lunes, 10 de noviembre de 2008

Té Helado V

El frío era terrible, y me acompañaban en el banco el enésimo lugareño con aspecto de violador y otro autostopista cadavérico que parecía tener mi mala suerte. Entonces tronó y empezaron a llover piedras. Solté una carcajada sarcástica y mis compañeros de circunstancias me miraron como si yo fuese el elemento extraño de la escena.

Pasaban los minutos de diez en diez y allí no aparecía nadie cuando de repente un rayo hizo de foco y se coló en nuestro puzzle de fracasados la roadie más maravillosa con la que jamás hubiese pensado toparme. Me miró y empecé a engañarme a mí mismo. Volví a mirarla y sonrió. En mi hondo estado depresivo eso fue interpretado como una invitación. Desee estar en el mismo autobús que ella. Sentí esas malditas cargas de profundidad en mi estómago, como siempre que me gusta alguien y veo que va en dirección opuesta a un punto dispar al mío. No la esperaba en nuestro funeral protestante. Iba de luto, negro, toda ella negra, chapada con un tono pálido y de cuerpo diminuto. Me entretuve durante segundos buscando sus ojos, eran diminutos. Otro rayo me permitió verlos. Demasiado oscuros para ser tristes. Las venas marcaban sus manos, imposible discernir su color, pero por el calor que supuraba diría que dentro había té.

Oímos un bocinazo, era el dichoso autocar. Para entonces mi indestructible anorak tenía una solidez similar a la del papel, pero vi que ella se montaba ausente, por lo que la seguí.

Me fortifiqué en el asiento contiguo al suyo y empecé a planear el futuro jugueteando nervioso con la cadena de mi saco. Estaba tan mojado, hundido, perdido y solo que pasé los siguientes minutos golpeándome piernas y pecho. El autobús seguía rodando. Ya no sabía si aquello era sudor, lágrimas o lluvia, lo cierto es que preparar una triste frase para abordar a la desconocida me estaba suponiendo un desgaste tremendo.

Las siguientes millas fueron un monólogo interior en el que me insultaba fieramente, ¿Qué coño haces? ¿No te cansas de estar solo? Vi que intentaba dormir. Fuera sólo se veían pinos y más pinos. Y otra vez, no había ningún alce que atropellar. Para cuando quise darme cuenta estaba ya abalanzándome sobre ella, balbuceando en francés.

-Señorita… llevo mantas en mi saco, ¿no querría taparse con ellas…? – mientras tartamudeaba me tomé la libertad de ir sacando algo que otrora fue un poncho.

-No, no se preocupe, prefiero no dormirme… - semejante comentario ambiguo casi me empuja por la ventanilla. Derrotado abrí el paquetillo de Ducados y recuperé las colillas que le robé al viejo. Esperé temblando hasta que me miró de reojo maliciosa. Eso ya selló todo, cogí ese reloj metálico que tenía en mis entrañas, lo envolví en la ajada manta, lo congelé y se lo di. Se recostó y nos prometimos muchas cosas al quitarme el maldito abrigo que había olvidado quitarme y pasarme la eterna manta por la espalda. Ya éramos ciegos. En la punta de mi aguja había un zafiro escondido bajo esas gafas.

-¿Adonde vas? – lo dijo con tanta amabilidad que casi me arrepiento de abandonar aquella parada.

-A Saguenay – respondí antes siquiera de que ella terminara la pregunta de rigor, gritando y con helio en la garganta – no sabe lo que me alegra que me dejara sentarme a su lado – si bien ocupé ese asiento como un halcón, trémulo, pero halcón – necesitaba hablar con alguien.

Miró divertida, como quien caza su presa, y me dijo que el autocar iba a Jonquière, hacia el norte. Solté un grito ahogado del que me salvaron los chirridos del bus. Resignado, dejé que me contara su triste vida para, ya desarmado, terminar viviendo entre aceite de ballena y sobres. Veía un frigorífico enorme en nuestra cocina, lleno de sobres. Sobre y botes con todos los tipos de comidas para calentar imaginables. Me contó que su novio abusaba de ella, y que la obligaba a mantenerle trabajando en una agencia de viajes local. Me enseñó una foto del negocio, lleno de carteles con toros, playas y mexicanas vestidas de luces. Prometí llevarla. Aquella era la primera promesa registrada por el aire.

Se terminaron los pinos y llegó la nada. El par de horas hasta Saguenay se habían convertido en un viaje de más de un día. El sol salía azul por entre las charcas y una masa de cornamentas me miraba pidiendo algo a cambio mientras cruzaba la carretera y bordeaba el carro buscándome entre las ventanillas. Corrí la cortina y por fin dormimos. Era todo tan puro y bestial que empecé a marearme, pero por suerte despertamos en un motel...

0 comentarios: