Cojo los cuadernos, las fotocopias, las hojas blancas de papel de mis dos cursos de Bachiller y busco y rebusco. Por aquellos tiempos me pasaba las mañanas en clase haciendo el tonto: tírale una manzana a éste, hazte cómplice del mismo entre clases para lanzar un tropel de aviones de papel por la ventana, habla con el de al lado, aplaude con tus compañeros, interrumpe al profesor, o juega a fútbol con el borrador de la pizarra si el irakasle no viene, ríete de las respuestas que se dan a las preguntas, pon una excusa in- creíble a “ ¿ Por qué no has hecho la tarea?”, juega con las tizas, esconde el material de tus amigos... en fin, en un curso tan duro, lo principal era mearse de risa. Aún echo de menos tanta chuminada.
Y de todas las que recuerdo, una de las que más me viene a la cabeza es aquella en la que me dio por inventar nombres. En mi agenda, que servía para todo excepto para ordenar mi vida, escribí del orden de unos cincuenta o sesenta, casi todos de mi propia invención ( ninguno más serio que “ Joseba Cilarte” o “ Xabier Tolarraja”).
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