miércoles, 30 de septiembre de 2009

Bonjour

Perdonen el retraso, estaba conociendo París.

En efecto, después de unas semanas estresantes, por fin me he instalado en la capital francesa. Ciudad de cultura, moda y turismo. Los ojos se me van hacia todos los lados y no hay sitio despreciable ni en el que falte un aliciente para ir.

Además, hemos encontrado un tiempo inmejorable para descubrir la mágica ciudad.

He decidido nombrarme enviado especial de Onomatopeyistas en París. Esta tarea requiere mucho esfuerzo, sudor, horas de insomnio, cafés y unas buenas suelas de zapato. Además de dinero para el metro, un ordenador y buena conexión a internet, claro está. También necesito un buen piso para resguardarme del frío y, como mínimo, tres comidas diarias. Un buen abrigo de piel no estaría de más, que aquí en invierno el viento se ve que enfría mucho. También algunos libros y pelis, para no aburrirme. Y que sean buenos. No hay que olvidar los souvenirs, que luego los amigos se quejan. Evidentemente, necesitaré una bicicleta, una boina y una baguette diaria, para poder mezclarme con el ambiente. Sobra decir que tendré que desplazarme fuera de l'Île-de-France, y eso cuesta su dinero.

Se aceptan donaciones. Interesados contactar con el redactor jefe intalado en la central, léase Josemi.

Más noticias parisinas en breve (si el dinero llega, claro está).

domingo, 20 de septiembre de 2009

Julián, 7ºB


Julián iba al cine una vez por semana. Casi siempre los jueves, o si no los viernes. Era un apasionado del cine, de las salas llenas de butacas y del momento en que las luces se apagan y se hace la oscuridad. Estar en el cine era para él una forma de conectarse al mundo, de comprenderlo y apreciarlo. El cine eran historias humanas cercanas y posibles, empatía y conocimiento interior.

Iba al cine de su ciudad aunque lloviera, nevara o hiciera mucho calor. Marcaba en rojo las películas que quería ver cada semana y no veía ningún tráiler. Se fiaba de su instinto y de una breve sinopsis en los periódicos. Era como un ritual que formaba parte de su forma de ser.

Solía ir a la sesión de por las noches. Era una de esas personas solitarias que no encontraban a nadie con quien ir. Veía a parejas, padres e hijos, grupos de amigos… y siempre tenía la sensación de que cuando alguien le miraba, pensaban: “pobre hombre, ni si quiera tiene a alguien con quien ir a ver una película”.

Pero Julián sí que tenía. Se llamaba Lucía y trabajaba en aquel cine. La conoció una noche en la reposición de “La vida de Brian”. Le encantaba esa película. Nunca se cansaba de verla, era su droga más dura. La utilizaba como desintoxicante de la vida real y como forma de acercarse al mundo en la forma que más le gustaba. Aquel día celebraban un maratón de los Monty Python y Julián no pudo resistirse.

Se sentó en un lateral de la sala y se apagaron las luces. Había como unas trece personas, y todas ellas parecían haber venido en busca de lo mismo. A los 10 minutos, como un tonto, se empezó a reír con la misma escena de siempre.

Entre carcajadas, se abrió una de las puertas del cine dejando pasar un triángulo de luz, y al rato se cerró. Después, se oyeron unos pasos sordos y una acomodadora se sentó al lado de Julián, en silencio.

La película siguió avanzando y Julián no paraba de repetir para sí mismo las frases del guión. Las repetía y luego se reía en voz alta, como un niño pequeño con los ojos achinados. La chica de al lado se reía de una forma graciosa y hacía ruidos con la nariz cada vez que algo le resultaba gracioso. Los dos reían como tontos haciendo sonidos extraños mientras cerraban los ojos y miraban al de al lado.

Para los dos era aquella película una buena medicina. Tan buena que al terminar no pudieron evitar silbar un “always look on the bright side of life”. Eran los únicos de todo el cine que lo hacían, pero se lo pasaron en grande.

En los títulos de crédito, inevitablemente, cruzaron un par de frases. “¿Verdad que es genial?”, “me encanta cada vez que la veo”, respondió ella. “Tengo centenares de películas que podrían gustarte”, dijo él. “Pues aquí estaré cada jueves y viernes si quieres, me encantaría”.

