La bailarina bailaba ante el público. Era un fuego rodeado de sus cenizas.
Cómo hipnotizaba su cuerpo, del que parecía salir aquella música de serpientes,
cómo hacía evadir la modernidad y lo reducía todo a un Karma,
cómo trasladaba a otro universo,
cómo fluía al verla, pero no se la veía porque fluía como el aire,
cómo su vientre era una mirada poderosa y sus ojos se clavaban en las entrañas,
cómo era el centro de atención fuerte y consistente,
cómo arrancaba la intimidad de las cenizas y la ponía en evidencia,
cómo de ella surgía el exotismo de la ironía, de que su belleza a todos los podía,
cómo era un jungla de movimientos y una selva de contorsiones,
cómo ponía en la punta del sufrimiento a quien pasaba sus ojos por sus ojos,
cómo daba vida a la muerte y muerte a la vida;
Cómo su hermosura se convertía en emperatriz del Averno y el Edén.
Y cómo delante de ella un escritor, cayendo sobre la mejilla de la pared, comenzaba a morir de una recién nacida melancolía.
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