En la carretera que acabábamos de dejar, se leía una señal que anunciaba que Clarksdale estaba a 6 millas. Ni rastro de cualquier otra localidad. Sin embargo, él estaba convencido de que aquella noche pactaría con el mismo Diablo, y sería el gran músico blanco de blues. Rompió con una piedra el cristal, metió su mano manchada de barro y la radio sintonizó Lake of Fire. Agarró un bolígrafo que encontré en el suelo de una estación de servicio, y escribió en él: “Conserva la huella de cada día en la fecha que blasona tus mañanas”. Me la dio con una sonrisa desencajada, doblando las orejas tanto que sobresalían entre su melena, y empezó a andar hacia la vena de la artería Mississippi. Esa frase de Jim Morrison sigue sin tener sentido para mí, supongo que en su retorcida cabeza venía a ser una especie de lema.
Cogí el dichoso recorte, y empecé a releerlo, como si de un poema de Whitman se tratara, en el magullado auto. Algo rojo empezó a quemar el papel. Era el sol sureño, inabarcable, que, combinado con la nerviosa neblina, desquiciaba los colores del pantano. Cuando despejó, alcancé a ver la espalda de Jeff, andando, adentrándose en el agua. Emulando a Anticlea, perdió la paciencia y tomó la vía más rápida como un autómata, andando mecánicamente hasta desaparecer.
A la medianoche, Riders On The Storm peinaba los aluviales. Siempre recuerdo a Twain cuando visualizo el Delta. Decía que cuando un circo visitaba su aldea, perdida en la orilla oeste de algún monstruoso afluente del gigantesco río, quería ser payaso. Si algún coro de negros hacía una parada en su pueblo, quería ser músico. Si oía en alguna taberna un relato de bucaneros, quería ser pirata. Pero todos esos sueños pasaban en pocas noches, y sólo un pensamiento seguía cercándole. Él quería ser marinero de un barco de vapor, aún cuando se ganaba la vida escribiendo, dormía vestido de pulcro blanco, con bigote de puntas caídas, gemelos y un pequeño gorro. Los chicos que vivían en las chozas tras los graneros soñaban con los niebla y los cuervos, donde el Diablo del que hablaban sus abuelas como si fuera un pariente más les esperaba a medianoche. En el Delta, los perros se suben a los troncos para no caer al agua y ser devorados por algún caimán y los hombres solo quieren saltar al otro lado. Un negro triste y encorvado, probablemente del peso de aquellas guitarras hechas de esquejes de hierro, paró su Packard, y esperó fumando un cigarro hasta que llegó el cliente. Esperó media hora, Morrison seguía templando los ánimos de las urracas, y no había una sola nube, sólo la luna, ni siquiera estrellas o cometas. Pasado el plazo de aquella reunión, el tipo subió a su coche y volvió a la carretera tras apagar sus faros.
Entonces supe cómo ser grande y virtuoso, pero volví a Illinois, donde el humo sólo sale de los coches y el sol es de un amarillo saludable y poco sospechoso. No sé qué fue de nuestros amigos, supongo que terminarían en Baton Rouge, nuestro inicial punto de encuentro. Jeff no era una estrella y, tras maldecir nuestros nombres, se habrían dedicado a conocer otro proyecto de bluesman blanco. El Wolf River se bebió a mi compañero de horizontes infinitos; ahora sangra margaritas en el infierno y cada día me tienta más andar por el Lago Michigan, a ver si allí le encuentro; quizá remontó América para encontrarme y ahora me espera allí para echarme en cara que mientras él me escupía, yo sólo era capaz de mirar sus ojos grises y balbucear “espera”...
lunes, 27 de octubre de 2008
Té Helado III
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