Entonces, Julián alquiló una película cada jueves o viernes. La pensaba bien durante toda la semana y cuando tenía decidido cuál era la mejor opción, bajaba al videoclub de su barrio y la cogía. Después, esperaba al jueves o al viernes y se sentaba siempre en uno de los laterales de la sala. A los diez minutos, siempre aparecía ella, se sentaba silenciosa, veían la película y después charlaban sobre cine. Sobre personajes, sobre frases del guión, sobre la filosofía que transmitían cada uno de ellos y sobre los actores.

Parecían tener en común solamente la película del día en que se conocieron. Pero así aprendieron mucho más. Descubrieron títulos olvidados y obras extrañas de directores anónimos. Cada sugerencia era mejor que la anterior y poco a poco se fueron conociendo un poco más. A través del cine y de los personajes descubrieron la forma de ser de cada uno y su forma de pensar. Hicieron de los jueves y los viernes los mejores días de la semana.

Así que un viernes, entraron al cine de madrugada. Las aceras estaban desiertas y las persianas de las casa bajadas. Ella tenía las llaves del cine y dentro solo había oscuridad. Se movieron a tientas palpando las paredes. Era arriesgado y peligroso, como en las películas. Entraron en la primera sala y se agarraron de la mano. Enchufaron el proyector, colocaron la película y bajaron a sentarse en las butacas. La película empezó a girar, apareció un león encerrado y muchas letras blancas sobre un fondo negro. A los diez minutos, dejaron de prestar atención a la pantalla.


Imagen: Mapki Files

Prólogo: Calle del Olvido, 52
6ºC: Pablo
1ºA: Héctor
3ºB: Rogelio Malco (I y II)
8ºD: Iván
2ºC: Santiago
9ºB: Javad Almahid
4ºA: David
1ºB: Óscar (I y II)
2ºB: Enrique
5ºD: Ismael

sábado, 5 de septiembre de 2009

Mejor que la invención del cuco suizo

La semana pasada tuve las primeras vacaciones estivales de mi vida. El destino elegido fue Roma. Ciudad conocida por sus ruinas y sus monumentos, por las avalanchas de turistas, el caos de su tráfico y su presencia en la historia.

Después de seis días de recorrerme (muy bien acompañado, eso sí) sus anchas calles y espaciosas plazas quedé maravillado de la inconmensurabilidad de la ciudad.

Roma es la urbe barroca por excelencia, es inabastable, espectacular, gigante, fastuosa. Esta palabra, de hecho, viene del día en que, en la época del Imperio, en aquella ciudad se podían concertar los negocios públicos y administrar justicia.

No en vano ha sido la capital de dos de los momentos históricos más perversos, intrigantes, orgiásticos y esplendorosos del mundo occidental: el imperio romano, época en la que ya contenía un millón de personas; y el esplendor de los estados pontificios, empezados por el Papa Borgia Alejandro VI.

De esa forma se ha ido creando una ciudad magnificente y con una inigualable capacidad de ostentación. Su ordenación actual viene determinada por la acción de los papas del siglo XV y XVI y su deseo de mostrar las grandezas de la iglesia a todos los peregrinos y viajantes que pusieran el pie allí.

Por eso nada es minúsculo, todo ha sido hecho para mostrar al bienvenido la potencia del mandatario de turno, bien fuera emperador o papa.

Sin embargo, ahora estamos en otra época y la ciudad es invadida por las hordas de turistas que se la patean año tras año. Son masas de personas que acuden a ella para habitarla durante un periodo efímero, pero marcado, de sus vidas. Están ávidos de monumentos, ruinas, museos, visitas y cambios en la rutina. Por eso, la autoridad ha decidido echar la vista atrás y proveer a los turistas lo que ellos quieren: una postal de la vieja Roma.

En el Coliseo cogimos una entrada que nos servía para una visita con una guía. Esta joven nos contó como el anfiteatro fue saqueado por los bárbaros, expoliado para la construcción de iglesias, abandonado por ser símbolo de martirios, morada de todo un ecosistema floral, pasto para las cabras y refugio de las bombas durante la segunda guerra mundial.

