Soy uno de esos fracasados que se marcan fechas como inicio de un cambio en su rutina diaria. Este mes de septiembre la meta es hacer deporte tres días a la semana. O lo que es lo mismo, el abandono del sedentarismo.
El gimnasio es un lugar horrible, una sala de torturas, aunque voluntaria: tú escoges la máquina en la que deseas morir. Los cristales suelen estar empañados y me cuesta horrores no poder escribir en ellos. El lugar ocupa unos 100 metros cuadrados, y el abigarramiento de las máquinas no deja lugar para los débiles. Procuro no mirarlas, pero ellas me miran a mí. “Ven aquí maldito, ven aquí” parecen decirme.
Allí las respiraciones marcan el ritmo, y el hilo musical se esfuerza en competir con el sonido de los pasos y los bufidos de los desalmados. Pero es imposible. En una de las esquinas, cuatro cintas forman en fila para los más valientes, para los más osados, para aquellos soldados que desean seguir combatiendo.
Esta es mi tercera semana en el campo de batalla, no hay tregua. Me levanto por las mañanas y camino 15 minutos hasta allí. Por lo general no va mucha gente –a nadie le gusta combatir en una guerra-, pero sí hay alguien que casi nunca suele fallar.
Se trata de un hombre de unos cuarenta años, bajito y con poco pelo. Todas las mañanas, cuando llego, está montado sobre la cinta, y cuando me voy, se queda allí, dándole, impasible: paso continuo, respiración acompasada, calcetines subidos, camiseta empapada, cabeza bien alta y pendiente del 10 % (una burrada).
El primer día, siendo todavía un novato entre la tropa, me desanimó ver las agallas de aquel soldado. En él veía las cicatrices de la veteranía, las agallas de una persona que aun con el paso del tiempo se atrevía a sufrir cada día. Y me daba una envidia que te mueres.
Como he dicho, nunca lo vi bajándose de la cinta, nunca lo vi en otra máquina, nunca lo vi yéndose. Pero el viernes pasado, por la mañana, se bajó.
El hombre subía la pendiente del 10 %, sin parar. Parecía cansado y agotado. De repente, decidió pulsar el botón de stop y parar la máquina. El sonido de los pasos era cada vez menos ruidoso y la pendiente se igualaba con la horizontalidad del suelo. Con una toalla se secaba el sudor. Ya era hora de dejar de correr, era el turno de otra cosa. “Qué extraño, se baja” pensé yo. Cuando se detuvo por completo, cogió intuitivamente una vara blanca del suelo y la sujetó con la mano derecha.
Era ciego. Aquel tipo era ciego, y no me había dado ni cuenta. El hombre se movía como pez en el agua por una sala llena de obstáculos. Sus movimientos eran precisos y exactos. Su ceguera parecía ser una anécdota casual semejante a una peca sobre el labio o a unas orejas puntiagudas. Era ciego, ¿y qué?
Hoy, martes, he vuelto a combatir en esa sala, y al irme, él se ha quedado allí, con su pendiente del 10%. ¿Yo? Yo no he durado ni 20 minutos…
martes, 30 de septiembre de 2008
No hay lugar para los débiles
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1 comentarios:
Felicidades Jose Miguel creo que esta es una de las entradas que más me ha gustado. No sé si es por su sencillez o que pero resulta realmente entretenida. Y además yo también ando metido en la guerra contra esas máquinas...
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