura muerte que les tocaba y los dos tuvieron una agitada e interesante vida, pero las diferencias entre estos personajes son muy interesantes. Edipo nació con el Destino sobre la espalda. El oráculo de Delfos había sentenciado que mataría a su padre y se casaría con su madre, y así fue. A Moisés, en cambió, su importante cometido le llegó cuando ya era adulto y estaba casado y con un hijo. La famosa zarza que no se apagaba.

El griego cumplió su destino sin saberlo; Moisés, en cambio, capitaneó a los judíos en su huida conscientemente y con la ayuda de Dios.

Su nacimiento y fin también ofrecen interesantes diferencias. Edipo era hijo de los reyes de Tebas y fue a parar a unos pastores de Corinto, mientras que el judío pasó de hijo de esclavos a ser criado por la hija del Faraón.

Moisés tenía que llevar al pueblo judío hacia Canaán, pero se quedó en las puertas porque dudó de Dios (dio un golpe en una piedra para que saliera agua y no tuvo la suficiente paciencia como para esperar a que saliera y dio otro golpe, con lo que Jehová le dijo que era hombre de poca fe y que por ello nunca pisaría su destino). Sin embargo, poco antes de morir -con 120 años, ahí es nada-, consiguió subir al monte Nebo y pudo ver tierra santa. A Edipo le pasó todo lo contrario, se murió sin poder ver nada, ya que cuando conoció su tragedia él mismo se sacó los ojos (hay muchas versiones sobre cómo lo hizo, Kundera explica que usó una tea ardiendo).

Así pues, por un lado tenemos a un hijo de reyes que no sabe quién es y cumple su Destino y se convierte en rey (de hecho, quizá nunca dejó de serlo). Cuando supo la magnitud de sus acciones, aun pudiendo esquivar la culpa (él no sabía lo que hacía) decidió ser dueño de sí mismo y se mutiló. En el otro lado se encuentra un hijo de esclavos que se va a vivir con un Faraón al que traiciona y, mediante la gracia de Jehová, consigue liberar a su pueblo. No obstante, el mismo Dios que le permitió escapar le impide ver cumplido su cometido por haber dudado de él.

Un aristócrata contra un desamparado, la pura acción y responsabilidad humana opuesta a la divina intervención y castigo. Pero, ¿de verdad son tan opuestos, o tienen mucho más en común de lo que parece a primera vista?

Yo no soy ningún experto en la materia, pero este es un tema que me interesa mucho. La pervivencia y belleza de estos mitos es, para mí, irrefutable. La complejidad que presentan y la multiplicidad de interpretaciones también son muy atractivas. Hay que tener en cuenta, además, que estas historias se fueron tejiendo en los albores de la humanidad y que son la tela sobre la que reposa nuestra cultura. Si no los conocemos ni los discutimos, creo yo, nos estamos perdiendo algo muy importante: la opinión de nuestros antepasados sobre cuestiones universales.



Más información: Sobre Moisés: La Bíblia
Sobre mitos griegos: Robert Graves

jueves, 13 de agosto de 2009

Filosofía callejera

Oído el otro día por los muelles de mi pueblo:

"El mundo es como un pan: o te lo comes o lo dejas pasar"

Creí que mi deber era dejarlo escrito

miércoles, 12 de agosto de 2009

Ismael, 5ºD


Hay gente que no madura nunca, gente que lo hace muy pronto, gente que todavía no ha madurado y gente que cree haberlo hecho. Él todavía no había llegado a la madurez, esa edad difícil y maravillosa en la que las cosas comienzan a salir en el diccionario.

Tenía barba, había pasado el acné juvenil y se había enamorado tres veces. Pero nunca se había parado a pensar si le gustaría tener una barba más larga o si aquellos amores habían sido en realidad amores de verdad.

Se dejaba llevar por el entorno. Lo común era lo lógico y lo lógico era siempre lo más aceptado. No le importaba parecerse demasiado a sus amigos o que nadie supiera su nombre y dos apellidos. Era uno más entre tantos y entre la normalidad se sentía tranquilo.

Se dejaba llevar por los titulares y los escaparates, por el primer vistazo y las noticias de actualidad. Le gustaba vivir deprisa, asfixiado, viviendo una vida de comida rápida y fotos express. No se paraba a pensarlo, porque las películas de acción son una sucesión de golpes sin sentido donde no importa quién te haya pegado, sino el golpe que estás a punto de recibir.

Nunca había comprado un disco de música ni tampoco sabía qué era un vinilo. Los libros los leía en el colegio y la biblioteca era el nombre de uno de sus carnets. Le aburría la política pero no tenía la habilidad suficiente como para estar descontento con ella. Pasaba los debates en televisión y después ponía Telecinco.

El mundo que le rodeaba era “un mundo” y trincheras abarrotadas. Eran individuos y mareas de gente, cuadros abstractos no analizados, estilos artísticos sin identificar. Llamaba a todo “arte”, y luego nada más.