Una de las alternativas a su uso primero que más me gustó fue la de la expoliación. Este monumento, en parte, se ha expandido por toda la ciudad. Ahora mismo está totalmente distinto de como era antes, con mármol, travertino, pintado y lleno de estatuas. Lo mantenemos como una reliquia imperial que hay que conservar e imaginarnos como fue en su momento original. Pero eso es imposible, ya que está medio derruido, sin ninguno de los lujos anteriores y no se muestra ningún espectáculo. ¿Por qué no dejar de lado esa vieja imagen y adaptarla a nuestros tiempos? Tiene que haber alguna forma para que pueda volver a ser público y útil (es útil a todos los que se enriquecen a su costa, pero no a la sociedad o al individuo que lo va a visitar).

Es evidente que hay que saber buscar en el pasado para mejorar el futuro, pero no hay que anclarse en una inútil nostalgia, ni aunque dé dinero, porque esto puede ser nefasto.


PD: ¿Alguien se ha fijado que el bifronte de Roma es amor? ¿Será que compite con la ciudad de los suspiros?

miércoles, 2 de septiembre de 2009

7:30 AM


No sabría decir con exactitud el año en que fue inventado. Supongo que allá por 1929 de manos de algún alemán tosco y alto. O quizás un poco más tarde, en la Primera o Segunda Guerra Mundial. O como estratagema de los gobiernos para evitar calles desangeladas y aceras vacías.

El caso es que el hombre que inventó el madrugar debería haber pasado por la guillotina. Ya es tarde para decirlo, claro. Pero estoy seguro de que incluso en su ataúd estará intentando levantarse temprano. Seguro que en su lápida pone “al que madruga Dios le ayuda”. O seguro que tiene un despertador para que no se le pase el momento de la resurrección. Y seguro que sigue pensando también aquello de que al madrugar, “uno aprovecha la tarde”. O en su alemán natal: “Eischate unasiestag”.

Seguro que aquel hombre triste y aburrido se acostaba todos los días a las diez de la noche. Y que incluso sería una de esas personas que cuando salen a tomar algo por ahí no paran de mirar al reloj y de resoplar.

Me imagino a un hombre alto, flacucho, rubio y con poco pelo. Con gafas, tirantes y un monóculo. A un hombre de cierta edad que pasea a su perro ratero todas las mañanas. Me lo imagino diciéndole a sus compañeros “amigos, ¿y si dormimos todos los días seis horas, nos morimos de sueño, y así luego podemos aprovechar la tarde?”. Y me lo imagino sin amigos a los pocos días.

Me lo imagino llegando al trabajo treinta minutos antes de la hora, con un periódico bajo el brazo recién salido de la imprenta y la barba recién afeitada. Una de esas personas que parecen disponer de más minutos al día que los demás. De esos que por la mañana se duchan, desayunan, leen el periódico, sacan al perro, traen churros a casa, riegan las plantas y les queda tiempo para llegar pronto al trabajo. Un hombre que no disfruta de las madrugadas y los silencios de la noche, que cena y luego nada más. Que vive para madrugar y madruga para malvivir. De esos, de esos.

Pienso en ese hombre y maldigo cada momento de su vida creativa. Lo maldigo y dibujo su cara en mi despertador. Lo insulto todas las mañanas al levantarme y cuando desayuno, nunca tomo nada que venga de su país. Si en las noticias sale que el Bayern ha perdido me pongo contento y cuando me monto en mi Polo les digo que se fastidien porque se fabricó en Pamplona.

Y pienso que nada se ha avanzado en este campo en los últimos cien años. Los ciudadanos deberíamos exigir nuestro derecho a comenzar el día a las 11 de la mañana. Con tranquilidad, cuando ya hace calorcito, sin prisas, despertándonos cuando nos duela la espalda. Tener sueños placenteros y madrugadas eternas. Prohibir los despertadores y los turnos de mañana. Hacer una gran revolución alzando nuestras almohadas en señal de protesta. Porque todo el mundo se echa la siesta, pero todo sería mucho más fácil si esas horas de sueño tuvieran lugar por la mañana.

Porque la siesta, ni es arte ni es cultura.


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