lunes, 17 de noviembre de 2008

Té Helado VI

Aquello era un desfile de barbas a medio afeitar, embarazos prematuros y guantes de lana entrando ordenadamente en busca de sustento rápido. Nos sentamos. Le hablé del país de cartón que adoraba.

-Cuando te vi pensé que eras un músico...

-Lo soy… no, no lo soy pero soy universitario, si no no habría venido hasta aquí – soné tan poco convincente que dudé de si realmente era algún parado de origen croata a la búsqueda de un puesto en la construcción de alguna casa. Entonces recordé que allí todo estaba hecho de planchas.

El lugar estaba lleno de prostitutas cosidas en sus vientres. Un tipo miraba a Lori –ese era su nombre, sus ojos eran esquimales- confiado. Creí que ella respondía a esa llamada oculta. Empezó mi paranoia. ¿Y si ella era una puta que recogía vagabundos, los llevaba a ese tugurio y su chulo los desplumaba? ¿Quién iba a preguntar por mí? ¿Quién me encontraría entre lobos, osos y fango? Sudaba y tosía.

-¿Sabes qué ese tío nos mira? ¿Le conoces? – Sonaba a una orden.

-¿De quién hablas?

Lo dejé correr. Poco a poco mis ojos enrojecían y me sentía muy débil y enfermo. Comía de manera mecánica y ella seguía mi ritmo. Me sentía miserable, pero ver su frágil paso, a mi compás, que era el suyo a su vez y así en un bucle eterno, pues no éramos más que dos espejos de cara al anterior mirando por el hueco una escalera, me tornó en un psicótico. Ella me detenía, ella quería que me quedase allí, en un bloque de hielo a dos metros bajo tierra.

-Necesitas descansar, nagligusuktuq – aquel sonido gutural no era otra cosa que el te quiero más abstracto que había oído nunca. Estaba desfallecido, y me dejé llevar hasta el piso de arriba, entre muelles que botaban, gritos de opereta y pieles de plástico colgadas para disimular la cegadora humedad. Pensaba que un indio gigantesco me esperaba con una faca de hielo...

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