Se levantaba pronto por las mañanas y se acostaba temprano. Leía los deportes y desayunaba escuchando los 40 principales. Se lavaba la cara y al mirarse al espejo no observaba nada, sólo miraba.

Creía vivir una y mil vidas porque en el fondo la suya se parecía demasiado a las de los demás. Se imaginaba anciano y con nietos, contando maravillosas historias, soñando con piratas y tesoros que nunca aparecerían en su historia. Su cuento era un cuento de bestsellers y blockbusters. Soñaba pero nunca lo hacía despierto, porque quizás su vida estaba condenada a ser aburrida. Aunque nunca intentó descubrirlo.

Después creció, y llegó a medir un metro ochenta. Le crecieron los zapatos y la talla de sus camisas. Echó barriga y se le cayó el pelo. Se casó, tuvo hijos, veraneó en Benidorm y se compró un coche espacioso. Y aun así, siguió midiendo un metro ochenta.


Imagen: Carlos Bravo


Prólogo:
Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
4ºA: David
1ºB: Óscar (I y II)
2ºB: Enrique

martes, 11 de agosto de 2009

Un genio llamado Woodstock

Este fin de semana se celebrarán cuarenta años del festival de Música y Arte de Woodstock, el mayor espectáculo músical de la historia, con más afluencia de público y uno de los mejores en cuanto a intérpretes.

Allí se reunieron los héroes de la rebeldía americana de finales de los 60. Fue el colofón ideal para la década que rompió con todo lo anterior y se dedicó a mirar sólo hacia delante o a su propio ombligo. Esos mismos que ahora reprimen y controlan el mundo protagonizaron la revuelta de Berkeley en el 64, mayo del 68 en Paris, la primavera de Praga, las primeras manifestaciones antifranquistas y disfrutaron de este festival.

El cartel que se presentó nunca se volverá a repetir: The Who, Santana, Jefferson Airplane, Country Joe Mcdonald o los gigantes Joan Baez, Janis Joplin y Jimi Hendrix.

Estos dos últimos murieron al año siguiente, a la edad de 27 años. Fueron unos innovadores en su momento y siguen siendo considerados parte del firmamento musical. En especial, para mí, Jimi Hendrix, que con su guitarra consigue emocionarme día tras día.

La música, el arte que se dirige de lleno al espirítu, se concentró en una granja americana para disfrute de entre 500.000 y 1 millón de personas (no hay ningún dato fiable ni dos artículos que den la misma cifra). Pero aquel festival fue algo más. Fueron los últimos compases de una generación que abrió el camino a todo lo que ha venido después.

Os dejo con una de las mejores versiones de Voodoo Child, la genial canción de Jimi Hendrix.


lunes, 3 de agosto de 2009

¿Sol y playa?


Este fin de semana empezó la "operación salida" en la que, según las previsiones, ha habido 43 millones de desplazamientos. Todo el mundo habla de ello, la televisión y la radio cambian su programación y las caras y las voces de los protagonistas y en los periódicos las firmas ya no son las mismas que durante el resto del año.

El tema estrella es el estado de las carreteras, el sol que hace en las playas o las fiestas que se montan los guiris. Para los medios de comunicación todos estamos de vacaciones, sentados en una agradable tumbona, con un cóctel en la mano y en los pies el agua del mar.

Pero, ¿realmente nadie trabaja? Es paradójico que alguien que sí trabaje, el periodista de turno, no haga más que escribir o hablar sobre las vacaciones. Pero hay más gente, además de los periodistas (¡qué futuro nos espera!), que suda para ganar algun dinero en verano. Todos los que hemos nacido en la costa (al menos en la que yo conozco) trabajamos. En los restaurantes, la hostelería, las tiendas, servicios para los turistas o pescando (ése soy yo). La mayoría de hijos de negocios familiares trabajamos o hemos trabajado en él y muchos otros jóvenes se pagan los gastos como pueden, pero fruto de su esfuerzo.

¿Quién habla de toda esa gente que pasa los veranos sin poder irse de vacaciones a ningún lado? El trabajador veraniego existe. En mi pueblo, esta época es sinónimo de turismo y esfuerzo, de ver salir el sol, no por estar en fiestas, sino por madrugones. Y como aquí, estoy seguro que en muchos otros lugares hay gente que no está tumbado a la bartola.

Además, también están todos aquellos que tienen que recuperar asignaturas y hacen un doble trabajo de memoria: acordarse de la materia y acordarse de toda la família del profesor o profesora de turno (que seguramente ellos sí estarán de vacaciones).

Y como escribiendo no me pagan, os dejo porque ahora tengo que irme al curro, que si llego tarde el patrón se enfada. Eso sí, después de un descanso de un mes, en este blog ya no se para. Prometo más entradas durante este mes canicular.