Volví al Mustang y pasé la noche arrancándole el cuero a los asientos. Era algo mecánico, lo hacía para abstraerme. Cuando llegaba a tocar hierro, pasaba al siguiente asiento, y volvía a quitarle el cuero y empezaba a devorar la espuma, hasta tocar de nuevo hierro. Para el alba había engullido todo lo digerible de aquel carro. Cuando estoy nervioso como, da igual el qué, el caso es mantenerme ocupado mascando. Aquella noche casi me ahogo, me quedaba mirando la espuma que hacían las olas sobando los guijarros, incrédulo. Tanta efervescencia me hizo abrir la guantera, estaba vacía, sólo la radio se mantenía impasible. Sonó el Wild Horses en aquel paisaje tropical. Me resultó tan deprimente tal estampa que encendí los faros de mi alquilada chatarra para cegarme. No podía dormirme, y no tenía nada que llevarme a la boca.
Un tronco bajaba con un perro haciendo malabares para no caer al agua y ser devorado por algún caimán. Me prometí que al llegar a casa quemaría todos los libros de Mark Twain de mi abuelo. Quemaría todo, y me iría a algún páramo. La idea de quedarme junto a semejante artería me iba a seguir obsesionando durante un tiempo. El fantasma de Jeff ya me acompañaría para siempre.
Queríamos ser músicos de blues. Éramos de Chicago, y, además, blancos. Parecíamos destinados a hacer el ridículo más espantoso, a ahogarnos en el fango mezclado en LSD, y fue la marea que subía del Golfo de México la que selló la humilde gira. Siempre quise volar en un Mustang rojo. Conseguimos uno azul y salimos sin siquiera instrumentos, eso corría a cargo de nuestros amigos, ellos seguirían nuestros pasos, a modo de asistencia etílica.
Entramos en la tierra de Elvis segando el asfalto de Missouri, Tennessee y Arkansas, hasta un claro perdido entre gasolineras. Nos limitamos a recoger autostopistas y a intentar algo en ferias varias; para Jeff las mujeres eran como las habitaciones de los hoteles; podía volver a la misma, pero siempre la dejaba en el sitio donde estaba. Al tercer día, la penúltima noche, fue la primera vez que vi la espuma, si algo aprendí tras este viaje es la cantidad de matices, texturas y colores que tiene. De mi sopor me despertó gritándome, decía que sus ojos se quemaban y las manos le ardían. Se creía una estrella de rock y vivía como tal, yo me creía músico y me mantenía atado a su estela de cristales rotos.
Mientras me zarandeaba y me llenaba de esputos, fijado yo en sus pupilas grises, me gritaba fuera de si. En la oscuridad del medio oeste aquella figura fantasmal, pálida, jadeante, atribulada y llena de cadenas por primera vez me resultó terrible, sentí miedo porque tenía una visión hereje que se alojo en su cabeza pasando a ser un plan de facto...
lunes, 13 de octubre de 2008
Té helado I
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