La soledad nocturna de la habitación jugaba con su mente adolescente y retorcida. El chico no paraba, no podía parar. Una tras otra, una tras otra. Había descubierto un universo desconocido para él: un nuevo mundo lleno de placeres, misterios y preguntas.
Le gustaba que llegara esa hora en la que preparaba todo, se cercioraba de que sus padres estuvieran dormidos y se ponía manos a la obra. Sabía que muchos de su edad también lo hacían, pero que en público nadie se atrevía a decirlo. Y era algo maravilloso…
Aquella noche, su madre irrumpió en el cuarto sin avisar:
- ¡Pero hijo! ¡Dios mío! ¿Qué haces?
- ¡Perdón, mamá! ¡Perdón! No lo volveré a hacer, ¡lo prometo!
Su madre cerró rápidamente la puerta para tratar de olvidarlo todo de un plumazo. Era una vergüenza, ninguna de sus amigas tenía un hijo que hiciera “aquello”, tenía muy mala suerte, su hijo era uno de esos...
El chico cerró el libro y se fue a la cama, apenado, triste, porque ni siquiera su madre comprendía la magia de leer un libro por las noches, solo en la oscuridad, devorando una tras otra cada una de las páginas de una historia que resultaba emocionante.
1 comentarios:
Podía ser peor, podía estar viendo La 2 o algún otro tipo Canal Historia! Claro, los padres les ponen a los chavales tele en su cuarto y ven lo que ven... malcriados... ;)
Publicar un comentario